Los encuarentenados hemos lanzado por todos lados fragmentos de nuestra intimidad, que no son explicación sino impulso, intuición pura.
“Me perdí en el rizoma de la zarza”, le leí a mis estudiantes esta frase de Los errantes de Olga Tokarzcuk, poco antes de que comenzara este encierro: “Precisamente lo volátil, lo móvil, lo ilusorio, equivale a lo civilizado. Los bárbaros no viajan, simplemente van directo a su objetivo o hacen incursiones de conquista”. Estas palabras fueron el inicio de una charla en la que le dimos vueltas a una idea sobre la escritura, arraigada en la mente de nuestro tiempo, como los matapalos que nacidos en la copa de un árbol, han ido extendido sus raíces hasta asfixiar a su anfitrión. La idea de que la escritura, a imagen y semejanza de la vida dentro del sistema capitalista, es un ejercicio de conquista, donde el escritor es el bárbaro que avanza a toda velocidad, sin detenerse, quemando bosques, arrasando poblados, en búsqueda de tesoros que al final, en la última línea, reunidos, una acumulación de logros, permitirán llegar a una verdad absoluta. Una verdad que se entiende como éxito. Un éxito que se entiende como felicidad. Avanzar sin detenerme me hará llegar más rapido a la felicidad. En eso consiste esta carrera frenética contra el tic tac del tiempo. Corre todos los días de un punto a otro, en la misma secuencia organizada, sin variaciones. No te desvies, produce, produce, que al final, todos esos tesoros acumulados te darán la felicidad.
Hoy, después de muchos días de encierro, ya no estoy segura si veinticuatro o veinticinco, tampoco importa mucho, compruebo como esta idea que los habitantes de nuestro tiempo hemos vivido en carne propia, hasta los límites de la ansiedad, que hemos reflejado en toda nuestra producción cultural (por lo menos en la que se ha consumido de forma masiva), de repente, sin ninguna intervención humana, sin ninguna revolución que quemara los cimientos del sistema, por efecto de un virus, de un bicho microscópico, por estos días, ha ido perdiendo materialidad en nuestros cuerpos. El coronovirus nos tiene encerrados pero libres y solos con nuestros temores dentro de nosotros mismos. Sin la ilusión de avance hacia el futuro que nos otorga el desplazamiento, de pronto no tenemos nada que conquistar y, por ende, ninguna promesa de éxito ni de felicidad. Acá estamos, perdidos en el rizoma de la zarza de nuestra propia intimidad, donde el tiempo es elástico y la experiencia es volátil, móvil e ilusioria. Ahora contemplamos. Ahora nos sumimos en divagaciones. Ahora recordarmos. Ahora nos permitimos la nostalgia. Ahora estamos obligados a convivir con nosotros o con nuestras familias, las veinticuatro horas de día. Ahora sentimos el impulso de hacer video llamadas. Oir las voces de nuestros seres queridos. Ahora soñamos. Ahora interpretamos esos sueños. Ahora publicamos en redes sociales, compulsivamente, nuestro presente más inmediato, nuestros pensamientos sin depurar. Ahora, por alguna misteriosa razón, recuperamos la palabra. Por ahí, algunos intelectuales estuvieron haciendo una llamada al silencio y la cordura. Si no entendemos todavía nada, dijeron, por qué mejor no callamos. Hay que dejar enfriar la historia para mirarla con objetividad. A esos, nos los pasamos por el forro, por machos, por bárbaros, por conquistadores. Los encuarentenados hemos lanzado por todos lados fragmentos de nuestra intimidad, que no son explicación sino impulso, intuición pura. La sabiduría de nuestros cuerpos por tanto tiempo silenciados. Somos todos, sin que hayamos caído en cuenta de ello, más mujeres y más feministas los encuarentenados.
Lanzamos por todos lados esos fragmentos que tal vez no dicen nada concreto, que no tienen ningún valor en el mercado de las verdades, pero que son la expresión de nuestros sentimientos. Sentimos los encuarentenados. Hemos vuelto a sentir, en plural, en esa persona gramatical deplorada también por los bárbaros que en su camino a la conquista se dan codazos y se ponen zancadilla. Hemos vuelto a sentir, no sabemos bien qué, todo y nada, pero lo hemos estado haciendo juntos, como un gran masa, como un corazón que palpita. Al matarnos, al empobrecernos materialmente, al quitarnos el futuro, el coronavirus parece habernos regalado la posibilidad de volver a comunicarnos. O mejor, de comunicarnos de otro modo.
Ayer, el gato me levantó a punta de maullidos, como es su costumbre por estos días de luna llena, a las 4:00 de la mañana, y me trajo hacia el estudio para que le abriera la persiana. Quería plantarse sobre el escritorio a contemplar la luna hasta que saliera sol.
Sin sueño ya, con ella gigante y soberbia sobre el cementerio Central, iluminando las “Auras anónimas” de Beatriz González, el columbario intervenido por la artista para recordar las víctimas del conflicto, frente al cual tengo la suerte de vivir, me puse a divagar en una página en blanco.
Me pasé a vivir a este apartamento justo antes de que se declarara la cuarentena y cada vez que me siento a escribir, tengo la sensación de que los muertos de nuestro largo conflicto, me mandan un mensaje del más allá. Que en realidad yo no escribo, sino que los transcribo. Que me he convertido en la escribana de unos muertos sin nombre.
“El cuerpo cree que tarde o temprano”, me dijeron, “la razón lo amará como a un cuerpo completo, que lo abrazará, que le escribirá un mensaje hablándole de su día, preguntándole por el suyo, que le contará historias sobre su pasado y le confesará sus pensamientos más profundos, que lo llevará a comer y a bailar, que le regalará un libro que guarda un mensaje secreto. Llevan una vida entera juntos, pero lo único que comparte la razón con el cuerpo es la cópula. Una vez la razón se derrama, con el corazón en la mano, palpitante y sangriento, se queda parado por unos segundos en el borde del cuerpo como si este fuera un abismo, un botadero. Mira el corazón que trae en la mano. Tiene la tentación de quedárselo, de ponérselo de nuevo en el pecho, pero mejor lo arroja, se pone la ropa y huye del cuerpo sin mirar atrás. Es una cobarde la razón. Solo los cobardes se deshacen de su propio corazón. Así le enseñaron que debía tratar al cuerpo, como una trampa para su libertad. El caso es que el cuerpo, que todo lo sabe mejor, que es paciente y terco como una mula, que está siempre lleno de deseos, es decir de esperanza, se da cuenta que durante los minutos que la razón lo penetra, ella, esos millones de fragmentos rotos, se vuelven un espejo, en el que se refleja toda. El caso es que el cuerpo sabe, que solo dentro de él, la razón se siente completa, pero después de siglos de entrenamiento patriarcal, la razón no logra dimensionar la profundidad de este encuentro. La razón sigue siendo un macho en el sentido estricto de la palabra, y el cuerpo es una hembra. Ser hembra, en la lógica de la razón, es ser la receptora. Nunca interlocutora. La razón dice que se está deconstruyendo, pero nada que la logra. El cuerpo sigue siendo su recipiente. El recipiente en el que ella, la razón se derrama. El botadero donde se deshace de su corazón”.
Y yo, lo único que espero, ahora que los encuarentenados nos hemos visto empujados a vivir tanto tiempo dentro de nuestros cuerpos, es que cuando salgamos de ellos y nos incorporemos al flujo del mundo, recordemos la relación que intuitivamente tuvimos con ellos, durante los interminables días del encierro.
Yo, lo único que espero es que la razón ame al cuerpo como debería amarlo, que deje de tratarlo como a la moza, que se convierte en su interlocutor. Tal vez ahí, en ese encuentro honesto y verdadero, se encuentre destino, uno que es como un rizoma de la zarza, por el que transitamos, buscándonos, encontrándonos, perdiéndonos, oyéndonos, construyendo juntos no una, sino muchas verdades, no uno sino muchos caminos, distintos al de lo bárbaros que han llenado nuestros cementerios de muertos sin nombre, que nadie llora, que nadie recuerda, porque hay que avanzar. El éxito espera a las razones sin cuerpo al final del camino. No hay lágrimas. Solo felicidad. Yo espero que el éxito no nos espere más.
Andrea es escritora. La pueden seguir leyendo acá.