Un santo para las víctimas de la violencia en Latinoamérica | ¡PACIFISTA!
Un santo para las víctimas de la violencia en Latinoamérica
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Un santo para las víctimas de la violencia en Latinoamérica

Staff ¡Pacifista! - mayo 24, 2015

Es probable que a las nuevas generaciones no les diga nada el nombre de Óscar Romero, el religioso salvadoreño asesinado hace 35 años. PACIFISTA viajó hasta El Salvador y presenta un perfil del próximo santo de los pobres y las víctimas del conflicto armado.

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Por: Teresita Goyeneche

Monseñor ÓscarArnulfo Romero Galdámez observa el golfo de Fonseca, en La Unión, al oriente de El Salvador a finales de los años 50’s. Hace cinco años, el Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI) recuperó la colección de fotografías personales de Romero.

 

 

Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice “No matar”. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla”

 Monseñor Romero, homilía del 23 de marzo de 1980. Un día antes de ser asesinado por un sicario de los Escuadrones de la Muerte.

 

Es la mañana del 23 de mayo en la Plaza del Divino Salvador del Mundo de San Salvador y los escépticos, los ateos y los romeristas de cepa se rascan las cabezas tratando de entender cómo hoy, después de treinta y cinco años, esta ceremonia es una fiesta que parece un concierto. Recuerdan que una multitud tan inmensa como esta se reunió en 1980 a despedirlo durante su funeral en la Plaza frente a la Catedral de San Salvador, pero una serie de explosiones despertaron el pánico, que entre estrujones y disparos dejaron cuarenta muertos y más de doscientos heridos.

Un órgano de tubos y un animador entusiasta resuenan en la plaza que está repleta de seguidores. Han pasado un par de horas desde que amaneció en San Salvador, la capital de uno de los tres países más violentos del mundo. El volcán que tiene el mismo nombre de la ciudad y que funciona como brújula para indicar el norte, se arropa en una espesa neblina, resabio de una noche de lluvia. “Romero valiente, tu pueblo está presente”, grita el maestro de esta ceremonia que desembocará en la beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero.

En febrero de este año el Papa Francisco declaró que Romero era un mártir y aprobó su beatificación. Su martirio: ser asesinado in odium fidei (por odio a la fe) por su trabajo para proteger a las víctimas del conflicto armado salvadoreño en la década de los 70, recoger datos para identificar desaparecidos y ser vocero de los campesinos.

Después de años de reflexiones e investigaciones sobre la postura política de Óscar Arnulfo Romero, el Vaticano ha reconocido que el entonces Arzobispo de San Salvador trabajaba siguiendo los lineamientos del evangelio y no tenía una vinculación con el movimiento comunista, como se presumió durante décadas. Los representantes del poder político y económico, que antes renegaron de su legado y lo condenaron a muerte, hoy rezan en su nombre y escriben piadosas editoriales en los principales medios de El Salvador.

“Qué vivan las comunidades eclesiales de base”, grita el animador desde el escenario y luego suena una samba popular que acompaña el llamado de los vendedores de camisetas y gorras que dicen: “Romero, el santo de América”. Mientras, algunos terminan de despertar en sus bolsas de dormir sobre el suelo aún encharcado. Vienen llegando desde hace un par de días para coger buen puesto y ser testigos de este, momento histórico en el que mundo pone los ojos —por unos segundos— sobre El Salvador. Y por esta vez no se trata de los muertos de la Mara Salvatrucha o Barrio 18.

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Un grupo de jóvenes ondea una bandera conmemorativa a la santidad de Monseñor Óscar Arnulfo Romero en el centro de San Salvador, El Salvador.

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Romero medía 1.75 de estatura, piel blanca, ojos negros, 80 kilos y mirada tranquila. Desde muy niño supo que quería ser cura. Se lo declaró un obispo que visitó su pueblo natal, Ciudad Barrios, cuando aún no cumplía la edad de la conciencia. Óscar dijo que deseaba ser padre y el Obispo le tocó la frente y dijo: “Obispo vas a ser”. A los 8 años fue seminarista y desde muy joven se mudó al Vaticano donde recibió la mayor parte de su formación sacerdotal.

 

Cuando aquel 12 de marzo de 1977 llegó al lugar de la cita, el cadáver de su amigo, el cura jesuita Rutilio Grande, aún sangraba llenó de agujeros. Habían pasado unas horas desde que lo mataron a balazos a él y a sus dos acompañantes, un hombre mayor y un chico de 16 años. Dice una creencia muy arraigada a los jesuitas que aquel día Monseñor Romero se convirtió.

 

Su fe era clara. Dedicó toda su vida al sacerdocio, siempre muy conservador, muy piadoso, muy callado. Esas cualidades le llevaron a ser arzobispado de San Salvador en febrero de 1977. El Salvador era un país convulso, cargado de la violencia e injusticia antesala de una Guerra Civil de 12 años que dejó 75 mil muertos según cifras oficiales. El inicio de esa guerra data de los días en los que  asesinaron Romero.

 

Su cuerpo descansa en la Catedral Metropolitana de San Salvador, ubicada en el centro de la ciudad que hoy es gobernado por pandillas. Ellos son los protagonistas del conflicto armado contemporáneo que en estos días deja un saldo promedio de 20 muertos diarios, en el país que apenas supera los 6 millones de habitantes. Su cripta es una escultura metálica color marrón en la que se ve un Romero dormido rodeado por cuatro pilares evangélicos. En el centro del pecho tiene una pelota roja que simboliza la bala explosiva y expansiva calibre 25 que le atravesó aquel 24 de marzo de 1980 y le reventó el corazón.

 

Es la tarde caliente de un martes de mayo y un grupo de feligreses visita la cripta. Es una escena recurrente según cuentan los vigilantes. Un tour de romeristas provenientes de Perú, Bolivia y Ecuador recorre el espacio con emoción. Se toman “selfies”, le rezan despacio, sollozan. Dentro del grupo hay una mujer de unos 40 años que viste unos pantalones de licra y zapatos de escarcha fucsia. Llora emocionada mientras camina por todos lados y hace pausas para estirarse como haciendo yoga. Dice que Romero ha obrado en ella con un milagro: desde que entró a la sala ya no le duele la pierna.

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Marisa es una mujer de estatura media y cabello gris con la ansiedad propia de quien no descansa, de quien tiene todo por hacer. Ha llegado de afán a la cita, son las 4pm del domingo previo a la ceremonia. El lugar: la zona de comidas del Centro Comercial Galerías. Mira a todos lados aturdida por la bulla natural del sitio. Una vez en la mesa se pide un sánduche y un jugo de papaya. Se entiende que solo dará a esta reunión el tiempo que dure en llegar el pedido y comer.

 

Ella es una de las fundadoras de la Fundación Romero, que desde 1995 trabaja para reivindicar la memoria de Monseñor. “La obra de Romero es masiva y bien conocida dentro de los sectores populares de El Salvador, ellos son los que lo han estudiado desde el día de su muerte”, dice Marisa.

 

Para dar más contexto, habla del Concilio Vaticano II, de la Teología de la Liberación y del Documento de Medellín que salió de la Conferencia Latinoamericana de Obispos de 1968.

La Teología de la Liberación es una rama de la iglesia que se establece en la Conferencia de Obispos Latinoamericanos de 1968 en Medellín. Esta corriente propone que se acuda a las ciencias sociales para encontrar ayuda a los menos favorecidos, la Opción por los Pobres. Era la rama en la que servía Rutilio Grande y que Monseñor Romero miraba con escepticismo. Después de un tiempo como obispo de zonas de extrema pobreza de El Salvador, Romero adoptó la doctrina, y después de aquel 12 de marzo la adhirió a su discurso.

 

Catorce familias eran dueñas de todas las tierras cultivables de El Salvador por esos años y  hablar de Teología de la Liberación era hablar de comunismo. Ser un campesino con una Biblia debajo del brazo era una amenaza para la estabilidad económica de los que llevaban el control. Monseñor Romero se convirtió sin pretenderlo en el representante de la Teología de la Liberación en territorio salvadoreño. “Todos sabían que lo iban a matar”, dice Marisa.

Fotografía captada por Eulalio Pérez, fotoperiodista que presta sus servicios para la agencia United Press International (UPI), después de que le dispararan a Monseñor Óscar Arnulfo Romero el 24 de marzo de 1980. Foto proporcionada por la Fundación Romero.

Cuenta que “el peligro de beatificar a Romero radicaba en la idea generalizada y fortalecida por la ultraderecha del país de que Romero era comunista. Para poder avanzar en el proceso se realizó un trabajo riguroso de lectura de todos sus escritos, sus cuatro cartas pastorales y de la escucha de sus homilías. Palabra por palabra. No encontraron nada”.

 

Uno de los grandes frenos de la beatificación de Romero por varias décadas fue el cardenal colombiano, Alfonso López Trujillo. Con su fallecimiento en 2008 y la entrada del partido de izquierda, FMLN, a la presidencia salvadoreña en 2009, el proceso se desempolvó y se puso sobre la mesa. En 2012 Benedicto XVI reabrió el caso apoyado por el Cardenal Gerhards Müller. Según información del New York Times, Müller se convirtió en proponente de la Teología de la Liberación después de trabajar en Perú con uno de sus fundadores, Gustavo Gutiérrez.

 

Marisa tiene un apellido interesante, un apellido que resuena en la política latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Ella es d’Aubuisson, como Roberto, su hermano mayor y uno de los autores intelectuales del magnicidio de Romero. Esta información se recoge en las conclusiones de la Comisión de la Verdad, creada por Naciones Unidas tras la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992. La reacción de Marisa cuando se le habla de Roberto es bastante tranquila, ya está acostumbrada. Se refiere a él como si fuera ajeno, como si una cosa fuera el personaje público y otra el familiar. De cualquier manera, cuando se menciona el nombre, ella da el último bocado a su sánduche. La entrevista ha terminado.[1][2]

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Las campanas resuenan victoriosas dando inicio a la ceremonia religiosa, llega la procesión de sacerdotes de todo el país caminando hacía el escenario. Los fieles, brillantes de sudor y aplastados contra las barandas, los saludan como si fueran rockstars. Gritan sus nombres, aplauden, saludan a los helicópteros que pasan por encima de sus cabezas. Un hombre mayor de ojos claros y sombrero de vaquero, se agacha ante el paso de la nave que lleva un periodista con una cámara apuntando a las masas. Luego se levanta, sonríe y dice: “Mejor prevenir. ¿Qué tal que nos lancen metralla?”

 La Carta Apostólica es leída primero en latín por el Cardenal y Prefecto de la Congregación para la causa de los Santos, Angelo Amato, y luego en español por el obispo Jesús Delgado.

Mientras tanto, frente a una pantalla, una monja emocionada aplaude con los ojos humedecidos: Monseñor Romero ya es beato.

Angelo Amato, delegado del Papa Francisco, al momento de leer la Carta Apolstólica con la que se declara beato a Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez.

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Antes del asesinato de Monseñor Romero, Roberto d’Aubuisson era un chico guapo y carismático de una familia clase media alta que se hizo agente de la inteligencia nacional entrenado en Estados Unidos, Taiwán y Suramérica. Según testimonio de guerrilleros desmovilizados de la época, una vez en la Guardia Nacional se vuelve encargado del programa de torturas.

En 1979, d’Aubuisson sale del Ejército y funda un grupo de seguridad independiente formado por soldados, que luego se conoce como “Escuadrones de la Muerte”. Según un texto publicado por el periódico digital El Faro en 2010, “Así matamos a Monseñor Romero”, d’Aubuisson recibía ordenes directas de algunos coroneles y empresarios que vivían en Miami, llamados los “Miami Six”. Sus nombres aparecieron en correspondencia de la Embajada de Estados Unidos, desclasificada años más tarde. Entre ellos, el aún dueño del periódico de ultra derecha “El Diario de Hoy”, Enrique Altamirano.

 En aquellos días, Romero fortaleció lo que se convertiría en el gran proyecto de su vida: el Socorro Jurídico del Arzobispado. Un proyecto que comienza un grupo de sacerdotes Jesuitas y que él asume una vez llega al arzobispado. La entidad documentaba muertos y desaparecidos campesinos. Junto a un equipo de abogados, Romero construyó un instrumento que le ayudó a crear cifras y a recuperar secuestrados. Lo hacía a través de las denuncias que hacía en sus homilías transmitidas por la radio de la iglesia: YSAX. A la hora de la misa el país entero se paralizaba. Entre 1977 y 1980 la misa de Monseñor Romero se escuchaba al unísono en las calles de El Salvador, tanto por sus seguidores, como por sus enemigos.

 

Así como Romero denunciaba desapariciones en sus misas, d’Aubuisson aparecía con frecuencia en programas de televisión donde denunciaba a “comunistas”. Daba nombres, señalaba atropellos de la izquierda y al poco tiempo, algunos de los denunciados amanecían muertos.

Conmemoración de la misa a un año del fallecimiento del padre Rutilio Grande SJ. La fotografía fue tomada el 5 de marzo de 1978 en El Paisnal, San Salvador. Foto proporcionada por la Fundación Romero de San Salvador, El Salvador.

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Una mujer rolliza entrada en los 50 pide silencio y constricción. Son las 10 de la mañana y quiere escuchar la misa que está por comenzar. Desde este sitio, justo frente a la tarima, se alcanzan a ver los invitados del evento. Entre ellos están el presidente ecuatoriano, Rafael Correa; el presidente panameño, Juan Carlos Varela; y Roberto d’Aubuisson hijo, que se ha negado a dar entrevista para este reportaje porque la agenda no le da. D’Aubuisson junior milita en el partido ARENA, creado por su padre en 1981.

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Héctor Dada Hirezi tiene 77 años y sus ojos azules y desalineados miran con firmeza. Fue uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano. Desde sus primeros años de militancia política conoció a Romero y da fe de sus cualidades: “No siempre estaba de acuerdo con Monseñor. Una de sus grandes virtudes era que uno podía no estar de acuerdo con él y lo que pedía era saber las razones por las que no estaban de acuerdo”, dice con admiración.

Héctor Dada Hirezi, exmiembro de la Junta Cívico Militar que gobernó momentaneamente a El Salvador tras el golpe de Estado de Octubre de 1979. Dada Irezi conoció personalmente a Monseñor Óscar Arnulfo Romero.

Héctor vivió en Medellín por seis meses durante el año 63. Ahí se hizo amigo de Camilo Torres cuando aún era un sacerdote. “En Colombia había gente muy progresista, uno de esos era Camilo. Él decía que no podía seguir siendo sacerdote mientras en Colombia hubiera tanta desigualdad. Entonces tomó las armas y se metió a pelear desde la guerrilla, pero nunca pudo dejar de ser sacerdote. No pudo darle el tiro de gracia al militar que luego lo mató de un tiro” recuerda.

 Camilo Torres también era parte de la Teología de la Liberación. Colombia es uno de los países con más religiosos asesinados y desaparecidos de Latinoamérica. Para Héctor, el mensaje de la beatificación es poderoso no solo para El Salvador, sino para toda la curia latinoamericana que ha dado su vida por la defensa de los derechos humanos en la historia pasada y reciente de la región.

 Dada se volvió peligroso para el gobierno de El Salvador cuando en el año 77 se opuso a la política que imponían los norteamericanos en las leyes agrarias de su país. Un compañero de lucha, Mario Zamora, fue asesinado exactamente un mes antes de la muerte de Monseñor Romero. Roberto d’Aubuisson los había denunciado cuatro días antes en su programa de televisión.

 Días posteriores a la muerte de Zamora, Héctor se exilió en México. Se fue con su esposa, Gloria, y dejó con familiares a sus cuatro hijos en San Salvador mientras se instalaban en la nueva ciudad. Pasado casi un mes, Gloria entró en desesperación y quiso regresar a El Salvador por los niños. Monseñor Romero llamó a Héctor y le dijo que escondiera el pasaporte de ella, que si volvían a El Salvador los iban a matar. Eso fue el 23 de marzo de 1980. Al día siguiente, pasadas las 6 de la tarde, un francotirador de los Escuadrones de la Muerte, al que le pagan mil colones por el trabajo (alrededor de 100 dólares), disparó un solo tiro. Monseñor Romero fue asesinado mientras oficiaba una misa en la capilla del Hospital Divina Providencia.

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La misa de beatificación termina pasado el mediodía y San Salvador ya es un infierno irrespirable. El calor hace imposible caminar más de tres pasos sin perder el aliento. Sin embargo, los cientos de miles de congregados han mirado las pantallas instaladas en todas las calles hasta el último segundo.

 

Con el fin de la actividad se van dispersando y volviendo a su normalidad, no menos rara, ni menos densa que la de los días de Romero. Pero esta es otra. El arzobispo italiano Vincenzo Paglia ha clausurado la actividad diciendo que Romero debe estar festejando desde el cielo por este día histórico. Lo cierto es que una semana después, mayo de 2015 cerró con más de 600 asesinatos en El Salvador, una cifra nunca antes alcanzada en el presente siglo del país. La mayoría de las víctimas son consecuencia del mal manejo del fenómeno de pandillas, formadas por chicos jóvenes y sumamente pobres que no tienen otro motivo para vivir más que la violencia. Hoy, sin embargo, no está Monseñor Romero para hablar en voz alta sobre el tema. A los que intentan hacerlo les dicen locos y comunistas.