Del poporo indígena a la pipa basuquera | ¡PACIFISTA!
Del poporo indígena a la pipa basuquera
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Del poporo indígena a la pipa basuquera

Colaborador ¡Pacifista! - abril 19, 2017

OPINIÓN | Tercera entrega del periodista sobre contradicciones y tabúes en torno al consumo de cocaína.

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Por Daniel Pacheco*

Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca.

Le di muchas vueltas a esta invitación de ¡Pacifista! para darle una mirada al tema del consumo de coca y cocaína, y lo que significa para Colombia. Lo haré en cuatro entregas en este espacio titulado: ‘Cocalombia’.

Parte del problema es que no hace mucho había hecho algo similar en este mismo espacio. Ese artículo (‘El perico y yo’, 29 de junio de 2016) fue un acto de exhibicionismo político, una salida del clóset del perico con un título escandaloso para alimentar un debate sobre cómo pensar en el futuro de la regulación de la cocaína.

Se los recomiendo porque cuando lo vuelvo a leer me da cosa, lo que me hace pensar que tiene algo de carne. Además, desde entonces tengo nuevo trabajo, y con él un ligero decaimiento de ese arrojo. Pero bueno, tampoco me volví un ejecutivo de corbata ni me hacen pruebas de drogas. Lo que no quiero es ser repetitivo. Del exhibicionismo a la payasada hay un línea delgada, fácil de cruzar y difícil de descruzar.

Entonces viene la segunda parte del problema, y al mismo tiempo el lado más interesante de esta invitación. Es amplia, en un buen sentido, y para empezar siento la necesidad de trazar un plan ambicioso para hacerle honor a esta serie sobre consumo de coca y cocaína en Colombia.

Lea aquí la primera parte de ‘Cocalombia’.

Lea aquí la segunda parte: ‘Cocaina: el polvo de los tiempos modernos’.


PARTE 3: Del poporo a la pipa

Voy a lanzar una comparación que anticipo resultará antipática, errónea y hasta irrespetuosa. La comparación es entre el uso de la pipa para consumir basuco y el del poporo para consumir la hoja de coca mascada. Y en esa comparación voy a decir hay más similitudes de las aparentes. Es decir, que sí va algo del poporo a la pipa. Del indígena al indigente.

Fotos: Vice.

Y arranco por lo antipática que será la comparación, porque anticipo que no solo lo será para las personas involucradas en ella: los pocos indígenas que poporean (y que seguramente no se van a leer este artículo) y los pocos “blancos” que basuquean, (y que tampoco se van a leer este artículo). Resultará antipática para quienes hacen una distinción tajante entre el uso tradicional de la hoja de coca; milenario, sabio, natural, enaltecedor, y el consumo de basuco; artificial, sucio, urbano, y decadente. Pero quiero persuadirlos de que aún aceptando esa dicotomía (que en realidad creo encierra una cantidad de simplismos) hay entre estas dos formas de consumo de la coca elementos que hablan de la personalidad inseparable de la sustancia, y de las formas extrañas en las que en Colombia se han construido una parafernalia endémica para usarla.

Sin embargo, tal vez lo más interesante de hacer una comparación que acerca a la pipa y al poporo, es volver a separarlas. Si uno logra asimilar al indígena y al indigente a través del consumo de la coca, así sea por un momento blasfemo, descubre que lo que los separa dice más acerca de las distintas versiones de sociedad donde tienen lugar su consumo, que de la sustancia que se consume. La clave está entre el mundo indígena y mundo “blanco” y no entre la hoja de coca y el basuco. En últimas, lo que hace que los Koguis, Aruacos, Kankuamos y Wiwas (y presumiblemente sus antepasados Tayronas, Quimbayas, Muiscas, etc.) no sean un Bronx o un Cartucho, no es porque no conocen el basuco, sino por el sistema social que tiene para controlarlo. Lo mismo al revés, si no existiera el basuco, probablemente igual habría existido el Bronx y el Cartucho, en una forma sórdida de sociedad decadente consumiéndose alrededor del poporo y la hoja de coca.

Y poder decir esto, explorarlo con rigor suelto como hago acá, es divertido y, ojalá, significativo. Divertido porque nos pone ante las imágenes inauditas de una tribu indígena funcional basuquera, con pipa en vez de poporo, y un muladar sucio y violento de poporeros urbanos. E importante porque abre la puerta a que logremos pensar menos en cambiar la sustancia, y más en cambiar el contexto; en conservar el basuco (así sea por puro realismo resignado) y reducir la decadencia y el sufrimiento humano que lo rodea.

Compulsión con “p”

Pe de pipa y pe de poporo. Primero el poporo.

El poporo es un invento pre Colombiano, digamos. El poporo no existe como artefacto, como parafernalia para la coca, por fuera de las fronteras de Colombia en otras culturas precolombinas. No está en las cultura Inca, por ejemplo, muy coquera también. Esto es interesante y misterioso.

Y comienza a serlo, por ejemplo, con las estatuas de la cultura San Agustín. De esa extraña civilización de la cuál ni siquiera conocemos su nombre, que entre los años 300 y 800 después de cristo, donde nace el río Cauca y el Magdalena hoy departamento del Huila, esculpió cientos de estatuas para vigilar tumbas y luego desapareció. Despareció sin rastro, excepto por los rasgos sueltos que fueron apareciendo en otras culturas indígenas colombianas. Entre ellos el poporo.

La clave está entre el mundo indígena y mundo “blanco” y no entre la hoja de coca y el basuco.

La imagen de arriba es de un ser que en sus manos parece tener un concha en la mano y un cincel o un palito en la otra. Según el antropólogo Pablo Gamboa, esta sería una representación de un poporo. El poporo que luego se repetirá entre Chibchas, Quimbayas, Tayronas, y otras de las tribus andinas y caribes que centraron su vida alrededor del río Magdalena y la costa Atlántica. El mejor ejemplo del poporo precolombino es por supuesto el poporo Quimbaya que está en el Museo del Oro de Bogotá.

Y lo que hace más interesante la calidad endémica del poporo para mis propósitos comparativos con la pipa, es que es el instrumento para potencializar los efectos de mascar hojas de coca.

Si los poporos de antes son como los poporos de ahora en la Sierra Nevada, el único lugar donde aún sobrevive la práctica presumiblemente extendida en todo Colombia antes de la llegada de los españoles, habrían servido como calabazos llenos de conchas molidas y quemadas para producir cal. La cal, por sus propiedades alcalinas ayuda a liberar la cocaína contenida en las hojas de coca. Es decir, y para decirlo con un simplismo que le pararía la punta a todos los antropólogos, puede que nuestros indígenas no hayan dejado un Machu Pichu, pero sí lograron encontrar la fórmula para darle un extra kick a su coca.

La logística del asunto es sencilla. En el poporo está solo la cal. Se mascan las hojas hasta hacerlas una bola en la boca, se mete el palito chupado al poporo para que se pegue un poco de polvo, con cuidado de unta el polvo en la bola de coca en la boca para que suelte más cocaína, y luego se frota el palito con el cuello del poporo, una y otra vez, por años y años. Aquí, como para todo, el instructivo de Youtube.

Detrás de esto hay una abundancia muy bonita de significados, tradiciones, y razones que por ahora quiero dejar de lado para concentrarme en la repetición, la compulsión del poporeo. Un antropólogo que ha estado mucho en la Sierra, y a quien no voy a citar para deformar sus palabras un poco, recuenta con ese tono típico de los antropólogos las imágenes de la vida cotidiana con los Koguis. Despertar y ver a los indígenas mirando el amanecer mientras poporeaban recién levantados. Luego poporeaban mientras trabajaban. Y luego poporeaban de noche mientras “endulzaban la palabra”. Todo este cuento envuelto en un halo bucólico de paisajes montañosos y comunicación ancestral.

Pero si uno por un momento le quita lo ancestral y lo bucólico, se puede quedar (algo injustamente) con un grupo de personas totalmente pegadas a la coca con cal, a su efecto estimulante y empericador, engrosando cuellos de recipientes de calabazo durante días, meses y años mientras hablan mierda.

Y ahora entonces saltemos de la Sierra al Bronx. Digamos temprano en la mañana, cuando se empiezan a ver las caras detrás de las pipas humeantes. Y tal vez acá hay que arrancar diciendo que la pipa del basuco no es cualquier pipa. El basuco necesita una cama de ceniza para quemarse en su forma más pura. Esa capa de ceniza va encima de un papel aluminio que se reemplaza con frecuencia, si el fumador es compulsivo, como usualmente lo es quien tiene una pipa.

Porque echemos para atrás un momento. En 1986 el País de España escribió un artículo sobre el uso del basuco con el siguiente título: “Basuco, la droga de moda entre los ejecutivos en Colombia”. En ese momento el basuco no era aún la droga del Cartucho, de la indigencia, de la decadencia final. Era el polvo que se mezclaba en un cigarrillo o se liaba en un bareto con un grupo de amigos, en lo que se conocía como un “pistolo” y se consumía en “clubes”.

Pero pronto nos dimos cuenta en Colombia que eso era como mascar la hoja de coca sin cal. Así se lo dice un consumidor a Natalia Guerrero de Vice “La diferencia entre el pistolo y la pipa es mucha: Cuando usted se echa el primer pipazo, ahí es que conoce al basuco de verdad”. Ahí le pega en su forma más pura, con ese buqué que endulza la vida, así sea por unos minutos, antes de dejarlo caer en la oscuridad de la calle que llama a fumar de nuevo, y de nuevo, sin engrosar el cuello de ningún poporo, tal vez solo ennegreciendo y quemando la pipa de tuvo de PVC.

El indígena no es como el indigente

Pero si la compulsión y la parafernalia une al poporo y la pipa, hay toda una sociedad que los separa. Algo que va más allá de la enorme distancia entre la concentración de cocaína consumida con una bocanada de humo de basuco y la consumida con una bocanada de hojas de coca con cal y las consecuencias fisiológicas que eso implica en cuanto a adicción, daño al cuerpo etc. (un dato curioso acá, los investigadores Katiuska Vera Zambrano y Guillermo Helí Manrique Vaca calculan que para sufrir una sobre dosis de mambeo de coca hay que mascar entre 10 y 12 kilos de hoja seca en un día).

Esa sociedad de diferencia separa al indígena del indigente porque al indígena le entregan el poporo cuando llega a la pubertad. Solo a los hombres. El poporo es como su primera mujer, como el juego del palito y el huequito hacen obvio, es el paso a la responsabilidad y la inclusión como un miembro adulto de la comunidad. La coca no es solo una mata, no es un polvo que se consigue en un “gancho”, es una pieza en un entramado cultural de creencias y mitos. Y poporear no es solo buscar perderse entre el alivio y la caída de la cocaína, es “endulzar la palabra”, ponerse en disposición para hacer, hablar o pensar en algo mientras le va dando pinceladas al cuello de la calabaza. Poporear es estar acompañado de familia y comunidad, basuquear casi siempre estar desahuciado en una comunidad de desahuciados.

Este mundo de distancia no significa que en las ollas urbanas, los callejones sucios colombianos no haya una comunidad, un sentimiento colectivo. Tal vez es demasiado destructivo y sódido para entenderlo de entrada, y por eso insistimos en tumbar y retumbar ese mundo. Pero está ahí y no se pierde con un conjunto de casas derribadas y suplantadas por parques. Está ahí a través, por ejemplo, de las pipas. Que por más que sean reemplazables y las vendan a 1000 pesos, adquieren personalidad y producen cariño. Son desechables, sí, pero también es todo lo demás en la manera como tendemos a ver y destruir las civilizaciones de los basuqueros.

La lección del indígena al indigente estaría entonces en que sí se puede entender ese mundo, se puede aceptar e incluso y correr el riesgo de sacralizar el basuco., sin que eso signifique que en toda la sociedad de los “blancos” haya que entregarle una pipa a todos los varones que llegan a la pubertad. Indigenizar el mundo del basuco no es recomendarlo a todo el mundo, pero sí es tal vez una vía para mejorarlo donde ya está. Porque si algo enseña el pasado de poporero de nuestros ancestros y el presente de algunos indígenas que aún quedan, es que sí se puede armar una sociedad alrededor del consumo compulsivo de la coca. No es el mundo que necesitamos todos nosotros, pero sí es el mundo del que podemos para convivir mejor con esa minoría marginal, entenderla mejor y ayudar a que su descomposición compulsiva no sea tan dolorosa y tenga más significado.

*Daniel Pacheco es periodista, columista de El Espectador y director del programa Zona Franca.

** Este es un espacio de opinión. No compromete la posición de ¡Pacifista!.