CoronaBlog | Día veintinueve: sacar al perro | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día veintinueve: sacar al perro Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día veintinueve: sacar al perro

José Luis Peñarredonda - abril 14, 2020

Nuestros paseos no han cambiado mucho, la verdad. Acaso ahora los disfrutamos más que antes: hay menos gente, menos perros y más paz. Él es más bien sedentario y asocial, como el amo.

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

 

Ícaro tiene una rutina. Faltando un cuarto para las seis de la tarde, se levanta de su siesta vespertina, estira su lomo y viene a mi escritorio a pedirme que lo saque. Se sienta al lado y comienza a protestar, primero suavemente y luego con impaciencia. Mientras termino lo que estoy haciendo, le pongo la correa y busco una chaqueta, comienzan a aparecer las primeras nubes violetas del ocaso.

Salir por la tarde es un lujo, sobre todo desde que a Bogotá le ha dado por burlarse de los encerrados con una seguidilla de atardeceres obscenos. El aire está limpio, fresco y tibio; y la gente afuera ya no está cansada y hastiada, como en las tardes del pasado, sino agradecida de poder aventurarse en las calles vacías.

Nuestros paseos no han cambiado mucho, la verdad. Caminamos, a veces lo suelto para que corra, él le ladra a todo el que le caiga mal —perro o no. Acaso ahora los disfrutamos más que antes: hay menos gente, menos perros y más paz. Él es más bien sedentario y asocial, como el amo.

Al comienzo fue difícil. No sé si por el insomnio, la angustia o la novedad, pero una de las primeras tardes de la cuarentena, en una esquina del Parque Nacional, Ícaro y yo nos gastamos nuestros veinte minutos de calle buscando alguna evidencia de que el mundo aún no se había acabado. Él husmeaba en los árboles el olor fugaz de los orines de otro perro. Yo intentaba oír el aleteo de alguna paloma, o los pasos de algún caminante sobre la hierba.

Lo único que había eran rastros: una colilla de cigarrillo o el sonido de un contador de agua o de electricidad, un traqueteo como de reloj de cuerda que yo nunca había escuchado. A lo lejos se oían los rugidos de diésel de los buses vacíos, que corrían sin ningún oficio hacia ninguna parte. Era un mundo autómata, que seguía moviéndose sin saber para quién.

Ese día el cielo estaba gris; el aire, pesado; y las nubes, bajas, como a punto de aplastarnos a todos. Nada se movía y el silencio era de piedra. Todo lo importante estaba pasando en otra parte: en las salas de urgencias, en las bases de datos, las redes de fibra óptica, las oficinas de gobierno y en las plazas de mercado. Nuestro rol era el de navegar la incertidumbre, y menos mal que podíamos cumplirlo caminando.

Esos fueron los días raros, en los que casi nadie podía dormir y la gente en Twitter hablaba de desajustes energéticos y averías metafísicas. Hasta Ícaro, que es un ser de hábitos rotundos, hizo algo extraño. Se comió su concentrado con fruición, como siempre, pero no me trajo su pelota chillona para que se la lanzara al otro lado de la sala, como hace siempre. En cambio, se sentó frente a una pared y se quedó quieto, como si estuviera leyendo un oráculo. No se inmutó ni con los chillidos de su pelota, ni con el sonido de la gaveta donde guardamos sus galletas. Al rato se fue a dormir, sin pedir sus caricias en el lomo de todas las noches.

Pero el cielo se fue despejando con los días y la vida en cuarentena se nos hizo más vivible —o tal vez aprendimos a ignorar el desastre. En parte porque la ruina económica nos ha esquivado hasta ahora (#privilegio), y en parte porque la vida de freelancer ya se parecía mucho a esto: una combinación de aislamiento social, incertidumbre económica y hábitos poco saludables. Ícaro ya estaba acostumbrado a verme pasar horas frente al computador, ya tenía su reloj biológico bien sincronizado con mi reloj laboral.

¿Qué nos va a pasar cuando la cuarentena se acabe? Quizás vamos a extrañar el silencio, el aire limpio y las calles vacías. Pero no vamos a extrañar esa sensación de que todo se está acabando silenciosamente. Si bien es tiempo de un revolcón radical, yo sí preferiría un fin del mundo un poco más entretenido. Es que el apocalipsis iba a ser una película de acción, no un thriller psicológico.

 

José Luis es periodista. Lo pueden seguir acá.