Toda la vida es un baile y te pueden bailar.
Abril 8
En otras noticias, el Presidente alargó la cuarentena hasta el 20 de este mes. (Había insinuado que la cuarentena sería levantada de manera paulatina y por medio del eufemismo dijeron que iba a ser un proceso “inteligente”).
A Boris Johnson lo ingresaron a cuidados intensivos luego de que diera positivo hace varios días.
Daniel Ortega, el dictador en Nicaragua, no aparece desde hace 26. La prensa internacional especula que murió de coronavirus y que el régimen intenta alargar la agonía y la noticia.
Es curioso cómo hoy, para un mandatario, al menos de este lado de Occidente, es imposible no aparecer públicamente durante días sin que lo den por muerto. Como si la presencia mediática, como si la reiteración de su imagen en pantalla y en los radios, fuera prueba de su vitalidad.
Pienso en esos monarcas antiguos, lejanos, que durante su reinado de hongos nunca le dieron la cara al pueblo, que se mantuvieron encerrados en sus tronos y emitían decretos o bulas en medio de orgías fantásticas.
Pienso que a pesar de que los súbditos nunca hubieran visto la cara de su rey, seguían siendo fieles a su dominio y a sus leyes. La ausencia no implicaba la falta de poder. La muerte. Quizás lo más cercano a la imagen del monarca fuera una moneda de cobre acuñada con su cara chueca y valiosa.
Hoy, las cosas son distintas. La ausencia es amenaza. La circulación invisible se ha convertido en el miedo mayor. La estructura genética que no se deja ver obliga a las personas al exilio de sus casas, empuja a los gobernantes a las camas de hospital.
Mediodía
Ya es semana santa, pero se siente como una cualquiera. Este encierro le ha quitado la especificidad a los días. El tiempo transcurre a tropezones, sin fechas que organicen este lento vértigo. Los fines de semana sólo profundizan la repetición. Ya ni siquiera son días libres de trabajo.
Desde hace unos días veo a un copetón que se para en el árbol de la ventana (siete cueros rastrero) y luego vuela a la enredadera de la pared con un pedazo de paja entre el pico. No me aventuro todavía a salir a buscar entre el matorral el nido que construye el pájaro de rayas.
Supongo que el calendario, ese sistema social de valor del tiempo, está cada vez más en entredicho. Como si las normas que dan estructura a los días estuvieran siendo impuestas por parámetros propios y secretos.
Mi rutina comienza con los sueños, justo cuando me voy a despertar y esas imágenes de novela alucinada se vuelven aventuras y cobran un color y unas texturas muy intensas. Me despierto. Recuerdo que seguimos en cuarentena y veo cómo los pensamiento le madrugan a la rutina y atiborran mi cabeza con su ruido. Ejercito la espalda, la cadera, los músculos de los hombros y del cuello. Me siento y medito durante algunos minutos (he leído muchas cosa estos días contra la meditación en cuarentena, quiero reflexionar más sobre eso). Salgo al baño, orino (si estoy de buenas, dejo el bollo que vacía la panza en la mañana) y me voy a prepara un tinto. Paso la mañana frente al computador, leyendo mensajes de whastapp (a veces respondiéndolos) y escribiendo en varios archivos abiertos de Word al mismo tiempo. Almuerzo. Vuelvo al cuarto y me tiro en la cama a leer unas páginas del libro que me ocupa en ese momento (ahora mismo se trata de la historia de los viajes portugueses alrededor de África y por el Océano Índico: el subtítulo describe a Portugal como el primer imperio global y no sé si eso tenga algo que ver con la libre circulación del covid-19…) Me vuelvo a sentar frente al computador y entre lectura de noticias y escritura me paso las horas hasta que comienza la noche. Como algo (quizás repito lo que haya sobrado del almuerzo). Voy al baño y me pongo debajo de la regadera y pienso en el día y normalmente en ideas para escribir alguna entrada en este diario. Vengo al cuarto y me siento frente al computador, pongo música y hojeo algún libro. Cuando ya va siendo tarde, me tiro en la cama y me pongo a leer las aventuras portuguesas. Me acuesto y me dispongo a entrar en el mundo de los sueños y esto se repite y se repite y se repite.
¿Cuál ha sido el quiebre narrativo que se ha impuesto desde la cuarentena? Si vivimos en un tiempo dislocado, estancado (y por ahora sin aviso de futuro), ¿cuál es el ritmo que marcan los días? Ya no parece ni siquiera que contemos días en el calendario (sólo los contamos para iniciar entradas de un diario). ¿Cómo narrar el tiempo suspendido?
Hora de almorzar.
Noche
Releo un texto mío de hace un año. Qué manera de hablar mierda.
Pero el texto no es lo importante sino un video que colgué en ese momento y que era una forma de mostrar cómo las enseñanzas del amor se tergiversan para que tarugos, en todas parte del planeta, justifiquen la muerte en nombre de un dios inmicericordioso:
La joven adulta, como dice una amiga, aseguraba en ese entonces (terremoto de Fukushima) que el desastre –la prueba de la grandeza de Dios, dice ella– iba a llegar a Estados Unidos en cualquier momento. “Japón es un lugar fantástico para empezar, pero cuando golpee a Europa y una vez llegue a Estados Unidos va a ser demente. Y es mejor que los ateos se preparen porque cuando llegue la pascua todo el mundo sabrá que Dios es real”, dice la joven adulta con un cinismo brutal.
Imagino a esa joven adulta, ahora mismo, en ese mismo cuarto donde grabó su video hace cerca de diez años. Por un momento me inclino a pensar que es una suerte de justicia natural que le caiga el virus a su país con toda la enjundia, como cumpliendo sus palabras y que quizás la joven adulta, 10 años en el futuro, está ahora asustada y asediada por el virus invisible. Y que ahora ella se arrepiente de lo dicho. Pero luego me inclino a pensar que no, que el fanatismo justamente es una forma de leer. Un modo de leer extraño, perverso y torpe; pero un modo de leer, al fin y al cabo, que implica en este caso la celebración de muchas muertes.
¿Cuáles van a ser los modos de leer después de todos esos muertos?
Jueves Santo
Siguiendo con esto que anotaba anoche, encuentro una relación estrecha entre la macabra joven adulta y las aventuras de los portugueses por el Océano Índico a comienzos del siglo 16. Llamarlas aventuras es una cortesía. Una ligereza. Lo de los portugueses durante las primeras navegaciones de reconocimiento, dirigidas por Vasco Da Gama, eran sobre todo una carnicería. Da Gama cumplía, como la joven adulta, la torpe lectura del fanático. Él –ferviente católico que comulgaba con la ideología de las cruzadas, con arrasar del mundo al “enemigo moro”– no supo leer las complejas relaciones comerciales que había en el Océano Índico y el papel, también complejo, de los musulmanes en ese escenario.
La diplomacia de Da Gama consistía en el cañón.
Faltarían varios siglos para que personas como Gramsci o Valéry vinieran a decirle a él –y a todos los acólitos de la fuerza bruta– que no basta el plomo limpio para gobernar o comerciar las aguas. “La era del orden es el imperio de la ficción. Ningún poder es capaz de sostenerse con la sola opresión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”. El Imperio Portugués, a través de Da Gama, adolece de un poder narrativo lo suficientemente sólido para hacer-creer.
Todo esto para decir que hoy es Jueves Santo. El Papa celebra la misa de la Cena del Señor en una basílica de San Pedro vacía, monstruosamente vacía.
Alguien observa la transmisión de la misa en un televisor a un Océano de distancia.
Otro más ojea una novela rusa en la que un nazareno de alpargatas se lamenta por la mala interpretación de sus palabras.
Otra más observa un documental inmenso sobre el reino de los hongos y el basto ciclo de la vida.
Otro escribe unas palabras ciegas que irán a parar a la licuadora del sentido. Todos bailan en esta fiesta suspendida, alrededor de esto hoyo de los tiempos, todos danzan, ¡y que dancen!, ministros, presidentes, dictadores, navegantes, redimidos, nazarenos, viejas ratas con bastones, bailan todos al ritmo del prodigio, del prodigio eterno, de un paréntesis eterno, de cimbronazos y fractales de conciencia. Todos bailan y entre todos, la oscuridad suprema a la que habrán de volver una vez termine el paso.
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Santiago aparece por acá.