En una comparación fría: por cada persona muerta en una masacre se cuentan cuatro desaparecidos.
- Foto por Juan José Toro.
Solo pensar que en los últimos 45 años cada ocho horas una persona fue víctima de desaparición forzada en Colombia es aterrador. Pero es así. La estadística fue confirmada por el Centro Nacional de Memoria Histórica y quedó consignada en su más reciente informe Hasta encontrarlos, el drama de la desaparición forzada en Colombia. El país, según el CNMH, es dueño de una cifra escalofriante, pues cuenta con 60.630 personas víctimas de desaparición forzada, superando así el resultado de la suma de las víctimas de las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay, según datos oficiales.
Este informe aporta nuevos interrogantes, pues la cifra que revela sobrepasa los registros de otras instituciones como la Unidad de Víctimas, la Fiscalía o Medicina Legal. El nivel de certeza necesario para desafiar las cifras oficiales se logró a punta de confrontación y depuración de bases de datos existentes hasta llegar a la conclusión de que la cifra de víctimas de desaparición forzada en el país es esa, 60.630 personas, contadas entre 1970 y 2015.
La desaparición forzada es un crimen doloroso que se extiende en el tiempo y carga de incertidumbre a los familiares que se quedan esperando noticias del desaparecido. Es un acto que no solo busca invisibilizar el crimen desapareciendo un cuerpo y entorpeciendo cualquier posible investigación, sino borrar del mapa a la víctima. En el país, de esos más de 60 mil desaparecidos sólo se conoce el paradero de 8.122 personas. Para el resto, solo hay incertidumbre y un halo de esperanza.
Este tipo de delito resulta ser una de las modalidades más prevalentes de victimización utilizado a lo largo del conflicto armado en el país, pues por cada persona muerta en una masacre en Colombia, se cuentan cuatro desaparecidos; por cada secuestrado, dos; y por cada víctima de mina antipersonal, seis. A fin de cuentas, la dimensión de este delito es tal que se extendió por 1.012 de los 1.125 municipios del país.
- Portada del informe Hasta encontrarlos, el drama de la desaparición forzada en Colombia. Centro Nacional de Memoria Histórica.
Uno de lo capítulos del informe, que se extiende por más de 300 páginas, se dedicó a entender Por qué y cómo se realiza la desaparición forzada en Colombia.
La primera desaparición registrada en Colombia, según el informe, fue la de Omaira Montoya en 1977. Pero fue hasta el año 2000, cuando, entre protestas y movilizaciones de organizaciones que buscaban a los desaparecidos, lograron que el país tipificara el delito con la ley 589 de ese año.
En un principio, dice el informe, la desaparición forzada fue utilizada por agentes del Estado y dirigida especialmente contra activistas asociados a la izquierda, estudiantes y miembros de organizaciones de derechos humanos. Con el paso de los años, se convirtió en una de las armas favoritas de paramilitares y guerrilleros, quienes la utilizaron contra campesinos, sindicalistas, habitantes de calle, comerciantes, entre otros.
“Ya no solo se desaparece para castigar a un opositor político y para reprimir e impedir la organización, sino que además se desaparece para propagar el terror y ejercer el control territorial. Se desaparece también para ocultar la dimensión de los crímenes cometidos, para borrar evidencias y así dificultar los procesos de investigación y judicialización. Se desaparece para distorsionar (aumentar o disminuir) el número de “bajas” causados al o por el enemigo”, dice el informe.
Según el documento, los actores armados han utilizado la desaparición forzada con tres propósitos fundamentales: castigar y dejar mensajes aleccionadores tendientes a inhibir ideologías y prácticas políticas y sociales; generar terror para así ganar y ejercer control, debido al potencial simbólico de este delito; y para ocultar crímenes, eliminando los cadáveres de las víctimas y borrando evidencias, lo que ayuda a ocultar la responsabilidad del perpetrador y enmascara las verdaderas dimensiones del conflicto y sus víctimas.
En el caso del impacto simbólico, por ejemplo, se traduce en un mensaje claro: quien no acate los parámetros del grupo que está en el poder corre ese mismo riesgo de desaparecer y quedar en ese incierto limbo entre la vida y la muerte que es la desaparición. Lo horroroso del delito termina por apabullar a los familiares de la víctima, a sus vecinos, a la comunidad de la que hacía parte. Además, dice el informe, “el miedo a ser violentado por las personas armadas estimula la ruptura del tejido social dado que, como mecanismo de autoprotección, se genera distancia y fractura en las relaciones sociales y comunitarias con quienes han sido victimizados”. Es decir, las consecuencias de este delito van mucho más allá del dolor.
Con la intención de hacer este tipo de delito más crudo y cruel, los grupos armados se han valido de lugares de terror que utilizan especialmente para desaparecer, casas de verdadero terror. En distintos lugares del país se supo de hoteles, escuelas, cuarteles haciendas, parques, plazas, vehículos y hasta iglesias donde se llevó a cabo la desaparición y lo que a esta antecede, torturas. Los gritos de las víctimas fueron otro incentivo de terror para las comunidades, el sufrimiento extremo y los cuerpos torturados que soportaron todo tipo de vejámenes terminaron siendo, también, mensajeros del horror. Para nadie es un secreto que hubo decapitaciones, descuartizamientos, diferentes formas de violencia sexual y torturas de todo tipo. Reinó la sevicia.
No era suficiente con matar y desaparecer, era cuestión de hacer lo posible para que esa persona fuera imposible de reconocer, querían borrar su existencia, borrar cualquier marca que posibilitara su identificación. Ya no eran un cuerpo, pues ni siquiera podían permanecer completos. Hasta se crearon hornos crematorios clandestinos para reducirlos a polvo. Otros fueron trasladados y sepultados como N.N lejos de su lugar de origen. Estaban también los ríos que atraviesan la geografía nacional, que se tragaron para siempre otros cuerpos, que se lanzaban sin vísceras, pero con piedras para que se hundieran, o los precipicios a donde era imposible acceder. Nunca faltó creatividad, siempre hubo maneras de desaparecer.
Pero el informe del CNMH insiste también en una definición de desaparición forzada mucho más amplia, que incluye la suerte de aquellas personas reclutadas a la fuerza y de las que nada se sabe, al igual que la de secuestrados que nunca fueron devueltos a sus familias y cuyo rastro se perdió. También, a los denominados “falsos positivos”, quienes son desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente.
La conclusión no es otra que entender que la desaparición forzada es un crimen atroz, que el sufrimiento que produce es horroroso, que la incertidumbre que genera es interminable y que el delito, como tal, es casi imperceptible. Hoy en Colombia, de esas más de 60 mil víctimas de desaparición forzada, 52.806 siguen desaparecidas, de apenas 3.658 se sabe de su paradero, 3.480 han aparecido muertas y solo 984, el 2% del total, han aparecido vivas. Hace falta desenterrar la verdad, pero también pensar qué hacer con aquellos que nunca jamás van a aparecer.