CoronaBlog | Día diecinueve: El Gran Hermano (versión COVID-19) | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día diecinueve: El Gran Hermano (versión COVID-19) Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día diecinueve: El Gran Hermano (versión COVID-19)

Julia Alegre - abril 4, 2020

La tarea de los gobiernos en este momento no puede ser la aplicación de normas y modelos de vigilancia que descansan en la creencia de que las personas necesitamos de un ente superior que vele por nosotros ante nuestra incapacidad de hacer lo correcto.

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

 

Resignación: entrega voluntaria que alguien hace de sí poniéndose en las manos y voluntad de otra persona. Así es como nos han pedido que procedamos en estos momentos durísimos de pandemia: resignados. No te quejes, no cuestiones, no rechistes, porque la prioridad es frenar la expansión del COVID-19 a como dé lugar. Y mientras vivimos estancados en nuestro personal día de la Marmota, como en la película ‘Grounghod day’ (véanla), protagonizada por el gran Bill Murray en 1993, cada vez más anestesiados y confinados —y resignados—, se suceden las medidas que atentan directamente contra nuestras libertades civiles. Al amparo del pánico colectivo y la excepcionalidad de los tiempos que corren, el fin justifica los medios. Una vez más.

Recuerdo cuando estalló la crisis económica de 2008 y se volvió norma reprender a aquellos que, habiendo conservado sus puestos de trabajo, protestaban contra los recortes salariales y la pérdida de derechos laborales. Medidas que tomaba el empleador de forma unilateral siguiendo las recomendaciones que emitían día sí y día también los poderes económicos nacionales e internacionales para salvar los mercados. “No seas insolidario, por lo menos no te han echado”, te increpaban. Sí, tenías trabajo y eso era mejor que no tenerlo. No protestes y agradece, ingrato.

Los atentados del 11 de septiembre evidenciaron años antes lo fácil que les resulta a los gobiernos fracturar nuestro sistema de valores democráticos y convencernos de la pertinencia de intervenir nuestra privacidad individual por el bien supremo de la seguridad nacional y el interés común. Calles, restaurantes y tiendas se llenaron entonces de cámaras de videovigilancia. Espacios públicos y establecimientos privados por igual que, casi 20 años después de la tragedia, lo monitorean todo en cualquier rincón del planeta y a todos, porque en la actualidad todos somos sospechosos de cometer un ataque terrorista. Tú, ciudadano de a pie, dedícate a sonreír a la cámara que papá Estado te cuida.

Dos escenarios clave para entender nuestra historia reciente en los que aparece un común denominador: el miedo. Miedo a perder un trabajo, miedo a que tu compatriota te ponga una bomba, miedo a que el vecino atente contra tu integridad… Y por ese miedo del que se valen convenientemente los gobiernos, admitimos que estos nos priven de ciertas libertades y vulneren nuestra privacidad de forma sistemática. 

La historia se repite ahora con el COVID-19. “No te quejes del confinamiento”, me dicen. “Agradece que no estás en la cama de un hospital y sí en la tranquilidad de tu hogar viendo la vida pasar”. Conformidad, tolerancia y paciencia ante las adversidades. En el campo de la economía (extrapolable a la política) es lo que se conoce como ‘La teoría del empujón’: empujar o incitar a la población a que adopte determinadas actitudes, sin coacción, mediante la alteración de su entorno o a partir de pequeños incentivos. Es una intervención metódica y sutil en el comportamiento humano encaminada a que escojamos la opción más fácil sobre la más adecuada.

El lunes de esta semana saltó la noticia aquí en España (de aquí soy) de que los operadores de telefonía proporcionarán datos de localización de los celulares de sus usuarios a la Comisión Europea para “facilitar el seguimiento de la expansión del coronavirus”. Cantidades ingentes de información personal de ciudadanos anónimos que se suman a los que ya recolectan Italia, Alemania, Austria, China, Singapur, Corea del Sur, Israel o Taiwán para vigilar qué ciudadanos están cumpliendo las normativas de confinamiento y quiénes no. Pregunta: ¿es la salud más importante que nuestra privacidad o derecho a movernos libremente sin que nos espíen? ¿Alguien me ha preguntado a mí, a ti, si quiero que la información relativa a mi geolocalización esté en manos de mi gobierno? ¿Quién la maneja y cómo? 

Las autoridades pertinentes informaron que todos esos datos serán borrados una vez haya pasado la emergencia. Pero, ¿y eso cuándo sucederá? ¿Cuándo y quién determinará que hemos superado la pandemia? ¿Cuándo nos permitan salir de casa? ¿Cuándo den con la vacuna? ¿Será hasta el próximo año cuando las autoridades sanitarias comprueben que no es un virus estacionario?

Hace menos de una semana me encontraba en el Sudeste Asiático viajando sola, libre y con mi mochila a cuestas. Un viaje que emprendí a finales de 2019 tras ahorrar juiciosa durante seis años, renunciar a mi trabajo como periodista en uno de los periódicos más importantes de Colombia y abandonar ese país que fue mi hogar durante seis maravillosos años. Cuatro meses me duró la aventura, hasta que el cierre de fronteras generalizado que se sucedió de un día para otro en los países de la región me obligó interrumpir mi periplo de forma abrupta. Ni había adonde ir ni las visas de turista son eternas. Así pues, atendiendo a mi responsabilidad ciudadana y entendiendo que estamos ante una situación de emergencia mundial sin precedentes, me devolví a mi país.

Empezó así mi odisea personal para retornar a casa. Entre esperas eternas en diferentes aeropuertos y vuelos interminables y vacíos, sumé cerca de 50 horas de trayecto en las que también debí sortear una caza de brujas inédita: funcionarios armados con termómetros midiéndome la temperatura en cada entrada y salida a terminales y aviones. Yo solo rezaba porque ese aparato infernal no marcara los 37,5 grados de temperatura y los carceleros me dejaran varada en tierra de nadie. Llegué sana y salva

Ahora en la tranquilidad de mi hogar, resignada y aislada por si he traído el virus conmigo, reflexiono. A mí nadie me obligó a hacer uso del sentido común y devolverme a España, donde la situación es alarmante en casos y muertos, para no poner en riesgo al resto de pobladores de este mundo demente. Yo solita, como individuo en pleno ejercicio de mis facultades, sujeto de derechos, libertades y autonomía, me recorrí medio planeta para poder alcanzar un lugar seguro para confinarme hasta que la pandemia pase.

Creo firmemente que el deber de mis gobernantes es el de confiar en que yo, como el resto de mis compatriotas, haremos buen uso de las obligaciones y deberes que ostentamos como ciudadanos de un estado social, democrático y de derecho. Su tarea no puede —ni debe— estar enmarcada en la aplicación de normas autoritarias y modelos de vigilancia digital que descansan en la creencia de que las personas necesitamos de un ente superior que vele por nosotros ante nuestra incapacidad o ineptitud de hacer lo correcto. Hay una sutil diferencia entre la proporcionalidad de las medidas y extralimitarse en las funciones. Y el uso injustificado e indiscriminado de big data entra dentro de este último apartado.

Pero en este confinamiento obligado, se abre también una ventana para replantearnos qué esperamos del Estado. Cuál debe ser su rol de aquí en adelante, no solo en tiempos de coronavirus. ¿Estado-nación hegemónico e intervencionista? ¿Estado paternalista y proteccionista al extremo? ¿Estado solidario cooperativista? ¿Estado que cuida del interés común pero que no sobrepasa los límites del individual? 

Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estado Unidos y autor, junto con otros intelectuales, de la Constitución de ese país, dijo alguna vez, allá por el siglo XVIII, que un pueblo que esté dispuesto a sacrificar un poco de libertad por un poco de seguridad no merece ni la una ni la otra, y acabará perdiendo ambas. Hay cuestiones que no son negociables. Asustados, preocupados, con miedo o sin él, nuestras libertades civiles y derechos individuales no son negociables. Ojalá no nos convenzan de lo contrario.

 

Julia es periodista y por ahora vive en España. Pueden seguirla aquí.