Íngrid Asprilla nos acompañó a ver la exposición 'Voces para transformar a Colombia', la primera muestra del museo de nuestra guerra.
Apenas completé el recorrido se me acercó un tipo.
–¿Cómo le va? ¿Cómo está? ¿El señor ya terminó de ver la exposición?
–Pues…
–¿Lo puedo molestar con unas breves preguntas para valorar su experiencia? ¿Sí? Ay, muchas gracias.
–¿Cómo calificaría la puesta estética del museo? Buena, mala, regular…
–Buena
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El recorrido con Íngrid había durado poco más de media hora pero parecía como si ese tiempo hubiera quedado vacío. ¿Qué había pasado? ¿Qué había podido entender luego de la exposición, en ese breve tiempo, haciendo el recorrido acompañado de una víctima? ¿Había podido entender algo? Íngrid ya se estaba yendo con las otras víctimas que habían venido de las regiones para ver la exposición. Ya no había otro momento para hablar con ella del conflicto ni de su experiencia. Ya no quedaba tiempo…
La idea general de este artículo era poder hacer una crónica que mostrara las reacciones de dos personas relacionadas con el conflicto que iban a ver Voces para transformar a Colombia; la exposición piloto del Museo de Memoria Histórica que abrió sus puertas este 17 de abril, cuando empezó la Feria del Libro en Bogotá. La idea era poder mostrar las distintas reacciones que tendrían esas dos personas, de contextos diferentes y con historias personales disímiles, una vez le fueran dando la vuelta a las salas.
Antes de empezar el recorrido, Mauricio Builes, del Centro de Memoria Histórica, me dijo que había una buena y una mala noticia. “O mejor: una mala noticia y una solución. La mala noticia es que a la comunidad trans que te había comentado ya la amenazaron. Y no quieren hablar. Llegaron ayer y ya las amenazaron”.
Acá en Bogotá. Acá donde va a tener sede el Museo. Acá, en la ciudad del país que más víctimas de violencia recibe al año. Acá donde se supone que el conflicto llega de lejos. “Llegaron ayer y ya las amenazaron”.
Mauricio me dijo que no había problema, que tenía una solución. Hoy llegaron víctimas de Urabá, Buenaventura y Atrato. Entonces con alguna de ellas podemos hacer el recorrido por la exposición que ya teníamos planeado, me dijo.
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–Si tuviera la oportunidad, ¿traería a la exposición a un menor de edad?
–Sí.
–¿De qué edad?
–Desde el más joven que se pueda.
–El más joven…entonces marcamos acá la casilla de 9 a 16 años.
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Ella es Íngrid, la persona que te va a acompañar en el recorrido, me dijo Mauricio. “Mucho gusto, Íngrid Asprilla”, dijo ella extendiendo la mano. Nos dejaron solos a la entrada de la exposición. Íngrid y yo. Con el silencio incómodo de dos desconocidos que se descubren de pronto en una situación de la que solo se sale escapando hacia adelante.
¿Comenzamos? Sí, vamos, me dijo ella.
La entrada nos desafiaba con una primera decisión. Coronaba la entrada de retablos una pregunta que decía: ¿Qué me ha dejado la guerra? Uno podía empezar por la derecha o por la izquierda según la respuesta que le diera a esa pregunta. El camino de la derecha respondía cosas como: motivación, firmeza, generosidad, esperanza. El de la izquierda decía: resignación, indiferencia, odio, incredulidad. “Vamos por este lado” dijo Íngrid señalando la derecha, “en nuestra organización ha habido todo el tiempo resistencia, nosotros resistimos y tenemos que ser solidarios. Porque si nosotros hemos vivido esas experiencias, hay que ayudarles a los demás en eso”.
Íngrid hace parte del Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato (COCOMACIA). Una organización que está activa desde hace 36 años, a la que Íngrid se vinculó hace unos cuantos y cuyo objetivo, dice ella, es defender el territorio y el bienestar de la comunidad. Están en ocho municipios entre el departamento de Chocó y Antioquia.
Empezamos el recorrido. Ella caminaba con pasos inmunes. Miraba cada pedazo de la exposición con ojos secos. Y yo, mientras tanto, muy pendiente de esos pasos, de esos ojos. Como si en algún momento fueran a revelar algo.
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–¿Siente que el contenido de la exposición tiene sesgo de algún tipo? ¿Sí o no?
–No.
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La ley de víctimas del 2011 le dio vida al Centro de Memoria Histórica y dejó estipulado que para el 2021 el Centro dejaría de existir y pasaría a convertirse en un Museo. El Museo de Memoria Histórica. Durante todos estos años, el Centro ha producido varios informes sobre distintos eventos del conflicto armado en Colombia. Sobre casos de masacres, genocidios, casos de desaparición, de violencia sexual, secuestro, reclutamiento de niños, tomas guerrilleras, desplazamiento. Entre muchísimos otros más. El más famosos de ellos, fue el informe ¡Basta ya!, publicado en 2013, que da cuenta de 50 años de conflicto armado en el país.
Para el 2021 todo esto debe pasar al Museo Nacional de Memoria Histórica, que ya tiene una sede prevista en la calle 26 con avenida de Las Américas. Las obras empezarán a finales de este año y se espera que esté terminado para finales del 2020. “Plata ya hay para la construcción del Museo”, me dice Mauricio Builes. “El Conpes se aprobó en diciembre del año pasado, así que la plata ya está”.
No obstante, la incertidumbre no es tanto de plata. La incertidumbre es porque no está claro aún quién llegue a la Presidencia el 7 de agosto próximo y a quién, ese presidente, vaya a designar como director del Museo. La incertidumbre es por el rumbo que el nuevo Gobierno vaya a darle al Museo.
Por ahora, esta exposición, Voces para transformar a Colombia, es la prueba piloto de lo que será. El abrebocas. La curadora fue Cristina Lleras (quien por varios años estuvo al frente de la curaduría de arte e historia del Museo Nacional) y con ella fue con quien decidieron estructurar la exposición de esta manera.
Porque, ¿cómo se puede representar en un mismo espacio tantos relatos del conflicto, que muchas veces se superponen o se contradicen? ¿Cómo reunir en un mismo espacio testimonios que representen al mismo tiempo a un indígena wiwa o a una madre de Soacha, a un campesino del Cauca o a un empresario caleño? “Escogimos estos tres ejes con los que cualquier ser humano tiene que ver, cualquiera: el agua, la tierra y el cuerpo”. Esos son los ejes que estructuran el recorrido de la exposición y que servirán de base para el Museo, cuando este esté terminado.
La exposición, que estará abierta al público hasta el 2 de mayo en la Feria del Libro (y es significativo que esto se haga en medio de una feria del libro, porque los libros no otra cosa que artefactos de la memoria) contará con la presencia de más de 120 víctimas que han participado con el Centro. Tendrá también cerca de 103 eventos, entre conferencias, exposiciones fotográficas, conciertos y rituales que enriquecerán, en cierta medida, el pabellón 20 de Corferias, donde está empotrada la exposición.
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–¿El recorrido por la exposición le provocó algún tipo de emoción?
–Sí.
–Muy bien ¿Cuál?
–Impotencia –dije queriendo decir sobrecogimiento.
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Íngrid Asprilla es de Tagachí, corregimiento de Quibdó, en la zona del Medio Atrato, en el departamento de Chocó. En su región ha habido muertes, desplazamientos y masacres, me dijo. Pero sin entrar en detalle en ningún evento. A los 12 años se metió en la danza. “Bailaba chirimía o a veces pasillos, a veces hacíamos danza teatro, pero sobre todo chirimía. Y esas actividades nos servían mucho a nosotros en la comunidad, porque nos mantenían más unidos, más fortalecidos”, me decía poniendo distancia cada vez que yo intentaba con tibieza bordear el vórtice incierto de ese pasado.
Nomás entrar, aprovechamos para pegarnos a una de las guías que acababa de empezar el recorrido con un grupo más o menos grande. En un mapa lleno de hilos, la guía dijo que cada acción violenta que tenía lugar en el territorio repercutía de manera directa en alguna actividad de la comunidad. “Por ejemplo”, decía la guía moviendo uno de los hilos, “si yo inicio una hidroeléctrica, eso va a afectar el ecosistema que es sagrado para la comunidad y va a afectar el territorio sagrado”, y el resto de hilos en el mapa se movían por contagio, atados entre sí.
¿En el caso de ustedes es igual?, le pregunté a Ingrid. “Claro, es lo mismo. Porque por ejemplo en nuestro caso, que es el río Atrato, si el río se contamina pues nosotros ya no podremos transportarnos por el río, o buscar el alimento: la yuca, el plátano el maíz. Si algo pasa con el río, eso nos afecta a todos”. Cuando Íngrid hablaba, lo hacía sin ganas de enseñar o dar lecciones, en su voz estaba simplemente la reiteración de una historia de sobra conocida.
Ella se detuvo por un momento y señaló con la mano un arbusto de un metro de alto. “Por ejemplo, esto lo que representa es lo importante para nosotros que es la naturaleza, la montaña. Todo esto es importante para nosotros”. Yo me quedé mirando el arbusto y luego a ella. Pero no agregó nada más. Seguimos caminando y dejamos atrás la sala de la exposición que hablaba sobre el cultivo de coca en el Putumayo.
Este artículo iba a ser la puesta en escena de dos contextos y de dos visiones. El contraste de dos pasados. Pero con cada pregunta que le hacía a Íngrid, con cada intento de conversación era como intentar reconstruir, con el tiempo en contra, un mural gigante y complejo a partir de pequeñísimas piezas dispares. Como andar a la deriva en un bosque tupido y ruidoso con no más que fragmentos de múltiples mapas de distintas épocas.
¿Este tipo de iniciativas sirven?, le pregunté a Íngrid refiriéndome a la exposición. “Sí, y uno esperaría que la lleven también por la región para que la gente vea lo que es el conflicto”. ¿Crees que la gente aprende? “Sí porque ahí se ve cómo fue la situación de nosotros y como sigue siendo. Porque el conflicto sigue estando en las regiones. El Estado negoció con las Farc pero hay otros actores armados. El ELN está ocupando los territorios que antes tenían las Farc entonces nosotros seguimos en esto. Sirven para contar las cosas que nos han pasado. Que nos siguen pasando”.
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–Si tuviera la oportunidad, ¿le diría algo a los curadores del Museo?
–Sí.
–¿Qué les diría?
–Que felicitaciones.
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Llegamos al eje temático enfocado en el cuerpo. Entramos a la sala que expone el exterminio de la Unión Patriótica. Sonaban discursos fragmentados de Bernardo Jaramillo. Había un mural con las caras de los dirigentes del grupo político. Todos muertos. Arriba, muy arriba en el mural, un texto que nos quedamos leyendo. Un texto que decía que en la época de la UP no sólo eran los hombres los que hacían el trabajo, que también las mujeres colaboraban desde otros campos, que la UP no sólo eran los hombres líderes sino también las esposas, los hijos. Era un hogar. Que las mujeres hacían el mismo trabajo, porque todos estaban encaminados hacia un mismo ideal. “Sí, así es”, dijo Íngrid cuando acabó de leer, “las mujeres en el conflicto hemos sido pasivas y consejeras. Las mujeres hemos estado ahí siempre. Sólo que a veces no se reconoce nuestro trabajo, pero la labor de la mujer ahí está”.
Pasamos por una infografía que decía que en el 95 llegaron los paramilitares al Urabá. Le pregunté por ese dato. “Ah no, de eso no estoy segura. Porque yo a ellos no los conozco. Lo de la gente del Urabá no sé muy bien cómo es. Yo sé es de mi zona, que es del Medio Atrato, no del Bajo Atrato. Allá en mi zona llegaron paramilitares, sí, pero sobre todo fue la guerrilla”.
Actualmente, Íngrid es guardiana por la comunidad del río Atrato, de la sentencia que el año pasado sacó la Corte Constitucional declarándolo sujeto de derechos. “En este momento soy guardiana de la comunidad. Pero es algo que ha sido muy difícil. Porque ahí se ve que el Estado no tiene preparado nada”. Lo que más afecta en este momento el río Atrato es la minería y la tala de bosques, decía Íngrid.
A pesar de nuestra cercanía, de ser dos cuerpos vecinos con la cabeza clavada en un mapa de Colombia con algunas cifras, de hablar el mismo idioma, de entendernos incluso en algunos temas, a pesar de todo eso, había una grieta enorme que esa cercanía física no iba a recuperar (al menos no en un espacio de tiempo tan corto). ¿Qué estaba pensando realmente Ingrid cuando oyó la voz de esa mujer en el altoparlante que decía que una persona no conoce verdaderamente el dolor si no ha perdido a un ser querido?
¿Qué estaba pensando Ingrid cuando vio la infografía de las mujeres en Barrancabermeja que se proclaman sobrevivientes victoriosas, mujeres que sabían que el cuerpo era el primer territorio que debían defender y que, desde los años sesenta, se rebelaron contra la violencia el machismo y la injusticia? ¿Qué pensaba Íngrid cuando se volteó y dijo que sí, que nuestro cuerpo es el primer territorio que debemos defender porque con la guerra muchas mujeres fueron víctimas de violencia sexual, de acoso sexual?
Es muy difícil esperar las reacciones de dos personas que recorren un Museo. Sobre todo porque la mirada de cada una se concentra en cosas distintas. Porque la mirada es distinta. Porque la atención se va por lados dispares. Si yo miraba el caso de Fair Leonardo Porras, de 26 años, encontrado en una fosa común de Ocaña con un fusil en la derecha (aunque él tenía ese lado del cuerpo paralizado) y a quien intentaron pasar por comandante guerrillero, si yo miraba ese testimonio y sentía la crudeza por todo el cuerpo; Íngrid revisaba otro caso, otro testimonio, que muy posiblemente le dejaba otra sensación. Y otros pensamientos.
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–¿Hay algo que modificarías o cambiarías de la exposición?
–No.
–¿Consideras que luego de haber hecho el recorrido has aprendido nuevas cosas sobre el conflicto armado?
–Sí.
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Estábamos a punto de adentramos en la última parte de la exposición, la dedicada al agua y al medio ambiente. Íngrid se volteó y me dijo:
“¿Cuánto afecta el conflicto a un ser humano?”.
Aunque era la primera vez que me hablaba en el recorrido sin que yo la hubiera interpelado, había dicho esa frase más para sí, más para recordarse una duda que para esperar que yo le resolviera la pregunta. Repetí cada palabra: ¿Cuánto afecta el conflicto a un ser humano? Y ella asintió. Sí, sí. Fue la frase más corta que me dijo en todo nuestro encuentro y temo que fue, a su vez, la que transmitió su experiencia más viva. Lo otro fueron datos, información. Pero en esa pregunta había una narración que no pretendía cerrarse sobre un significado. Qué no tenía una respuesta definida. Y que quizás no aspiraba a tenerla.
Este iba a ser un artículo sobre los efectos de la exposición del Museo en dos personas que han vivido el conflicto de manera distinta. Sobre los efectos de la memoria. ¿Pero cómo se acerca uno al otro y espera sacar de sus reacciones una experiencia susceptible de ser incorporada? ¿Puede acaso la memoria tener en dos personas los mismos efectos?
Seguimos hacía la parte final de la exposición. Íngrid se volteó y me dijo que acá sí estaba la muestra en la que salían ellos. “Acá salimos nosotros” y me fue guiando hasta donde estaba el mapa del río Atrato. Con sus afluentes, sus municipios. “Muéstrame entonces de qué parte es la organización de ustedes”, le pedí.
Ella se arrodilló primero, pero decidió sentarse en el piso. “Acá este es el río Arquía y acá está el Tagachí. Toda esta zona que pasa hasta Antioquia es la zona de la que nos ocupamos. Por acá también pasaba la guerrilla, las Farc. Ahora pues ya están tomando posesión otros grupos, el ELN está llegando también por todo este corredor”.
El río es vida. Ese río es nuestra vida. Aquí están unas mujeres lavando ropa, me dijo señalando una fotografía colgada. “De acá también sacamos el agua para cocinar, para beber. El río significa muchas cosas para nosotros, el río es vida”.
- Íngrid señala su región en el medio Atrato.
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–Ya vamos terminando, esta es una de las últimas preguntas, ¿crees que has hecho parte del conflicto armado de alguna manera?
–Sí.
–¿Te consideras víctima de conflicto? ¿Victimario? ¿Otro? ¿Ninguna de las anteriores?
–Otro.
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“Me tengo que ir ya, me están llamando para que nos vayamos. Fue un gusto”, dijo Íngrid con un beso de despedida, sin dar oportunidad a que le pidiera un rato más.
No hubo, por supuesto, ninguna verdad revelada. Ningún sentido último expuesto como un trofeo.
Más bien hubo retazos. Fragmentos opacos. Confusiones. Malentendidos y elipsis.
No me atreví a preguntarle por qué era víctima, por ejemplo.
Por pudor, supongo.
–
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