"Yo entré al paramilitarismo por venganza" | ¡PACIFISTA!
“Yo entré al paramilitarismo por venganza”
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“Yo entré al paramilitarismo por venganza”

Marcela Madrid Vergara - agosto 5, 2016

Un excombatiente del Bloque Élmer Cárdenas de las AUC cuenta la intimidad de la vida paramilitar.

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Ilustración: Daniel Senior

“Erre erre”* lleva ese apodo por las iniciales de sus apellidos y lo tiene desde sus épocas en el paramilitarismo. Se niega a revelar su verdadero nombre y, ante ‘la amenaza’ de una fotografía, pierde el control. La guerra lo hizo desconfiado. Habla poco, pero sí es parlanchín cuando moja la palabra: con unas cervezas deja la cautela y lo cuenta todo.

Su piel es morena, sus manos se ven impecables, lleva el pelo al ras y una incipiente barba candado. No mide más de 1,70 metros. En nuestro encuentro, vestía una chaqueta del Atlético de Madrid, una camiseta genérica con números estampados, unos jeans clásicos y zapatillas deportivas grises. Vive en Bogotá. No se acogió al proceso de paz del expresidente Uribe con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Sin embargo, desde 2009 se desvinculó de toda actividad delictiva y hoy trabaja en una entidad pública en Bogotá. Logró esconder su pasado.  

Esta es la historia de ‘Erre erre’ contada en su propia voz.

Nací en Carepa (Antioquia). En una vereda del municipio, mi familia tenía una finquita ganadera. Cuando estaba terminando la década de los 90, la guerrilla llegó y nos quitó todo: la casa, la tierrita, las reses. Sin nada, terminamos llegando a Apartadó. En ese pueblo mi familia empezó a rebuscársela haciendo arepas. Yo comencé a vender paletas.

Una mañana, mientras trabajaba, unos soldados que estaban en el pueblo me pidieron a mí y a un primo que les hiciéramos un mandado. Les compramos, recuerdo, unos dulces. Cuando volvimos a la casa, mi mamá nos contó que la guerrilla había estado ahí. La amenazaron diciéndole que si ella no nos ponía mano, ellos lo iban a hacer matándola a ella y a nosotros. Solo por habernos visto hablando con unos soldados, los guerrilleros cogieron a mi familia como un objetivo militar. Yo tenía 11 años.

Luego de la advertencia, en la tarde, salí de nuevo con mi primo. Mientras caminábamos rumbo a la casa de una vecina, unos milicianos en pantaloneta nos abordaron, nos retuvieron y empezaron a intimidarnos con armas. “Así es que comienzan estos hijueputas, de bocones”, nos gritaron. “Si los volvemos a ver con el Ejército los matamos y su familia paga”. Nos patearon y nos dejaron ahí botados.

Yo siempre he sido un tipo muy vengativo. Al ver que la guerrilla me jodia la vida, juré vengarme. Con el paso de los años, ya crecidito, empecé a trabajar en una finca de paramilitares. Esa gente me trató bien y me fueron dando confianza. Entonces, deslumbrado por esa cortesía, y motivado por mi sed de venganza, decidí meterme a las Autodefensas cuando tenía 15 años. Corría el año 1997.

Luego de incorporarme a las filas de las AUC, me metieron a una escuela ‘para’ llamada ‘la 55’ de San Pedro de Urabá. En ‘la 55’ me di cuenta de lo duro que era prepararse para combatir a la guerrilla. Nos metían a los ríos con sacos llenos de arena y cabuya en las espaldas. Esos sacos le cortaban a uno el cuero. En las clases vi compañeros morir de lo duro que era el entrenamiento. Algunos se reventaron. Otros terminaban heridos y, como no estaban en condiciones, los mataban.

En ‘la 55’ enseñaban a todos los pelados a guerrear en las situaciones más adversas. Esas academias formaban un ejército realmente bien preparado, duro e implacable.

En las escuelas paramilitares uno duraba seis meses. Yo, por recomendación de los ‘paras’ con los que había trabajado en la finca, salí de la escuela dos meses antes de cumplir el medio año rumbo al Chocó. Esa gente mandó por mí a la escuela. En ‘la 55’ no iban a dejar que me llevaran, pero los que llegaron a recogerme decían “tranquilos, que en el monte afina”. Cada mes, de las escuelas salían 100 o 200 muchachos al monte.

Cuando me volví combatiente lo hice en el Bloque Élmer Cárdenas y en la compañía Escorpiones del Alemán, las Cobras de HH y las Águilas de Carlos Castaño. Ahí, comencé a ver cosas que nunca había visto. Me di cuenta, combatiéndola, de que en la guerrilla había mucha maldad. Esa gente sabía brujería, por ejemplo. Una vez, cogimos a un indio de quien se decía que ayudaba a la guerrilla. Duramos con él como una semana. Lo torturamos, lo cortamos, lo quemamos. Sin embargo, el indio no contó nada de la guerrilla. “Mátenme”, nos decía el tipo. Le boleamos candela y no dijo una palabra. Decidimos, entonces, matarlo y tirarlo al río. Un día después, al compañero que le había pegado el tiro en la sien le aparecieron las botas del indio llenas de sangre al lado de donde dormía.

En mis primeros meses en las AUC, estando en zona rural del Chocó, nos dieron la orden de matar sin control. Esas órdenes las conocíamos como “golpe de mando”. Entrábamos a un pueblito pequeño y matábamos a quien se nos antojara, no solamente a los guerrilleros, sus familias y sus cómplices. Paramos la matanza indiscriminada por veredas chocoanas cuando llegó un comandante ‘para’ del Putumayo que le puso freno a eso. “Dejen de putearse tanto”, ordenó. Nosotros entrábamos fácil a los pueblos porque, en ese tiempo, en 1998, teníamos la ayuda del Ejército. Pasábamos por la Panamericana como los dueños de todo eso. La Policía también ayudaba pero esos sí eran muy traicioneros.

En las veredas de Chocó, como en Baudó Grande, cuando teníamos un enfrentamiento con las Farc, eso era candela por tres o cuatro días. Cada 24 horas se peleaba, mínimo, dos veces. A la madrugada, en la mañana, en la tarde y en la noche era puro plomo. No se dormía. Uno se relajaba cuando llegaba al casco urbano de algún pueblo. Llegaba uno con las botas vueltas mierda, llenas de agua y pantano, con los pies pelados y las heridas en carne viva. Yo me echaba aceite quemado para aguantar el dolor de las llagas.

Después de pasar meses echando plomo, volvía a Antioquia a ver a mi familia. Mi mamá, cuando me veía, me pedía que me saliera del paramilitarismo. “La familia ya no puede con el remordimiento por todo lo que usted está haciendo”, confesaba. Ella era evangélica y se angustiaba al pensar en todos los pecados que yo andaba cometiendo por ahí. Ella como que intuía que yo en las AUC estaba matando, desmembrando y torturando personas.

Siendo paramilitar me volví muy malo. Allá me lavaron el cerebro. Aunque desde pequeño, me acuerdo, yo ya sentía al diablo por dentro. Recuerdo que de niño, por ahí con nueve años, una vez una profesora me dijo “ponga las manos en el tablero” y me golpeó con una regla. Yo me enfurecí. “Vieja hijueputa, ya verá, yo vengo y la mato”, le dije. Entonces, como mi papá tenía una escopeta, la cogí y me la llevé al colegio. Madrugué y planeé dispararle a la profesora y luego volarme. Me decía a mí mismo “soy capaz”. Finalmente, menos mal, no lo fui.

En las AUC inicié en un bajo rango, pero por mi dureza llegué a ocupar uno alto. En Unguía (Chocó), lleve a cabo varias operaciones que me valieron subir de nivel. Eran trabajos de sicariato. Desde los mandos me decían a quién matar y yo lo hacía. No obstante, yo laboraba bajo el lema “el que la debe, la debe, y el que no la debe, merece una oportunidad”. Varias veces le salvé la vida a gente que, yo sabía, no había hecho nada y no era guerrillera. Por perdonar vidas en muchos pueblos los campesinos me querían. Además, en esos municipios nosotros, los ‘paras’, ayudábamos a solucionar problemas de robos de gallinas, de mujeres y de mercado. Nos apreciaban.

Pasé de combatiente raso a tercer comandante de escuadra y luego a comandante de compañía. Uno como comandante de compañía debía dirigir la inteligencia del grupo, verificar que en los combates no quedara vivo ningún guerrillero y recoger el armamento tirado en las batallas porque eso valía plata.

En la guerra con la guerrilla, si uno perdía el armamento, lo pelaban. Pasaba lo mismo cuando un compañero quedaba herido en combate. No obstante, hubo una época en la que a los heridos sí los atendían y les daban días de descanso. En ese período, recuerdo, muchos se herían con sus propias armas para que les dieran días libres. Eso continuó hasta que los altos mandos se dieron cuenta. “De un tiempo para acá, hay muchos dados de baja. Ya sabemos qué es lo que pasa. El que siga hiriéndose o incluso, el que tenga un accidente, será liquidado”, sentenciaron. Después de esa orden, juepucha, lo mataban a uno los mismos compañeros.

Las cuestiones del amor eran jodidas en las autodefensas. Varias veces me enamoré estando trabajando. En un pueblo conocí a una muchacha y duré hablando con ella durante semanas. Quedé loco por ella. Un día, le pregunté al comandante de compañía que estaba ahí si podía salir a verme con ella. “No puede salir, hay cinco muchachos que necesitan ser relevados en la guardia”, me respondió. “Bobo hijueputa”, pensé. Yo en ese momento era comandante de escuadra y no había que hacer nada. Como comandante de escuadra a uno todo se lo hacían. Entonces, ¿por qué no me dejaban salir? De la frustración, decidí suicidarme. Salí y busqué en una finca veneno. Conseguí un herbicida. Me lo tomé y a las horas empecé a temblar, a botar espuma por la boca y la nariz, y a ver borroso. Al otro día desperté en un hospital lleno de suero.

Yo me retiré de las Autodefensas en 2003, cuando el Bloque Élmer Cárdenas empezó el proceso de desmovilización con Uribe. Mi salida no la motivó el proceso, sino el aburrimiento que por esos días comencé a sentir. Apenas tres meses antes había sido nombrado comandante de compañía y ahora me empezaba a quedar sin hombres y sin poder. Entonces, me fui de mercenario al Cauca. Allá trabajé como escolta de un mafioso. A las dos semanas de empezar con el traqueto me llamaron para que hiciera parte de la desmovilización, pero yo dije que no contaran conmigo porque, fijo, uno terminaba en la guandoca.

Trabajando como guardaespaldas de mafioso, me ganaba al mes casi lo mismo que en las autodefensas: 2,8 millones o 3 millones de pesos. Sin embargo, siendo ‘para’, me alcancé a ganar en una semana 4 o 6 millones de pesos. Era difícil alejarse de tanta plata. Recuerdo que el dinero que me ganaba siendo ‘para’ en una semana, me lo gastaba en una noche con mujeres, trago y amigos. Quedaba pelado. Yo no invertí en nada. No compré nada. En las AUC sí que tuve cómo conseguir plata. Ahora desmovilizado me dicen que en las autodefensas acabé mi juventud porque no quedé con nada.

Pero en el bloque donde estuve, y en las compañías donde trabajé, no todo el tiempo hubo abundancia. Recuerdo que una vez la guerrilla nos tenía cercados, entonces nos quedamos con poca comida. Sardinas y arroz era lo único que teníamos. Duramos meses comiendo solo eso hasta que nos hastiamos. Si nos encontrábamos una casita, le preguntábamos al vecino si nos podía vender una carnesita y unos huevitos. Yo cambiaba una paca de arroz por un huevo. Eso era una bendición.

Yo alcancé a firmar el documento de la desmovilización, pero no cumplí. Si uno se entregaba, seguro, después de un tiempo, el Gobierno dejaba de darle a uno los subsidios y las garantías que prometía. Si a los jefes los extraditaron, ¿por qué a nosotros no? Uribe fue un traicionero, lo mismo que Santos que fue su ministro. Yo estoy seguro de que a las Farc les va a pasar lo mismo con el ‘carehinchado’ del Presidente.

Yo trabajé con HH, que era el jefe del Bloque Élmer Cárdenas, el Alemán y Carlos Castaño. Esos manes eran la berraquera. De parte de ellos, me acuerdo, recibí una mención de honor. Cuando decidí irme, Castaño me regaló 20 millones de pesos. Esa plata, después, me la robaron.

Después de unos trabajos de escolta y de todero en una empresa bananera, llegué a Bogotá en 2009. Fue muy duro. El frío de la ciudad me terminó de joder las rodillas que ya venían lastimadas de los años de enfrentamientos. También, comencé a perder el pelo porque en la capital, distanciado de los lugares en los que combatí, empecé a tener pesadillas con la guerra. No podía dormir.

Aquí he trabajado en muchas cosas alejadas del delito. En la construcción, en entregas de correos y hasta en el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En mis trabajos en Bogotá he dado con buenos compañeros. No he tenido problemas con ninguno.

Yo digo que, desde que no se metan conmigo, yo soy muy calmado. Pero si lo hacen, empiezo a desvariar y a recordar todas las formas de venganza que aprendí en las AUC. Hoy, si alguien se mete conmigo, duro una semana sin poder dormir por pensar en cómo pelar al hijueputa. Esos impulsos los controlo, pero poquito.

*El alias fue modificado por petición de la fuente.