Es imposible no mirar hacia atrás por el sosiego del presente y la incertidumbre del futuro. Hoy no nos movemos, por lo que nos agarramos de los recuerdos para existir.
He pensado bastante en el futuro. Sé que no soy el único, que es el tema en muchas casas, conversaciones por WhatsApp y sesiones de Zoom. Es de esperar que estemos pensando en el día después, más aún con las noticias de las últimas semanas: que a pesar del confinamiento, la curva de contagio no baja y la cuarentena no se levantará del todo; que las actividades sociales, como ir a un bar por unas cervezas o asistir a un concierto, posiblemente queden canceladas por 18 meses; que a varias pequeñas y medianas empresas solo les queda un meses de dinero, luego no tendrán con qué pagar el sueldo de sus empleados; que todavía no hemos llegado a la etapa más crítica de la pandemia.
Según esas noticias, el futuro nos debería aterrar o por lo menos preocupar. Pero en estos días reflexiono sobre él cayendo en la nostalgia. Es imposible no mirar hacia atrás por el sosiego del presente y la incertidumbre del futuro. Hoy no nos movemos, por lo que nos agarramos de los recuerdos para existir. Éramos felices y no lo sabíamos, leo en Twitter.
El futuro que queremos y anhelamos para el día después es el pasado, el momento antes del inicio de este presente. Deseamos la continuidad de nuestras vidas. Amigos han publicado en sus redes sociales, más de lo normal, fotos y videos de los viajes que hicieron o de las fiestas a las que asistieron. Recuerdos de días en los que fueron felices, quizá sin saberlo. Como la vez que que fueron a la playa con la pareja o la noche en que celebraron el cumpleaños en la discoteca de moda. Como el paseo a la finca con piscina que alquilaron entre varios o el concierto donde terminaron embarrados de lodo, drogados y borrachos.
Hace unos días, en un grupo de WhatsApp que tengo con unos amigos compartieron fotos y videos del fin de semana en el que hicimos una fiesta en una finca de Melgar (¿o era Girardot?). Esa vez bebimos demasiado, bailamos hasta la madrugada, dormimos pocas horas. Después de recordar con felicidad esos días, alguien sugirió: “Organicemos de una vez el próximo paseo”. Varios respondimos que habláramos de eso en 2021. Yo pienso que no volveremos a hablar de eso, porque quién sabe hasta cuándo podremos volver a hacer un fiesta como la de aquella vez.
Esta pandemia no será un simple bache en la línea de tiempo de nuestras vidas, donde luego del parón la línea seguirá su curso y velocidad normal. La raya se ralentizará, no correrá al mismo ritmo de años anteriores. Está sobredicho, pero la pandemia realmente sí nos cambiará. No habrá continuidad, como tampoco habrá otro paseo con mis amigos. O quizá sí, pero no como nos lo imaginamos.
Así que dejaré de pensar en el futuro desde la nostalgia. Voy a despedirme de los recuerdos para ir acostumbrándome a la nueva normalidad. Decirme: no volveré a vivir lo que viví. Por eso quiero hacer una última fiesta, una celebración final. Bueno, al menos imaginarla.
¿Cómo imagino el sitio? Como el bar al que íbamos con una novia que tuve a los 20 años. El primer piso de una casa donde ponían buena música y el alcohol no era costoso. Siempre quise regresar, pero lo cerraron tiempo después. Le agregaría dos ambientes como el lugar al que fui el fin de semana antes del comienzo de la cuarentena obligatoria. Lo quiero así porque una parte de mis invitados preferiría charlar y tomarse una tragos, mientras que la otra parte seguramente querría bailar toda la noche.
¿Qué licores se ofrecerían? Le he tomado cariño al ron, solo o acompañado. Pero la barra tendría todo tipo de botellas. No escatimaría en gastos. La fiesta duraría hasta la 5 o 6 de la mañana. Bailaríamos, reiríamos, nos tomaríamos fotos con los celulares, terminaríamos borrachos. Luego a dormir, para que cuando nos despertemos y abramos los ojos ya estemos en la nueva normalidad. Un puñado de imágenes nos quedará para recordar que éramos felices.
José es periodista de Pacifista! y lo pueden seguir acá.