OPINIÓN | La relación de los campesinos con la hoja no se remonta a la época del narcotráfico. Por Alfredo Molano
Por Alfredo Molano
La relación del campesino colombiano con la coca no se remonta a la época del narcotráfico. Una gran mayoría en regiones como Santander, Cauca, Boyacá, Nariño y Valle la conocen como un remedio casero cultivado en el jardín. En las zonas de colonización tampoco era desconocida. Más aun, en el departamento de Cauca se cultivaba en extensiones relativamente grandes y se comercializaba en mercados locales como hoja seca acompañada de mambe, piedra caliza que permite liberar los alcaloides. Es una de las plantas más nutritivas que existen. Una investigación realizada por la Universidad de Harvard en l975, titulada “Valor nutricional de la hoja de coca”, ha probado que la masticación diaria de 100 gramos de hojas de coca satisface la ración alimentaria recomendada para el ser humano. Por esa razón, algunas haciendas pagaban a sus trabajadores parte de sus salarios en hoja de coca y hay evidencias de que en la Colonia se usaba también como moneda. En las zonas de colonización tampoco era desconocida.
Con el desarrollo de la demanda de marihuana y de cocaína durante la guerra de Vietnam, la coca comenzó a ser cultivada en Colombia con fines comerciales, fundamentalmente en zonas de colonización. Para explicar la razón del arraigo de la coca en estas regiones es necesario entender la economía vigente en ellas. En primer lugar, en general, el colono campesino es un expulsado por la explosión demográfica del minifundio (Cundinamarca, Boyacá, Nariño). Los campesinos buscan tierras nuevas y baldías para rehacer su vida social. En segundo lugar, es un expulsado de las regiones de origen y de la concentración de tierras a manos de terratenientes. En tercer lugar, es un desplazado por la violencia política, un fenómeno que comienza en los años 1950 y que no se ha detenido. Gran parte del piedemonte llanero y la “ceja de monte” amazónica y de los valles del Magdalena Medio y de la hoya del Catatumbo; de las Serranías del Perijá, San Lucas, Macarena, y de las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta fueron colonizadas entre 1960 y 1980. Importante papel cumplió en este proceso la debilidad en la aplicación de la Ley 135 de 1961, agravada con el Pacto de Chicoral, que orientó la política agraria en favor de empresa agraria y la ganadería extensiva.
Es una de las plantas más nutritivas que existen.
El campesino llegaba a la frontera agrícola con muy pocos recursos para poder tumbar la selva y hacer una “mejora” que le permitiera sobrevivir y ocupar legalmente el baldío –aunque ello no equivale automáticamente a ser objeto de titulación del predio–. La “mejora” requiere trabajo y el trabajo alimentación, herramientas, ropa, medicinas, pólvora, que no él produce. Con las primeras cosechas, usualmente de maíz, fríjol y arroz, amortiguaba algunos gastos, pero en general debía endeudarse con los comerciantes para continuar ampliando su “mejora”, que ordinariamente quedaba muy distante de los pueblos en formación. Uno de los mayores gastos era el del transporte, tanto por la distancia como por las dificultades presentadas por trochas y ríos.
El rendimiento de los cultivos “civilizadores” es alto cuando las tierras son nuevas y no requieren abonos ni fungicidas, pero va decayendo al disminuir la fertilidad natural, sobre todo si se tiene en cuenta que el campesino se ve obligado a usar la quema de bosque derribado y rastrojo. El colono compensaba esta merma tumbando nuevas áreas, proceso que tenía un límite infranqueable: la disponibilidad de fuerza de trabajo tanto familiar como vecinal, a pesar de estar muy acostumbrado a formas comunales como la minga, el “brazo partido” y “la mano cambiada”.
Ese límite de la ampliación imponía un arreglo económico con los comerciantes de los pueblos –cadenas cuasimonopólicas–, ante los que los colonos sólo podían responder con las mejoras abiertas. Cabe agregar que los comerciantes abastecían a los colonos y al mismo tiempo les compraban las cosechas. Los precios de venta de las mercancías y los intereses sobre los créditos eran desusadamente elevados y los precios de compra de las cosechas, muy bajos. De tal manera que el colono, a la vuelta de pocos años de trabajo, se veía obligado a pagar las deudas a los comerciantes y a recomenzar, más lejos, la historia. Al mismo tiempo las “mejoras” en manos de los comerciantes se transformaban en ganaderías extensivas. Esta ha sido la forma histórica de ampliar la frontera agrícola en las últimas décadas.
De esta manera se amplió la frontera agrícola, se desforestó la selva y se reprodujo la concentración de tierras, sobre todo a partir de los años 1960 y 1970. El llamado vacío institucional que regulara la ocupación, asistiera con infraestructura y créditos los campesinos y ejerciera su autoridad, facilitó el avance de la colonización y preparó las condiciones sociales, económicas y políticas para la cocalización de su economía.
La violencia de los años 1940, 50 y 60 empujó enormes contingentes de campesinos hacia las tierras baldías. Empujó también a las guerrillas que no habían entregado armas en 1953 por razones militares y sociales. Rodeadas de sus bases sociales, las guerrillas resolvían sus demandas logísticas, garantizaban su apoyo político y militar y ampliaban su teatro bélico a zonas de más difícil acceso para la fuerza pública. La guerrilla migró con sus bases, que la reconocieron como una guía y una autoridad y a la que en buena parte sostenían.
A partir de los años 1960. Las guerrillas del sur de Tolima, del Sumapaz y del Tequendama iniciaron una penosa marcha hacia el piedemonte oriental de la Cordillera Oriental, al sur de Villavicencio por las vertientes de los ríos Duda, Guayabero y Caguán. Más tarde la marcha continuó hacia el sur y hacia el oriente y llegó a Guaviare, Caquetá, Putumayo. Muchas de estas tierras estaban siendo ocupadas por colonos sueltos, es decir, sin organización, defensa ni apoyo, y progresivamente se sumaron no sin coacción muchas veces a las bases de apoyo guerrillero.