OPINIÓN | La experta Catalina Arreaza dice que a Colombia le esperan años de más mano dura en este sentido.
Por: Catalina Arreaza*
“I love Colombia”, dijo el presidente Trump hace unos meses mientras hacía campaña por la nominación republicana. Este comentario, sumado a uno sobre las habilidades manuales de los trabajadores colombianos que le hizo al Presidente Santos durante una llamada telefónica, son quizá los únicos referentes que tiene Trump del país. A un mes y piquito del inicio de su mandato, no es muy claro cuál será la política oficial de los Estados Unidos hacia Colombia y, particularmente, cuál será el devenir de la guerra contra las drogas. Pero podemos usar algunos hechos recientes, como los nombramientos de algunos de sus funcionarios, para tratar de predecir las posiciones del gobierno Trump frente a este tema.
Los hitos de Obama
La administración Obama escogió un enfoque ligeramente reformista, abogando por una legislación federal (en Colombia la llamaríamos legislación nacional) que, al menos, no cargara desproporcionadamente el peso del sistema judicial sobre personas condenadas por delitos relacionados con el consumo y la venta de cantidades menores de drogas (aproximadamente el 46% de la población carcelaria en Estados Unidos está constituida por infractores de las leyes de drogas).
Así mismo, dio indicaciones a su Departamento de Justicia para que no gastara recursos persiguiendo delitos relacionados con la venta de marihuana medicinal, pues de acuerdo a las leyes federales las agencias de seguridad y el sistema judicial están en la obligación de perseguir y condenar la comercialización y el uso de esta, así sea destinada a usos relacionados con la salud. Y con respecto al uso recreativo de la marihuana —legal ya en 10 estados—, Obama optó por un enfoque que privilegió su autonomía sobre el poder del estado central, mientras se mantuviera, entre otras condiciones, estricto control sobre el acceso de menores a la droga.
Good people don’t smoke marijuana
“La gente buena no fuma marihuana” afirmó en abril del año pasado Jeff Sessions, el nuevo fiscal general de los Estados Unidos, en su rol como senador republicano. Como fiscal general, Sessions es el encargado de supervisar la aplicación de las leyes federales sobre el territorio estadounidense y, bien podría decirse, a nivel mundial, a través de agencias gubernamentales con misiones internacionales como la DEA.
Sessions ha sido un fuerte oponente a los procesos de reforma de políticas de drogas, en especial de los procesos de regulación y legalización de la marihuana medicinal y recreativa que 26 de los 50 estados han adoptado. Su antipatía hacia la marihuana ha sido tal que puede verse hasta en sus chistes pesados, como uno que hizo en 1986 cuando dijo que el Ku Klux Klan no era tan malo hasta que descubrió que fumaban ganja.
Sobre las posibilidades de reforma o relajación de la aplicación de las leyes sobre otras drogas como la cocaína o la heroína, habría poco chance de que suceda bajo la guardia de un personaje como Jeff Sessions. Es probable que a pesar del incremento de las voces que han clamado por una revisión a las políticas prohibicionistas, entre ellas las de los presidentes César Gaviria y Juan Manuel Santos, la posición de los Estados Unidos retorne a una de carácter moralista y etnocentrista que resalte las amenazas de la “gente morena” (la del Sur) a la familia (blanca) y a las buenas costumbres estadounidenses.
Fuera de eso…
Como Secretario del Departamento de Homeland Security fue elegido el General Retirado John Kelly, antiguo jefe del Comando Sur de los Estados Unidos, lugar desde donde se impartió la política antisubversiva/ anti-comunista que fue aplicada en América del Sur con poco respeto —por no decir desdén— hacia los derechos humanos y el DIH, y que ahora supervisa las políticas de control del narcotráfico en el hemisferio occidental.
Kelly es reconocido como un militar cándido que “las canta” en caso de no estar de acuerdo con una política o estrategia. Es reconocido también, por obvias razones, por apoyar un enfoque guerrerista en el tema de drogas. Pero a diferencia de Sessions, quizá su preocupación resida más en la amenaza que las organizaciones narcotraficantes imponen sobre la seguridad hemisférica, que sobre la pureza moral de la sociedad norteamericana.
Durante las sesiones de confirmación para ser Secretario de Homeland Security, Kelly afirmó que, como militar, no creía que un obstáculo físico (como un muro) sirviera como solución para combatir las amenazas a la seguridad. En cambio, afirmó que una verdadera defensa de la frontera suroccidental debería pensarse como si comenzara desde el Perú. Es decir, que para defender a los Estados Unidos de los flujos ilegales provenientes del sur es necesario invertir en la seguridad de esa cadena de países que, desde Perú hacia el norte, producen inconvenientes de diversa índole.
Y si le sumamos…
Rex Tillerson es el nuevo Secretario de Estado en reemplazo de John Kerry quien, en los términos cursis, que a veces usan los políticos de los países pequeños, fue gran “amigo” de Colombia. Tillerson no tiene pinta —por ahora— de querer ser parcero nuestro. O quizá sí, siempre y cuando cumplamos sus condiciones.
En un memorando a la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos, reconoció que Colombia era uno de los aliados más cercanos del hemisferio pero que era necesario revisar algunos de los puntos de la relación bilateral. Específicamente, Tillerson mostró interés por la revisión del Peace Colombia, el plan de ayuda que reemplazaría el Plan Colombia y que tendría como énfasis apoyar los procesos de construcción de paz en el país. Dicho plan no ha sido aún aprobado por el Congreso, así que se encuentra a merced de la evaluación que haga el nuevo Departamento de Estado. Una de las preocupaciones expresadas por el Secretario de Estado, así como por algunos miembros republicanos del senado, es el aumento de los cultivos de coca y la producción de cocaína durante los últimos años.
De acuerdo con cifras del gobierno estadounidense, en 2015 se registraron 159,000 hectáreas de cultivos de hoja de coca, un 42 por ciento más que en 2014 y casi 100 por ciento más que en 2013, cuando se registraron 80,500 hectáreas. Es además la cifra más alta de cultivos desde 2007. Vale aclarar, no obstante que el SIMCI (Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos), registró un aumento menor de 39 por ciento. De todas formas, hay consenso entre el gobierno nacional, las agencias internacionales, y el gobierno de los Estados Unidos que la producción de hoja de coca y de cocaína ha venido creciendo de manera sostenida.
Incluso, y para echarle más leña al fuego, los resultados de la encuesta sobre salud y consumo de drogas (National Survey on Drug Use and Health – NSDUH) publicados en 2016, muestran un incremento de consumidores iniciantes del 26 por ciento entre 2014 y 2015, y del 61 por ciento en comparación con 2013.1 En el mismo reporte del Departamento de Salud, se señala que la oficina del “Zar” antidrogas de los Estados Unidos (la Oficina de la Política Nacional de Control de Drogas – ONDCP-), estimó que la cifra de producción de cocaína colombiana en 2015 fue de 420 toneladas métricas (420,000 kilogramos) y representa un aumento del 100 por ciento en comparación con la producción de 2013.
Así, en un contexto de funcionarios moralistas, guerreristas, y pragmáticos, y un aumento evidente en la producción de coca y cocaína, es difícil augurar buenos vientos para una política de drogas sensible que se enfoque más en la salud pública y el desarrollo que en la seguridad. En 2012, el Presidente Santos dio una metáfora muy acertada sobre la futilidad de la lucha antidrogas tal y como lleva planteándose desde hace 40 años. Dijo que era como andar en una bicicleta estática; se pedalea y se pedalea pero no se llega a ningún lugar. Puede que Trump “ame” a Colombia, pero dados los factores anteriormente planteados, el gobierno colombiano va a tener que pedirle ayuda a Nairo Quintana para aguantar unos cuantos años más de lo mismo.
1 https://www.samhsa.gov/data/sites/default/files/report_2736/ShortReport-2736.html
2 Ibid.
*Catalina Arreaza es politóloga de la Universidad de los Andes, M.A. en Asuntos Internacionales (New School University) y M.A. en Ciencia Política (Brown University). Ha trabajado como consultora en derechos humanos para la Cancillería colombiana y como consultora independiente en temas de políticas de drogas y derechos humanos en países en desarrollo.
*Esta columna de opinión representa la voz del autor y no compromete la posición editorial de ¡Pacifista!