Coca: Tres formas de medir para saber qué tan bien (o qué tan mal) vamos | ¡PACIFISTA!
Coca: Tres formas de medir para saber qué tan bien (o qué tan mal) vamos Foto: Clara Roig | Archivo ¡PACIFISTA!
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Coca: Tres formas de medir para saber qué tan bien (o qué tan mal) vamos

Andrés Bermúdez Liévano - noviembre 30, 2017

Proyecto COCA | Pongamos el ojo en el narcotráfico, el desarrollo rural y la violencia.

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Por Andrés Bermúdez Liévano

Este artículo forma parte de nuestro Proyecto Coca II – Misión Rural. Para ver todos los contenidos haga clic acá.

Casi todas las discusiones sobre la política de drogas en Colombia terminan girando sobre la misma pregunta: ¿Cuántas hectáreas de coca tenemos sembradas?

Nos hemos acostumbrado a que el éxito o el fracaso de la lucha contra las drogas se mida como las fincas: así, al final, nos seguirá costando saber si estamos reduciendo la cocaína que exportamos, desmantelando las organizaciones criminales que controlan el negocio y logrando garantizar una vida distinta para quienes ven en la coca una manera de sobrevivir en zonas aisladas del país.

“No solo no logramos lo que queremos, sino que dejamos de atender otros problemas que se vuelven invisibles”, dice Julián Wilches, exdirector de política de drogas del Ministerio de Justicia y una de las personas que más ha estudiado el tema en el país. “No solo no acabamos el narcotráfico a través de los cultivos, sino que le quitamos recursos y personal a otros problemas graves”.

¡Pacifista! presenta tres indicadores que nos ayudarían a medir mejor, y a saber si las cosas están mejorando (o empeorando).

1. Hablar de matas de coca sembradas no refleja la lucha contra el narcotráfico.

La meta de luchar contra el narcotráfico es reducir la oferta de cocaína que sale de Colombia.

Dado esto, no basta con salir a ver si hay más o menos plantas de coca sembradas. Más bien, hay que poner el ojo en los otros eslabones de la cadena, donde realmente está la plata, y en saber si esto tiene como efecto que menos cocaína salga del país.

Aquí surgen varias preguntas: ¿Cuántos cristalizaderos o laboratorios de procesamiento de droga estamos destruyendo? ¿Cuántos cargamentos de droga estamos incautando, y sobre todo dónde? ¿Cuántos lotes contrabandeados de precursores químicos usados para convertir la coca en cocaína —como éter, acetona, amoniaco o ácido sulfúrico— se están confiscando en las fronteras? ¿Cuánta plata de lavado de activos se ha detectado? ¿Cuántas de las judicializaciones de mandos medios y altos terminan en condenas?

“En últimas, lo que necesitamos entender es qué estamos haciendo en esos territorios para afectar el negocio. Es decir, ¿cómo están el Estado y la Fuerza Pública afectando la cadena?”, dice Juan Carlos Garzón, investigador de la Universidad de Georgetown y estudioso de las drogas.

Laboratorios

Uno de los mejores indicadores que hay es determinar si se están destruyendo los laboratorios usados para convertir la hoja de coca en droga procesada.

En 2016, por ejemplo, se destruyeron, según el censo de Naciones Unidas, 4.843 instalaciones para procesar droga, incluyendo 229 cristalizaderos para fabricar cocaína, 4.613 laboratorios para procesar pasta base de coca (la cifra más alta de la historia del país) y un laboratorio de producción de heroína.

El mayor número de instalaciones destruidas se dio en Nariño, en el Catatumbo, en Cauca y en Putumayo, resultados que coinciden con las regiones del país donde hay mayor número de cultivos.

Gráfica tomada del Censo de cultivos ilícitos de 2017 realizado por UNODC de Naciones Unidas, con datos de 2016.

Incautaciones

Otro factor clave es entender si se está evitando el embarque de la droga ya procesada hacia los mercados internacionales. Justo en este punto, los grupos criminales colombianos suelen darles paso en la cadena a carteles mexicanos como el de Sinaloa.

Según datos del Ministerio de Justicia, en 2016 aumentó en cuarenta y nueve por ciento la cantidad incautada de cocaína pura —el último producto de la cadena— y el número de operaciones de interdicción en cinco por ciento. Casi la mitad de las incautaciones se hicieron en Nariño (cuarenta y tres por ciento), seguido por Antioquia (doce) y Valle del Cauca (diez). Esto deja claro que en zonas como el Pacífico y el Urabá, donde se embarca la droga, las estrategias parecen funcionar.

En cambio, las incautaciones fueron bajas en Catatumbo, Putumayo, sur de Meta, Cauca y Guaviare. Esto, por su parte, pone en evidencia que lo que le dijo recientemente en una entrevista a ¡Pacifista! el exalcalde de San José del Guaviare y experto en el tema Pedro Arenas podría ser cierto: “Históricamente hemos carecido de una interdicción seria en ríos en zonas de producción”.

Gráfica tomada del Censo de cultivos ilícitos de 2017 realizado por UNODC de Naciones Unidas, con datos de 2016.

2. Hay que ver si el campo -en que la coca se da tan bien- se está transformando para bien.

La lógica del acuerdo de paz con las Farc es transformar las condiciones de vida en las regiones más abandonadas y más golpeadas por el conflicto. Esto debería significar que parte del éxito de la estrategia antidrogas debería medirse con base en la pregunta de si las zonas cocaleras cuentan con otras alternativas de vida que sean viables y sostenibles.

Es decir: ¿Dispone la gente en las regiones de coca de una manera concreta de hacer una vida distinta?

Más concretamente, quienes definen criterios de medición y quienes discuten sobre esta problemática deberían preguntarse: ¿Están bajando los índices de pobreza en los municipios con coca? ¿Está aumentando la superficie cultivada con otros productos agrarios? ¿Están los excocaleros encontrando mercados para esos otros productos?

¿Hay mejor infraestructura en vías rurales o en distritos de riego? ¿Hay más agrónomos y veterinarios? ¿Hay más y mejores escuelas, puestos de salud y acueductos veredales? ¿Han disminuido o aumentado las hectáreas de bosque deforestadas en zonas de coca?

Muchas de estos datos son difíciles de consolidar porque no hay mediciones fiables. Pero, como contó ¡Pacifista!, en Cáceres, en el Bajo Cauca antioqueño, los campesinos excocaleros se juntaron para crear una cooperativa de construcción y mantenimiento de vías terciarias, que ya arregló unos cincuenta kilómetros. Eso es un indicador significativo en un país donde hay 142.000 kilómetros de vías rurales, de los cuales solo veinticinco por ciento se encuentra en buen estado.

Otro ejemplo: como también contamos en el Proyecto COCA, excocaleros de Cartagena del Chairá, en el Bajo Caguán caqueteño, ya pasa de la ganadería extensiva a modelos más amigables con el medio ambiente. En el proceso, están logrando conservar 5.500 hectáreas de bosque en el tercer municipio con mayor deforestación del país (10.241 hectáreas en 2016).

Estos casos dan cuenta de historias de éxito que, asociadas a indicadores, podrían ayudarnos a entender si estamos resolviendo el problema desde la raíz o si solo estamos aplicando pañitos de agua tibia.

Porque, ¿de qué nos sirve que un municipio deje la coca si no encuentra cómo vender su yuca o si sus hijos no tienen una escuela secundaria cercana?

El círculo vicioso simplemente continuaría.

3. ¿Qué sacamos si hay menos coca, pero más muertos?

Un gravísimo problema que se ha venido detectando a lo largo de 2017 es que en algunas zonas cocaleras los homicidios se han disparado.

Como contó ¡Pacifista!, en los municipios con coca los homicidios se dispararon desde el pasado enero en doce por ciento. Mientras tanto, en el resto del país se redujeron en ocho por ciento.

El aumento de homicidios se ha dado en casi la mitad de los municipios con presencia de coca (noventa y tres de 183). Al cruzar estos datos con la presencia de grupos armados, los investigadores de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) encontraron que hay una correlación entre las zonas más violentas y el control territorial del Clan del Golfo, el ELN y las disidencias de las Farc.

Esto muestra que es clave poder medir cómo evolucionan las muertes violentas en esos municipios, puesto que una de las metas centrales de la sustitución es cambiar las condiciones de vida de los habitantes rurales. Si los homicidios ascienden, queda claro que esto no se está logrando.

Con este fin vale la pena mirar si la tasa de homicidios en esas regiones está en alza. Como muestra el mapa a continuación (FIP), en rojo están los casos más críticos donde subieron más de cien por ciento.

Gráfica tomada del informe sobre avances en la sustitución realizado por la FIP en octubre de 2017.

También hay que ir más allá de la tasa general y preguntarse cuántos homicidios se han dado de actores claves en el proceso de sustitución. Una respuesta ayudaría a entender si los grupos criminales atentan precisamente contra los líderes sociales que han asumido la labor de apuntalar el proceso de remplazar la coca y, en últimas, si esos esfuerzos podrán ser sostenibles a futuro.

El problema es que, al igual que sucede con los líderes sociales, no hay listados consolidados a nivel nacional de líderes de sustitución amenazados o asesinados.

Pero ya se han detectado varios casos que dan indicios sobre dónde yace el problema. Por ejemplo, el pasado octubre fue asesinado Yimmy Medina, un líder campesino de San José del Guaviare, que formaba parte del programa de sustitución de coca. Dos semanas más tarde mataron a Miguel Pérez, otro líder de sustitución de cultivos en Tarazá, en el Bajo Cauca antioqueño.