OPINIÓN| Seguramente “La segunda Marquetalia” no tendrá suficiente audiencia.
Por: David Díaz
En Colombia somos buenísimos haciendo telenovelas, pero al mismo tiempo somos terribles para hacer las segundas partes. El caso más obvio y decepcionante es “Ecomoda”, la segunda parte de “Betty la fea”. Casi nadie la recuerda, menos mal. Un bodrio. Pero ¿qué podía esperarse de la vida matrimonial de Betty y Armando? Hubo también una producción que se llamó “Como Pedro por su casa”, una especie de segunda parte de “Pedro el Escamoso”. Qué vergüenza. Pero hace mucho no me sentía tan decepcionado y avergonzado como televidente y como colombiano como cuando Iván Márquez anunció que comenzaría “La segunda Marquetalia”.
Una cosa es retransmitir Betty y otra pasar “Ecomoda”. En la primera opción el ciclo está cerrado, y existe la oportunidad de pensar ese ciclo. En la segunda, el ciclo se abre de nuevo, y corre el riesgo de perder la dignidad que ganó. ¿Por qué nos cuesta tanto cerrar ciclos en el país? ¿No sabemos hacer otra cosa que repetirnos de mala manera y sin dignidad? ¿No se había acabado ese melodrama lleno de anacronismos y rencauches entre el Estado y las Farc?
El cinismo: la peor parte de la segunda parte
El filósofo alemán Peter Sloterdijk escribió en 1983 un libro llamado Crítica de la razón cínica. En él piensa cómo el cinismo se convirtió en Europa en una especie de falsa conciencia mediante la cual la irracionalidad y la falta de ética tenían cabida abiertamente en la sociedad. El cínico, básicamente, reconoce la irracionalidad de sus actos, su falta de ética, pero aun así actúa. Y sonríe, mientras actúa.
Sloterdijk afirma que “todas las éticas militares modernas han eliminado la imagen del héroe agresivo, pues podría perturbar la fundamentación defensiva de la guerra”. Es decir, los militares no proceden a través de la agresión, sino de la defensa. Así ganan credibilidad y justifican los vejámenes. Así como la guerra contra el “terrorismo” de la guerrilla del gobierno de Uribe, la guerra moderna se justifica a través de la autoconservación (de la autodefensa), y tiene sentido para quien la emprende porque se desarrolla en el terreno de la legítima defensa: “Un componente propio, primariamente agresivo, se niega de una manera categórica: todos los militares se consideran protectores de la paz y el ataque supone una mera alternativa estratégica a la defensa”, dice el filósofo.
El discurso de Iván Márquez utiliza una estrategia similar. Como un falso y degradado héroe, que carece de cualquier heroicidad, hace una larga justificación del rearme a través de la legítima defensa.
Su discurso es sobre la recuperación de (y en nombre de) una supuesta paz y justicia social perdida y traicionada por el Estado. Pero mientras dice eso todos los forajidos que aparecen en el video aprietan con más fuerza sus fusiles. Habla de traición del Estado y de incumplimientos del Acuerdo, pero al mismo tiempo ellos están traicionado el Acuerdo. (Cuando Márquez en su momento tuvo interacción con las víctimas de Córdoba, se conmovió tanto que dijo que nunca iba a poder repararlas y que lo único que podía hacer por ellas era garantizarles la no repetición, es decir: no volver a las armas. Ya sabemos cómo siguió esa historia; sabemos cuál es el valor de las palabras para Márquez).
Pero si este argumento es evidentemente cínico, lo es más cuando dice que vuelven a las armas para la protección de las clases populares, cuando la mayoría de los exguerrilleros y muchos militares siguen siendo parte del Acuerdo. Y ¿no es verdad, también, que el argumento de la legitima defensa fue siempre el del paramilitarismo y de la seguridad democrática en Colombia?
En el discurso de Iván Márquez la violencia se justifica de manera velada: se justifica el rearme defensivo para la paz. Nunca dice que va a disparar, aunque tengan sus fusiles al cinto. De hecho, convoca, de nuevo, al diálogo. Lo dice así, como una amenaza: buscamos otros mecanismos de dialogo porque no queremos que resurja el estallido de la inconformidad. Es un doble juego; hablemos, pero armémonos. Sloterdijk, refiriéndose a ciertas políticas de desarme occidentales, lo entiende así: “Mientras éstos conversan, se siguen armando frenéticamente; la cuestión, suficientemente loca, es en el fondo la siguiente: debemos armarnos solamente o, mejor, armarnos y hablar”.
Así como Uribe y el paramilitarismo se concebían como una fuerza defensiva que proyectaba la agresividad y la hostilidad en el enemigo aparente (la izquierda), Iván Márquez le atribuye la traición, el incumplimiento y, finalmente, la culpa, al Estado. “Todo el mundo se juzga esencialmente una fuerza defensiva y proyecta los potenciales agresivos en los otros. En semejante estructuras es imposible a priori la distensión”.
Una sociedad que sabe cómo sostener mejores conflictos
Al finalizar su análisis sobre el cinismo militar, Sloterdijk da una especie de advertencia sobre las posibilidades de las luchas militares futuras: “La historia militar será escrita en un frente completamente nuevo: allí donde se produzca una lucha por la omisión de las luchas”. Recuérdese que el libro fue escrito en 1983. Para el 2019 su especie de profecía tiene alguna relevancia para nosotros. Tiene que ver con la posibilidad de llevar la lucha al terreno de la ausencia de la lucha armada. En Colombia es el terreno del Acuerdo de paz, evidentemente. El terreno de la dejación real de las armas. Pero Iván Márquez y su combo se devolvieron en el tiempo, con una puesta en escena del siglo pasado que carece ya del atractivo ideológico que tuvo alguna vez.
Era probable que el gobierno dilatara algunas de las cosas que debía hacer. Y es cierto que ha incumplido con el Acuerdo, ¿pero acaso Iván Márquez pensaba que una vez firmado el acuerdo todo iba ir por el camino de la armonía, la distención y la eliminación de los conflictos? El filósofo colombiano Estanislao Zuleta escribió en la década de los noventa una reflexión sobre la guerra que sirve como una especie de advertencia. Él dice que no puede esperarse que, una vez terminada la guerra, se consolide una sociedad sin conflictos y hostilidades. Es más, nunca habrá una sociedad así.
De hecho, “la erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivienda no es una meta alcanzable, ni deseable […] Es preciso, por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo”. Con una frase que funciona como eco de Sloterdijk, Zuleta concluye que “una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos”. Evidentemente, con una cobardía inaudita, los forajidos huyeron de la posibilidad de vivir en una sociedad con mejores conflictos, en una sociedad de paz en la que la oposición exista sin la posibilidad de la supresión del otro.
Iván Márquez: rendirse para recobrar la dignidad
En Los girasoles ciegos, una de las novelas más importantes sobre la guerra civil española, escrita por Alberto Méndez, hay un personaje del que Iván Márquez y su combo deberían aprender. El capitán Alegría hace parte del ejército de Franco. Justo en el momento de la victoria, se rinde. Pero rendirse no fue para él entregarse al bando enemigo y traicionar al suyo, sino más bien aceptar la derrota: “Su decisión no fue la de unirse al enemigo sino rendirse, entregarse prisionero. Un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo”. Aceptar la derrota fue su gesto más digno; soltar las armas y ser un enemigo derrotado.
El capitán Alegría no quería hacer parte de la victoria. Pero ¿por qué?, ¿por qué rendirse al vencido, por qué ser vencido por el vencido? Porque en la guerra no ganaba nadie, no había victoria para nadie, ni para el vencido ni para el vencedor. El vencedor también era un derrotado. Los soldados de cualquier bando, así fuese el vencedor, también llevarían a cuesta, como suya, la carne de la guerra, que es la misma carne de los muertos:
“¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real, que venció al ejercito enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán considerados protagonistas de la guerra”.
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Seguramente “La segunda Marquetalia” no tendrá suficiente audiencia. Y es que ya nada nuevo tiene que ofrecer, a pesar de su insistencia en un “nuevo” orden social. No genera simpatía ni identificación. A lo que sí nos invita Iván Márquez es a reconocer que en Colombia no sabemos hacer las segundas partes de las telenovelas. Y que, si se hace, la consecuencia casi siempre es impresentable.