OPINIÓN | Ciro Guerra y Daniel Quintero se ocultan tras el eufemismo de “limpiar mi nombre” para acabar con el debate público sobre las denuncias de acoso.
Por: Emmanuel Vargas Penagos*
La amenaza de acciones legales por parte de Ciro Guerra y de Daniel Quintero frente a las investigaciones que los señalan de haber cometido acoso sexual son la clásica respuesta del poderoso que queda mal parado.
Los denunciados por acoso, de la noche a la mañana, se autoconsagran como expertos en periodismo y libertad de expresión. Piden que las periodistas que los exponen no se adjudiquen el trabajo de la Fiscalía y los jueces, pero les exigen que cualquier denuncia se haga con precisión forense. Deciden escribir su propio manual de denuncia: llenan los testimonios de peros, reclaman más pruebas y dicen que es un atentado contra su presunción de inocencia. Quien no cumpla con su manual tendrá que afrontar “las acciones legales pertinentes”.
Es verdad que las denuncias periodísticas tienen que cumplir con unos estándares para evitar que se violen derechos de las personas denunciadas de haber cometido un delito. Esto es muy distinto de esperar que la investigación cumpla los requisitos de una investigación judicial. Mientras que los denunciados gritan a los cuatro vientos que se viola su presunción de inocencia, dejan de lado que los juicios de la justicia y de la sociedad no pueden medirse bajo el mismo rasero.
La Corte Constitucional ha dicho que no se puede exigir que las denuncias periodísticas sobre delitos se fundamenten en información “indudablemente verdadera”, sino que exista un esfuerzo diligente para verificar, constatar y contrastar las fuentes y explorar los puntos de vista que pueda haber sobre los hechos. Pedir y pedir pruebas para que el periodismo pueda hablar sobre el acoso o violencia sexual es desconocer el contexto en el que se presentan estos hechos que, como lo explica la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, suelen suceder bajo un “ambiente de coerción creado por el agresor” que dificulta la existencia de pruebas directas. Peor aún, estas exigencias niegan el ejercicio de la libertad de expresión sobre un asunto que, según lo ha explicado la Corte Constitucional, está ligado a la dignidad de las mujeres y tiene una “protección reforzada”.
Esta técnica de acoso judicial, conocida como Litigio Estratégico contra la Participación Pública en varios países (o SLAPP, por sus siglas en inglés), es la cachetada leguleya de las personas en posiciones de poder para silenciar a periodistas, activistas y organizaciones no gubernamentales. Los que acuden a este mecanismo no necesariamente buscan una condena o una indemnización, pues ya es suficiente con ahogar a las denunciantes entre expedientes, honorarios de abogados, citaciones, desgaste y miedo. En palabras de Donald Trump, cliente frecuente de esa forma de censura: “Gasté un par de dólares en honorarios legales, pero ellos gastaron mucho más, lo hice para hacer su vida miserable, de lo que estoy feliz”. Esto no es algo nuevo en Colombia: la Fundación para la Libertad de Prensa registró 66 casos de acoso judicial contra 75 periodistas en 2019.
Otro de los efectos que suelen buscar estas personas es el de sembrar miedo en quien se haya atrevido a hablar o en quien esté pensando en hacerlo. En el caso de la violencia sexual, la intimidación judicial se vuelve en un ingrediente más para el silencio que suele existir por el miedo a las represalias o a la estigmatización. En Estados Unidos, varios poderosos de la industria del entretenimiento y de la política, al igual que empresarios millonarios, respondieron con demandas millonarias en contra de las mujeres que se atrevieron a denunciarlos por acoso o violencia sexual. Según cuenta una abogada de la organización Time’s Up, dedicada a apoyar a víctimas de acoso, esta práctica ha desincentivado a varias mujeres que quisieran denunciar.
Es difícil saber cuándo desaparecerá el miedo a denunciar. Trabajos como el que hicieron en Volcánicas para contar su relato sobre Guerra y en Las Igualadas para señalar a Quintero son esenciales para combatir ese miedo. La garantía de que las sobrevivientes mantengan su nombre en secreto no puede banalizarse al nivel de tratarlas como denuncias anónimas. La reserva de la fuente es un derecho que la Corte Constitucional ha protegido muchas veces porque, quien presenció o fue víctima de un hecho ilegal “desea naturalmente permanecer anónimo, cubierto de cualquier represalia en su contra”.
El uso de acciones civiles tipo SLAPP ha sido abordado en diversas partes del mundo, como en varios Estados de Estados Unidos. Por lo general, las leyes anti-SLAPP permiten que la persona demandada por difamación sea indemnizada cuando se logre probar que el litigio fue iniciado con fines de censura. En la Unión Europea, varias organizaciones y parlamentarios están pidiendo que se creen leyes similares en ese bloque de países.
Recientemente, la vicepresidenta de la Comisión Europea anunció que estaba trabajando para lograr medidas de este estilo y dijo que “los periodistas y las organizaciones de la sociedad civil deberían usar su experticia y tiempo en ser los guardianes necesarios para nuestras democracias, no en luchar contra litigios abusivos”.
Mientras tanto, el periodismo colombiano trabaja contra la corriente de amenazas y acoso judicial por parte de cualquier persona involucrada en casos de corrupción, violaciones de derechos humanos y violencia sexual. Guerra y Quintero se equivocan. Actuar de esta forma no limpia su nombre, si no que refuerza la imagen que crean las denuncias de acoso, pues quedan como hombres que usarán todo su poder y dinero para demostrar que las cosas se hacen como ellos quieren.
*A Emmanuel lo pueden encontrar acá.