CoronaBlog | Día nueve: me mudé a una casa abandonada | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día nueve: me mudé a una casa abandonada Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día nueve: me mudé a una casa abandonada

Esteban Duperly - marzo 25, 2020

Ojalá en esta casa no existan más hermanos zarigüeya porque me voy a pasar la cuarentena arriando animalitos hasta el solar y pues tengo mucho que hacer. Cosas como abrir otra vez la nevera. O sentarme en una silla a mirar la pared. 

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

 

25 de marzo:

Me agarró esta pandemia recién mudado a un pueblo. Los jinetes del apocalipsis apenas venían asomándose en la curva cuando, por un historia de esas largas y con muchas partes, llegué a vivir a una casa grande, que me queda enorme, como cuando uno se ponía el saco del papá. La casa tiene patio, solar, corredores largos, varias habitaciones amobladas, y en todo este palacete desocupado vivo yo, solo. O bueno, lo de ‘solo’ resultó un decir.

Porque la primera noche apareció la zarigüeya. Como estoy recién llegado de la ciudad en la que todo da susto, dije: “Se metieron los ladrones“. Es que alta ya la madrugada, pero todavía muy oscuro, oí ruidos: cosas que se movían en alguna parte en esta inmensidad de tapias. Sonaba como si se estuvieran entrando por las puertas. O por las ventanas. O por las dos partes al tiempo. Con la vida entera empacada en cajas yo no tenía con qué defenderme –no que yo sea hombre de armas, pero en alguna bolsa debajo de otra bolsa debía estar la navajita de bolsillo– entonces medio me asomé, y medio miré para aquí, y después para allá, y junté valor y saqué la cabeza por el marco de la puerta, hasta que ya más confiado prendí la linterna del celular y alumbré hacia el tejado. Y ahí la vi: encorvada, como un viejo jarretón, una zarigüeya barrigona atravesaba las tejas haciendo crujir todo. Caminaba, además, dentro de la canoa que recoge lluvia sacándole sonidos de lata.

En las noches que siguieron, y a medida que apretaban la cuarentena, me di cuenta de que el caserón este tiene sus sonidos. Todos son causados por animales, porque la propiedad estuvo deshabitada por años y de repente llegó un intruso. Es decir, yo, que por derecho de ocupa solo tengo un papel. Hay un gato que también camina por el techo a cualquier hora y viene todos los días a cagar acá. Y un murciélago que vuela por el corredor. En fin, volvamos a la zarigüeya: por las noches campea por el techo y por el solar, y en la mañana amanecen aguacates ruñidos en un árbol que hay afuera. 

Entendámonos: las zarigüeyas me parecen animales extraordinarios y respeto mucho su función de diseminadoras de semillas, pero con esta del tejado la relación empezó a estrecharse más allá de mi gusto. Hace seis días oí ruidos extraños en una de las bajantes de lata que desde la canoa del techo desagua al patio. Como algo he ganado en experiencia no me asusté sino que hablé como cualquier baquiano de por acá: “Eso debe ser un animal“. Pero a la tarde siguiente, en la víspera de que empezara el encierro duro, una amiga que estaba de visita vio una sombra pequeña que pasó rauda y fugaz. Vino entonces el grito: «¡Una rata!». Y en efecto por el agujero de la bajante del patio se ocultó un cuerpecito oscuro del que solo alcancé a ver la cola que desapareció tubo arriba, buscando el techo.

Un instante después una matera se empezó a mover. Y al tiempo emergieron entre el follaje un par de orejitas y unos ojitos que chispearon con la linterna del celular –otra vez yo, armado–  pegado todo a un cuerpecito negro y peludo que, sin embargo, no se movía con la sagacidad de las ratas de alcantarilla sino con la torpeza de una zarigüeya bebé. Entró por la bajante, tal como su hermana, y enrumbó tubo arriba, haciendo los sonidos de uñas que yo había escuchado noches atrás. Quién sabe cuánto llevaban en esas. 

Al pánico de tener ratas invasoras le siguió el descanso de saber que se trataba de zarigüeyas. Pero al descanso de saber que se trataba de zarigüeyas le sobrevino el pánico de las camadas numerosas que echan al mundo estos animales. El panorama era este: quién sabe cuántas crías recién destetadas empezaban a explorar su mundo circundante. Hermoso, sin duda, si ese mundo no fuera mi casa. 

En esas estaba, entre pánicos y descansos, cuando una nueva sombra cruzó el corredor. Pero erró la salida al patio y en cambio fue a parar al estudio en donde trabajo y escribo. Entonces salimos mi amiga y yo en persecución: yo con cara de angustia –y con la linternita del celular prendida, claro, si no qué más– y mi amiga feliz, dando saltitos y grabando un video y gritando: “Ay qué lindo, una zarigüeyita bebé“. 

Al llegar al cuarto el animalito ya no estaba, porque es sabido que los animales silvestres cuando uno viene ya ellos van. Entonces regresamos al patio y alumbrando y alumbrando detrás de una matera brillaron unos ojos: “Apareció la perdida“, grité yo. Pero con el grito, citadino y bobo que es uno, la asusté. Entonces salió corriendo y se metió a la sala que está llena de sillas y poltronas y mesas de esas pesadas, y tuvimos que perseguirla de esquina a esquina, dando gritos de esos que uno da cuando se le mete a la casa un animal, hasta que logramos atraparla en una de las cajas del trasteo llena de peroles que tuve que vaciar de afán. La sacamos al solar y la zarigüeyita salió de la cajeta por sus propios medios. Se dirigió hacia una era con flores con una seguridad de movimientos que decía algo así como “no se preocupen, yo me sé el camino a casa“.

Con el tercer vector neutralizado, como dicen los controladores de plagas, cerré las puertas y tapé con rocas las bajantes. Mi amiga se fue, porque la cuarentena ya empezaba.

Al despertar encontré adornos en el suelo. Cosas que no estaban donde las dejé. Y en la cocina la bolsa de los condimentos había sido explorada. La pista era clara: otra zarigüeya continuaba adentro. Hice cuentas: con esta serían cuatro. Entonces busqué en Google y se me contrajo el plexo solar: mamá zarigüeya puede parir hasta doce crías. Pero ahí mismo me invadió una fe de recién encuarentenado: quizá se trate de una camada pequeña…

Como las zarigüeyas son animales crepusculares, tuve que esperar a que cayera el sol para comprobarlo. En la tarde, sin embargo, estuve ocupado como recomienda la OMS: me dediqué al bricolaje. Clausuré las salidas –y entradas– de las bajantes con una malla metálica que encontré y varias abrazaderas plásticas A las seis de la tarde me embosqué en torno al patio y una hora más tarde empezaron los sonidos de uñitas dentro del tubo de la bajante. Felizmente la estrategia de contención funcionó y con ello aplanamos la curva de visitas.  

Entonces, satisfecho, me fui a ver Netflix. Y en esas estaba cuando, paralelo al sofá, corrió una sombra cuyo patrón de movimiento ya me sé de memoria. Resulta que las chuchas, como les decimos acá en la tierrita a las zarigüeyas, corren de una forma muy particular: como rápido pero como lento, y medio encorvadas a lo armadillo. Otra vez vino la persecución, el asomarse bajo mesas, el correr sillas, los griticos agudos, el intentar arriar al animalito con un paraguas cerrado, el abrir todas las puertas de par en par, y esto por acá es tierra fría. Al final salió cuando le dio la gana, en dirección a la misma era de flores por donde, parece, encuentran todas el camino a su madriguera.

Era el momento de retomar las cuentas: cuatro zarigüeyas fuera de la casa, a saber. Si al gato del techo lo puse Gonorrea –porque cuando aparece le grito: “Pillado, gonorrea”– con estas me decidí por algo tierno. Nombre: Zari, y para diferenciar a cada individuo le asigno un número romano, como en las dinastías monárquicas: Zari I, II, III y IV.

Pero la familia era grande. Faltaba por aparecer Zari V, que me la topé hace dos días a plena luz del sol metida en una de las cajas del trasteo todavía sin desocupar, y que abrí cuando sentí un revolcar de cosas adentro. Al verla yo salté, ella saltó, pero nos recuperamos pronto del susto y de común acuerdo decidimos que podía viajar hasta el solar en una coca plástica que dejé, dónde más si no, al pie de la era con flores. Zari V se fue, caminando, después de dejar una pequeña y apestosa bolita marrón dentro del transporte. 

A Zari VI la descubrí anoche husmeando por el comedor, cuando pensé que ya nada más iba a violar mi cuarentena. La secuencia de persecución que tuvimos sonaría bien con el temita del Show de Benny Hill. Finalmente salió por la puerta de atrás, hacia el solar que es más de ellas que mío. 

Así vamos. Confío en que Zari VI en realidad no haya sido la misma Zari III que pudo volver a entrar, porque entonces estaríamos caminando en círculos. Y deseé, la diosa Gaia me perdone, que ojalá no existan más hermanos zarigüeya porque me voy a pasar la cuarentena arriando animalitos hasta el solar y pues tengo mucho que hacer. Cosas como abrir otra vez la nevera. O sentarme en una silla a mirar la pared. 

 

Esteban es periodista, fotógrafo y escritor. Lo pueden seguir leyendo acá.