Son más de 30 audios recopilados por la Ruta Pacífica de las Mujeres que le cuentan la tragedia de ser el rostro femenino de la guerra.
“Si bien las cifras permiten afirmar que nueve de cada diez víctimas fatales o desaparecidas son hombres, es justamente en las mujeres sobre quienes recae el peso de la tragedia producida por la violencia”.
Así empieza el capítulo dedicado a “las cuidadoras, las protectoras, las aglutinadoras” del informe Basta Ya del Centro Nacional de Memoria Histórica, tal vez el documento más grande sobre lo que 60 años de guerra le han dejado al país.
Históricamente, las guerras y los conflictos armados han sido una cosa de hombres: los condenados a abandonarlo todo por portar un arma y pelear en un conflicto que les quita la vida. Eso es evidente. De los más de 10.000 individuos que hacían parte de las Farc y que se desmovilizaron con la implementación de los Acuerdos de Paz, casi el 80% eran hombres. Pero en Colombia y en el mundo, son las mujeres las víctimas directas del despojo: las condenadas a encarar los estragos y la destrucción que deja la guerra a su paso. Las que quedan cuando la guerra secuestra, recluta, desaparece y asesina a los hombres.
Escuchar las voces de esas mujeres ha sido la labor de la Ruta Pacífica de las Mujeres, una organización que desde 1996 se ha dedicado a contarle al país las historias que la versión oficial de la historia ha olvidado. Mujeres que llevan en sus cuerpos las cicatrices de una guerra que las coge, las agita y las abandona. Por años, la Ruta se ha dedicado a alcanzar los territorios más alejados del país en donde se refugian las mujeres olvidadas que amasan sus historias lejos de los oídos del Estado.
Han sido más de 1.000 mujeres las que han contado sus historias a la Ruta y a su Comisión de Verdad y Memoria, una estrategia que la organización creó con el propósito de insertar sus voces en la negociación de paz. La semana pasada, años después de haber cosechado esas historias y después de haber publicado varios documentos, la Ruta Pacífica de las Mujeres compiló 1.000 testimonios en un proyecto sonoro que bautizó 1000 Voces y que realizó con la colaboración de Mapa Teatro. Su propósito es que las mujeres hablen por sí mismas, que sus historias circulen sin intermediarios y que lleguen a los oídos de las personas a las que la geografía separa. Ya están al aire seis episodios. En total serán 34 que se publicarán mes a mes, cuatro a la vez.
“La particularidad de estas mujeres es que todas fueron víctimas del conflicto armado y que por primera vez narraron lo que significó para ellas la guerra: qué les pasó. No qué le pasó al tío o al primo. Sí, eso también lo narran en sus historias, pero por primera vez la pregunta era qué les había ocurrido a ellas”, me dijo Andrea Cardona, encargada de comunicaciones de la Ruta.
A la fecha, el Registro Único de Víctimas (RUV) cuenta 8.208.564 víctimas del conflicto armado en Colombia. De esa cifra, 4.075.501 son mujeres, un número que supera por más de 4.000 personas el número de hombres víctimas de la guerra. Entre los hechos que afectan particularmente a las mujeres está el despojo de tierras, las amenazas y los delitos contra la libertad y la integridad sexual.
“A mí me dio muy duro porque imagínese, 20 años que viví con él. Y yo quedar sola, yo no sabía nada de lo que era la finca, como él era el que hacía el trabajo. Yo me volví delgadita, me enflaquecí hartísimo de tanto pensar. Yo no era sino llorar, yo no comía, yo pensaba: cómo lo tendrán a él, estará sufriendo, hasta amarrado lo tendrán. Eso era una preocupación horrible”, dice la voz de una de ellas en uno de los seis capítulos sonoros que fueron publicados recientemente.
Cada capítulo se teje sobre una temática: el arrebato de un familiar, las heridas físicas, las huidas, el miedo, el trauma, las pérdidas. En cada audio, tres, cuatro o más mujeres cuentan de la vez que unos hombres armados rodearon su casa, de la explosión de una mina y la pérdida de una pierna, del miedo de escuchar un carro o una moto aproximándose, del hombre que no volvieron a ver. Del dolor, del llanto. Al fondo, casi siempre se escucha algún niño pequeño, seguramente el mismo que corrió con ellas. Algunas lloran y otras hablan como si se tratara de una historia ajena.
“Ese día lloraba todo el mundo de la comunidad al verme así. Yo les dije que no lloraran porque me hacían llorar a mí. (…) Y yo me hacía la guapa. Yo hacía el esfuerzo de tener la fuerza para aguantar”, dice una de las 1.000 voces.
“Teníamos tanto miedo que casi no nos atrevíamos a salir a la calle, ni a visitar vecinos. Y si lo hacíamos, lo hacíamos de forma rápida, ya casi de noche, las tres o cuatro familias que quedábamos en cada calle”, dice otra.
“Me siento liviana porque acabo de hablar (…) siento como que descansé de poder sacar todo ese dolor que sentía adentro. Saber que alguien lo escucha, sin juzgarlo (…) No todos los días de la vida uno habla de lo que hablamos hoy”, dice otra más.
Los testimonios fueron recogidos por ellas mismas, según me contó Cardona, mujeres que hacían parte de las comunidades a las que la Ruta capacitó y a las que llamó documentadoras. “Recurrimos a una práctica ancestral que es el voz a voz, a la camaradería o a las actividades en las que las mujeres se reúnen: se sientan a tejer, o a hacer un alguito y empiezan a conversar”. Así se contaron sus historias.
El ejercicio, fructífero y necesario, también estuvo cargado de dolor: no solo para las mujeres que se enfrentaban al peso de sus recuerdos, también para sus interlocutoras que en diferentes etapas del proceso se veían obligadas a parar y buscar apoyo psicológico antes de continuar con la tarea. Incluso algunas de las psicólogas que dispuso la Ruta tenían que buscar a su vez otra persona que las apoyara frente a la apabullante cantidad de historias de pérdidas e impotencia.
En medio de la dislocación y el trauma, el proyecto también se encontró con historias de resistencia y reconstrucción: mujeres que después de haberlo perdido todo decidieron emprender de nuevo y construirse sus comunidades de la mano de otras mujeres. Así lo hizo Lisinia Collazos, una mujer indígena del Cauca que perdió a su esposo a manos de los paramilitares en la Masacre del Naya. Collazos, que participó en el proyecto como documentadora y como relatora, encabezó un movimiento de mujeres sobrevivientes de la masacre que pelearon por la restitución de sus tierras y que hoy trabajan juntas en su nuevo asentamiento cosechando café.
“[En los testimonios] hay una formulación de esperanza, el deseo de un futuro diferente para sus hijos. Eso se ha ido cumpliendo de cierto modo con la desmilitarización de la vida social, con el hecho de que haya bajado de manera gradual el efecto de la guerra con la desmovilización de las Farc. En muchas regiones se ha visto el impacto”, me aseguró Cardona. Según la Ruta, la firma de los acuerdos y los primeros pasos de su implementación han sido un avance tremendo en el camino de reparación y pacificación que busca esa organización y las más de 1.000 mujeres que hicieron parte de su proyecto.
En lo que sigue ahora en el proceso de implementación de los acuerdos, el equipo detrás de la Ruta Pacífica de las Mujeres y de 1000 Voces espera que el proyecto sea una herramienta que contribuya al reconocimiento de las mujeres víctimas del conflicto y a su reparación efectiva. Que se reconozca la historia y la memoria de las mujeres, que sus dolores y pérdidas se reparen simbólica y materialmente de manera efectiva, que se garantice su derechos a la participación política en ambientes seguros.
Que sean visibles, que sean escuchadas.
Que se les garantice que nunca más tendrán que vivir los mismos horrores.