Unas 220 familias de piangüeras, jaiberas y pescadores, algunas víctimas de desplazamiento, se volvieron parte de una cadena de reciclaje y aprovechamiento que se extiende por todo el litoral Pacífico.
Por: Iván Bernal Marín
Buenaventura se debate entre el verde y el gris. El gris de sus calles, entre un cemento despojado de árboles y una tierra negra desteñida. El gris de cientos de tablas, que forman casas y puentes asoleados sobre pantanos que parecen cubrirlo todo. El verde de esos pantanos alberga una de las pocas esperanzas que guarda hoy su gente.
Más de 170 mil de los 440 mil habitantes de Buenaventura han sido desplazados por grupos armados y viven en “situación de vulnerabilidad”, según estadísticas de la Red Nacional de Información del Estado. Eso es un 38 % de la población.
La mayoría aprendió, desde la niñez, a vivir del mar. Como Lilian Mosquera, cuya casa pintaba un trazo salmón en el paisaje verdigrisaceo de los barrios de bajamar, cuando la visité. Ella solía cazar cangrejos y jaibas. Pero un día empezaron a escasear; ya no sacaba nada, no tenía qué vender y la basura empezó a acumularse más entre las raíces de los manglares verdes. Así que tuvo que buscar otro salvavidas entre la basura, esta vez para intentar sacar a flote a sus cuatro hijos.
Ahora pesca residuos, ya no solo mariscos. Se volvió parte de una cadena de reciclaje y aprovechamiento que se extiende por todo el litoral Pacífico, junto a otras 219 familias de piangüeras, jaiberas, pescadores y mujeres cabezas de hogar desplazadas.
Desde que empezó a recoger basura, su canoa nunca volvió a regresar vacía de sus faenas de pesca. Se dio cuenta de que podía transformar latas, botellas, tapas, baldes, sillas rotas, bolsas y muchos otros de esos desperdicios, que además contaminaban su orilla, en una especie de combustible para la economía de su hogar.
«Voy, echo mi challo y me pongo a recoger. Voy, vuelvo y recojo. Y así me la paso todo el día»
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Lilian tiene un jardín de plásticos en la puerta de su casa. Son torres de costales y tanques llenos de residuos sacados del agua. Su barrio se llama Las Bahamas. Las casas son una colección temblorosa de cajas de cartón colgadas de estacas. Debajo de los puentes, las aguas del río San Juan se besan con el Océano Pacífico.
Los palos que sostienen su hogar se abrazan con raíces de mangles, cubiertos de costras de desperdicios y burbujas.
Desde Las Bahamas se ven esos dinosaurios de esqueletos largos y metálicos que alzan sus cuellos al fondo, detrás de los techos. Son grúas gigantes que acarician el cielo en un movimiento hipnótico y lento, desde que amanece hasta que el sol muere, para acá y luego para allá, como manecillas de un reloj. El movimiento de carga no se detiene porque los terminales marítimos de Buenaventura movilizan unas 35 mil toneladas de mercancía diaria. Es decir, el 60 % de todo lo que se mueve en Colombia.
En contraste, es una de las ciudades más pobres del país. La pobreza alcanza al 81 % de la población; el desempleo roza el 62 %. Y para empeorar el panorama produce a diario unas 220 toneladas de desperdicios, de los cuales solo un 10 % se aprovecha, según las autoridades.
Muchos siguen ahí, debajo de las casas, en el verde pútrido. El estero se extiende por más de 218 kilómetros de línea costera, la zona de pesca y recolección de Lilian.
Ella usa las mismas redes con las que captura crustáceos. Desentierra los residuos del fango con sus manos, como hace con las pianguas cuando se corre la cortina de la marea baja. En los restaurantes los transforman en uno de los manjares más típicos del Pacífico. Cocinadas y con salsa, un plato de pianguas vale hasta 30 mil pesos.
Lilian las vende por costales y no le pagan todo eso. Pero a veces alcanza esa suma en una jornada completa, si el día está bueno, sumando la venta de residuos y pesca.
«Sale más rentable las dos cosas»
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El niño con el número 10 clava el tiro libre en el ángulo, y hasta el arquero del equipo contrario parece apartarse para mirar el golazo. Por un momento parecía que el balón se iba a enredar en los cables que cuelgan de los postes de energía eléctrica. Todos llevan uniformes verdes y solo se diferencian por unos petos anaranjados. El negro de sus pieles brilla al sol igual que la de Cuadrado, Yerry, Duvan, Rincón, el Tino. El arco cubre todo el ancho de la calle sobre la que juegan, una lengua de concreto boyando sobre el verde. Una moto aprovecha el momento de celebración para cruzar.
A los lados de la cancha hay montañas de costales llenos de plásticos. Los recogieron los mismos niños. Se cumple una fecha más del torneo EcoGol entre casas tapizadas con bolsas negras. Icopor, empaques y botellas se riegan a los lados, en el fango. En las orillas se desperezan y bostezan gatos despelucados, muchos gatos despelucados que ni se inmutan con el partido. En la tribuna callejera se ven banderines de telas de colores neón, pero solo son anuncios de ventas de minutos a celular.
Es un torneo interbarrios en el que los residuos ponen a girar la pelota. Los padres de los niños no tienen que pagar inscripción para participar, solo tienen que recoger basura. Este año llegó a su tercera edición con 14 equipos. La inscripción costaba 180 kilos de desperdicios. En mes y medio recogieron más de 3.800 kilos entre todos.
“Ayuda, claro, ayuda mucho”, dice a un lado del juego, en el barrio Bolívar, el profesor José Abraham Murillo. Es uno de los coordinadores de EcoGol, otra de las iniciativas que se enmarca en la Plataforma Pacífico, el programa que asocia a las piangüeras.
De las canchas de estos barrios palafíticos salieron figuras del fútbol colombiano como Duvier Riascos, Santiago y Wilmer Arboleda, y el goleador José Luis Sinisterra, que ahora juega en Argentina. José Abraham lo dice con orgullo.
Los residuos han servido de abono para que más niños se sumen al torneo a cultivar la semilla de su talento. Es fácil imaginarlos vistiendo de amarillo en el futuro, incluso bailando en la línea del tiro de esquina o entrando al estadio de uno de los grandes de Europa.
«El padre de familia cuando se ahorra un peso hay más facilidad para que participe. Y crea cargo de consciencia de la comunidad con la recolección de residuos. Ahora están más pendientes de para dónde va lo que están trayendo»
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En una bodega en el centro de Buenaventura, de paredes amarillentas, está el núcleo de la Plataforma Pacífico. Adentro hay ya no una montaña sino una cordillera de plástico compactado y cajas de papel.
Un equipo de recicladores vacía sacos de botellas, jarras y latas en las fauces de una máquina, una especie de lavadora con cara de pocos amigos. Los estruja y suena como el inicio de una tormenta.
“En nuestro caminar, desde hace ya tres años, hemos evidenciado que hay mucha gente que está aguantando hambre en Buenaventura. Sabemos que con esto no le vamos a solucionar el problema, pero sí de pronto como ayudar”, dice María Teresa Sinisterra, mientras los recicladores sacan de la máquina un cubo compactado.
Ella es la líder de la asociación Gestores Ambientales del Pacífico, Gesampa, la base sobre la que se gestó Plataforma Pacífico. Al principio eran solo los recicladores de Buenaventura, pero pronto se dieron cuenta de que no tendrían ningún impacto si no hacían algo con las playas y los ríos. Hoy trabajan también con caseteros y pescadores que antes enterraba e incineraban los residuos en las playas del litoral. Se articularon con pobladores de Juanchaco, Ladrilleros, Bocana, La Barra y Guapi. Empezaron a enviar en lanchas los cargamentos de desperdicios, para separarlos y venderlos como material a fábricas en Cali. Allá lo transforman en nuevos elementos.
El panorama era gris, oscurísimo. En todo el Océano Pacífico flotan alrededor de 80 mil toneladas de basura plástica. Los muelles de sus municipios son apenas un punto del triste mapa.
Luego vino el encuentro con la empresa privada, con Carvajal Empaques. Les entregaron maquinaria en comodato: bandas separadoras, la compactadora y capacitaciones sobre cómo aprovechar una gama más amplia de materiales. El primer año lograron recolectar 78 toneladas, sumando iniciativas como EcoGol y las piangüeras.
La tarea era ponerle, aunque fuera, una curita a la herida que la contaminación abre sobre el planeta. Entre más personas se sumaran, más podrían cubrir. Este año quieren recolectar más de 300 toneladas.
«La idea es darles a los residuos una cadena de valor. Convertirlos en otra cosa. No dejarlos en el mar»
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“¿Quién es rico? El que aprecia lo que tiene”, dice una frase del Talmud que vi por ahí. No creo que Lilian la haya leído. Pero ella sonríe, como si supiera.
Sonríe cuando habla de su rutina diaria, por más gris que parezca; sonríe rescatando plásticos del mar y dándoles de comer a sus hijos.
Cada vez que salía a pescar, Lilian veía basura alrededor de su canoa. Hasta que un día vio otra cosa. Le sacó una esperanza al verde estancado.
Tal vez por eso su hogar era el único pintado de un color brillante en esa pasarela de casas con caras de reptiles disecados. Ella ve que es posible ponerle nuevos colores a esa tierra, o más bien al pantano, donde nació.