El fin de la guerra, el fin del exilio de los Mejía Salazar | ¡PACIFISTA!
El fin de la guerra, el fin del exilio de los Mejía Salazar
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El fin de la guerra, el fin del exilio de los Mejía Salazar

Colaborador ¡Pacifista! - julio 13, 2016

Una familia colombiana se exilió hace 10 años por amenazas de paramilitares. Esta es la historia de su regreso.

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Durante el viaje, las artesanías fueron una de las estrategias de supervivencia. En su elaboración participaron todos los integrantes de la familia. (Dibujo realizado por la hija menor de la familia, nacida en Argentina.

Por Fernanda González*

Dos niños nacidos en el exilio contemplan el horizonte desde una montaña. Se imaginan que toda Colombia es verde. Su madre, Mercedes, sonríe, y el padre, Diego, pronuncia con voz pausada:

— ¡Lo logramos, estamos aquí!–, lo dice como para convencerse a sí mismo.

El 21 de junio de 2016, después de diez años de exilio, la familia Mejía Salazar[1], de origen campesino, volvió a Colombia. La pareja regresó para encontrar con otros semblantes a los 150 niños que el paramilitarismo les impidió seguir alimentando en el comedor comunitario que tenían en Armenia, la ciudad de donde tuvieron que escapar para proteger sus vidas.

Ahora, intentarán que ninguno padezca, como ellos, una niñez desteñida entre la guerra y la orfandad. O como las de sus propios hijos, cuyas infancias fueron arrojadas a los brazos de la desigualdad y la distancia de sus orígenes.

Traen a cuestas la resistencia de la guerra colombiana en uno de sus peores períodos, 2002-2006. Sobrevivieron a tres desplazamientos violentos internos, a seis viajes forzados entre países suramericanos para buscar refugio y cruzaron todo tipo de fronteras burocráticas para exigir sus derechos.

Antes de 2006, soportaron las acciones de los principales actores del conflicto. En 2002, en zona rural del departamento del Quindío, un comandante del Ejército Nacional acusaba a los hijos mayores de ser informantes de la guerrilla, mientras tanto, las Farc amenazaban con reclutarlos. Una paradoja propia de la psicosis de la guerra.

Luego del terremoto de Armenia, en 1999, la familia vivió en un albergue temporal, donde Diego fue líder. La hija mayor era la encargada de ir a buscar en una colina lo indispensable: el agua. Dibujo: Alejandra, hija mayor.

Huyeron a Armenia. Allí el padre, Diego Mejía, lideró acciones sociales en su barrio y se negó a recolectar votos para la reelección del expresidente Álvaro Uribe Vélez. Esa posición, asegura, lo convirtió en blanco de grupos paramilitares. Toda la familia —Mercedes, tres hijas y cuatro hijos menores de edad— presenció las amenazas y los ataques en su contra.

Diego se salvó de la muerte: uno de sus vecinos, el sicario que recibió la orden de asesinarlo, le dio la opción de escapar, “de perderse de por aquí”. Así lo hicieron. El 17 de marzo de 2006, la familia partió de Colombia con la sensación de haber vivido en un Estado que parecía una “casa ajena”.

Después de contactar a un amigo en Chile, planearon llegar por tierra a ese país. Sería un viaje por tierra que tardaría 20 días.  A su paso por Ecuador y Perú, los interrumpió una huelga social, el robo de parte del dinero que llevaban para el viaje, la presencia de un jefe paramilitar en un albergue de Lima y la desconfianza de la policía fronteriza ante una familia con hijos pequeños de pocos rasgos en común. Nunca llegaron a Chile.

Los diez años de exilio han sido una lucha incesante por sus vidas. En países fronterizos fueron alcanzados por los tentáculos del conflicto colombiano y en medio de su travesía forzada hacia el sur del continente los consideraron ‘enemigos’ de clase o de nacionalidad. Transitaron Ecuador y Paraguay, se refugiaron en Bolivia y Brasil, y residieron forzosamente en Perú y Argentina, donde vivieron los últimos nueve años.

A lo largo del recorrido, encontraron un apoyo escaso. La protección estuvo en las estrategias de supervivencia que implementaron como grupo familiar ante cada persecución y discriminación. Como cuando por parecer ‘gringos’ no pudieron vender artesanías en una plaza de La Paz, Bolivia. Tuvieron que intercambiarlas por comida para poder alimentar a los niños más pequeños.

Uno de los medios de transportes de la travesía forzada más recordados por la familia fue “el tren de la muerte”, que los llevó de Bolivia a Brasil. En las cerca de 20 horas de viaje, celebraron el cumpleaños número siete de uno de los niños de la familia. Dibujo: Mercedes, madre de la familia.

Cansados de la distancia, se propusieron salir del exilio, aunque las condiciones políticas, sociales y económicas que produjeron su destierro permanecen irresueltas. Motivados por los vientos de paz en Colombia, la pareja planeó el retorno en un auténtico suplicio contemporáneo, con un vaivén entre la imaginación y la burocracia.

Volvieron con la ayuda de una organización internacional y una asociación de migrantes y exiliados colombianos con sede en Argentina. Su retorno honró la memoria de aquellos exiliados que encontraron en el camino y murieron o desaparecieron en el anonimato de las fronteras suramericanas.

En los últimos días de exilio, los hijos menores de la familia, nacidos en Brasil y Argentina, descubrieron una parte de la patria de sus padres en el documento del consulado que “los volvió colombianos” —como llama Mercedes al proceso de nacionalización—. A los tres adolescentes les tocó tramitar sus identidades para poder salir de Argentina de forma legal. Hasta el final del exilio los padres lideraron la defensa de su familia ante la fatiga, el clima, la enfermedad y la indiferencia.

Pese al cansancio de diez años de injusticias, empacaron 16 maletas con sus objetos personales, que son también piezas de memoria del exilio, y los documentos de todos los trámites a la que fueron sometidos por solicitantes de asilo, por refugiados, por pobres o por víctimas en el exterior. Esos papeles servirán para atestiguar la historia de esa telaraña de diligencias, esta vez por retornados.

A las 8:00 de la noche del 21 de junio pisaron la tierra rural del centro occidente de Colombia, donde esperan vivir los próximos meses. El último tramo que caminaron para llegar a la vivienda que les prestaron fue una montaña empinada y resbalosa. Con el equipaje sobre sus espaldas, subieron la pendiente. Diego Mejía no se explica con qué fuerzas: “La vida está muy cara en Argentina, las últimas semanas no comimos muy bien, sólo teníamos harina y spaghetti, y el día que llegamos a Colombia no habíamos comido nada”.

Dos días después de su regreso, cuando abrían con machete un matorral para construir el camino hacia la casa, se enteraron del acuerdo sobre el cese al fuego bilateral y definitivo entre el Gobierno de Colombia y la guerrilla de las Farc. La noticia llegó en un mensaje de texto desde Argentina a un celular, el único medio electrónico que hasta ahora tienen.

La violencia colombiana se asemeja al mar de leva, las marcas del despojo se sienten en los lugares lejanos a su origen: viajan en los cuerpos de los migrantes forzados.  A los 11 integrantes de esta familia, dos nacidos en exilio, aún hoy los mortifica el insomnio, la arritmia cardíaca del padre, los pulmones frágiles por la neumonía, las fracturas de huesos que no se curaron a tiempo, dos hijos desescolarizados, los órganos de una madre que sufrió violencia obstétrica y los trastornos mentales causados por la guerra.

Así como las demás familias colombianas que se refugiaron del conflicto en otros países, los Mejía Salazar se fueron de su patria en la clandestinidad porque el Estado no tuvo voluntad, fuerzas ni poder para preservar su vida. La pareja regresa con el silencio de su historia, el cuerpo adulto, 50 años de edad, siete hijos retornados —dos todavía permanecen en el exterior—, y con la idea de trabajar la tierra y fundar una asociación para ayudar a los niños víctimas del conflicto.

La violencia que sufrieron en Colombia y en varios países del continente permanece en la impunidad, son diez años de exilio, de injusticia y de resistencia. Ahora están atravesados por la esperanza del nuevo futuro. Diego lo resume así: “Siento que salí de la cárcel, me siento por fin en libertad”. La familia Mejía Salazar vuelve a habitar su país en un acto de paz, de coraje por la vida.

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*Este texto es el epílogo de la crónica ‘Casa Ajena’, capítulo central de la tesis “El exilio colombiano, la disputa por el sentido político”, desarrollada en la Maestría en Comunicación y Derechos Humanos de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.

[1] Los nombres de la familia han sido cambiados para proteger su identidad.