No nos tienen que imponer el perdón para que haya reconciliación | ¡PACIFISTA!
No nos tienen que imponer el perdón para que haya reconciliación
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No nos tienen que imponer el perdón para que haya reconciliación

Staff ¡Pacifista! - abril 11, 2016

OPINIÓN Solo si podemos ejercer la ciudadanía vamos a transformar valores y a asumir la democracia como una manera de vivir y convivir.

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Columnista: María José Pizarro

 

 

Algunas voces plantean que la consolidación de la paz depende de nuestra capacidad de perdonar; que el perdón es el detonante para iniciar un proceso de reconciliación después de más de 50 años de divisiones y guerras fratricidas.

Nos dicen que debemos perdonar.  Pero también que, de alguna manera, ese perdón implicaría renunciar a la exigencia de un justo castigo o a la restitución de los derechos perdidos. Todo, en aras de ese interés superior que vemos en la posibilidad de la paz.  Pero lo cierto es que si el perdón no viene acompañado de garantías reales de no repetición, de un reconocimiento de lo sucedido y de la posibilidad de materializar reivindicaciones postergadas, no es más que un beneficio para un Estado ausente y motor de la exclusión social.

Lo realmente transformador sería iniciar un proceso de reconciliación sin imponer el perdón a las personas afectadas por la violencia, de manera que la paz se acompañe de compromisos sociales y políticas contra los eternos ciclos de violencia. La reconciliación podría convertirse en un gran catalizador de la paz, pues implica un proceso de construcción colectiva, así como el reconocimiento sincero de responsabilidades y no un mero formalismo político.

La reconciliación pasa por un esclarecimiento plural de las causas de la guerra. El proceso que necesitamos implica asumirnos como un país diverso y plural, que humanicemos al ‘enemigo’ y que existan garantías para el ejercicio político y la movilización social.

Para fomentar procesos reales de reconciliación, el Estado debe abrir espacios para la participación efectiva de amplios sectores sociales excluidos durante décadas en el diseño de políticas y pactos sociales. De paso, tiene que garantizar la democratización de la memoria y el respeto a nuevos interlocutores y liderazgos.

La reconciliación solo será posible si sabemos qué ha motivado, degradado y perpetuado la guerra, si el reconocimiento de responsabilidad de todos los implicados –lo que incluye a los medios de comunicación, gremios, poderes locales, nacionales y políticos– es difundido masivamente.

Hablamos no sólo de saber cuál es el soldado, el guerrillero o el paramilitar que estuvo implicado en un hecho victimizante concreto, sino de los grandes responsables. Hay que ponerle nombre propio a las fuerzas oscuras, a los enemigos agazapados de la paz. Esa es la gran responsabilidad de la Comisión de la Verdad y demás mecanismos de justicia transicional pactados en La Habana.

La verdad debe permitir que la memoria sea patrimonio de todos, que garantice una democracia real y no figurada como la que tenemos. Es decir, participativa y generadora de una nueva identidad nacional.

Una de las preguntas que debemos responder como sociedad es cómo logramos hacer de la paz un estado de democracia, una posibilidad de expresión y acción movilizadora, sin represión y exclusión, un proceso transformador de valores y conciencias.

La reconciliación tiene que servir para poner en primera línea de discusión los problemas postergados con la excusa de la guerra y los que estamos aplazando mientras alcanzamos la paz –la minería, los megaproyectos, el uso de los suelos y los monocultivos, la venta del patrimonio público–.

No se trata de una paz a cualquier precio, nuestro compromiso con la reconciliación exige reclamar todas las garantías para la construcción de nuestro futuro común. Se trata de ejercer nuestra plena ciudadanía, respetar para transformar nuestros valores y asumir juntos la democracia como una manera de vivir y convivir.