En el país hay al menos un millón de víctimas mayores de 60 años. Un número que, por cuenta del paso del tiempo, crece todos los días. Especial de Pacifista! y la Comisión de la Verdad.
Este reportaje hace parte del especial #PersonasMayores – El conflicto colombiano, en las voces de quienes superan los 60 años. Ingresen a este enlace para ver los demás contenidos.
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“¿Cómo soñaba llegar a la vejez? Yo pensaba que iba a envejecer como campesino, con comidita y con cultivos para vender”.
Quien habla es Pedro*. Cree que fue por allá en 1987 cuando tuvo que salir desplazado de La Gabarra, un corregimiento del municipio de Tibú, en Norte de Santander, donde tenía una finca de 447 hectáreas. Quizá eran las cuatro de la tarde de un sábado o domingo cuando un grupo de hombres armados lo abordaron en el camino hacia su finca, lo requisaron y simplemente le dijeron que debía irse del pueblo en el primer carro que pasara.
Esos son los únicos datos que hoy logra recordar Pedro sobre el momento en que se vio obligado a abandonar su tierra. Pide que lo excusen, pues la cabeza y la memoria le están empezando a fallar a los 69 años. Lo que sí recuerda con nitidez es que ese fue el comienzo de un verdadero infierno: un desplazamiento tras otro y amenazas que aún lo siguen mortificando.
En contraste, María* sí recuerda con exactitud el día y el lugar del asesinato de uno de sus siete hijos. Fue en una estación de gasolina de un municipio del nordeste de Antioquia, el 31 de enero de 2003. “Mi niño tenía 23 años… Me disculpas, pero a todos mis hijos les digo así”. En esa fecha, asegura, le cambió la vida, pues su vida se convirtió en un solo propósito: buscar justicia por la muerte de su hijo.
Han pasado 17 años y siete meses de ese crimen. Hoy María tiene 76 años. Dice que seguirá pidiendo, hasta que la salud se lo permita, que los autores del homicidio de su hijo le respondan por qué se lo mandaron a matar. “Era mi única compañía”, recuerda.
Pedro y María son parte del 1.001.549 de víctimas mayores de 60 años del conflicto armado en Colombia. Un número que, por cuenta del paso del tiempo, crece todos los días. Este es un grupo poblacional que representa el 11,1 por ciento del total de víctimas que aparecen en el Registro Único de Víctimas (RUV) de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, que el 31 de julio 2020 llegó a la cifra de 9.041.303.
Las víctimas mayores de 60 años han sufrido distintas violencias a lo largo de sus vidas, incluso han vivido la misma agresión más de una vez. A la mayoría las han desplazado forzadamente de sus tierras o pueblos, las han asesinado (o a algún familiar) y las han amenazado. Y pese a que son sujetos de especial atención de acuerdo con la Ley 1448 de 2011 (la Ley de víctimas), esperan que la reparación integral les llegue antes de morir.
De la mano con la reparación, estas víctimas también buscan un trato más incluyente y menos discriminatorio debido a su edad. Quieren participar en la construcción de paz y aportar con sus experiencias y conocimientos para que no se repita lo que les tocó vivir. Algunas ya lo hacen desde asociaciones o mesas de víctimas y centros de memoria. “Nosotros pusimos a los muertos, pero también tenemos la historia de lo que ha sucedido en Colombia y podemos aconsejar a los más jóvenes”, comenta Pedro.
El impacto del desplazamiento
“Honestamente, no me acuerdo de qué grupo eran los seis tipos armados que me salieron en el camino”, comenta Pedro. Pudieron ser guerrilleros del ELN, del EPL o de las antiguas FARC-EP. O quizás, cree él, paramilitares que empezaban a tomarse Tibú a mediados de los ochenta. Luego de escuchar que tenía que irse de La Gabarra, les dijo a los hombres armados que iba hasta la finca por su esposa y sus dos hijos; y después sí abandonaba el pueblo. “Ellos ya están en Cúcuta. Y tranquilo por la finca que nosotros se la cuidamos”, le respondieron.
De La Gabarra partió hacia un municipio del sur del Cesar. Allí tenía algunos parientes y conocidos que podían ayudarlo con trabajo y vivienda. Consiguió unas parcelas para cultivar y un carro en el que transportaba gente por las zonas rurales. Comenzó de cero y al parecer volvía a tener tranquilidad en su vida, pero de nuevo el conflicto armado lo alcanzó. Por el miedo a que los grupos armados en Tibú también se metieran con otros familiares, pidió que le mandaran a uno de sus sobrinos. “Tenía 20 años. Le enseñé a manejar el carro y lo puse a trabajar como conductor de pasajeros”.
Allí hubo presencia de paramilitares, que se movían por todo el pueblo. Varias veces, mientras jugaba billar, el sobrino de Pedro decía inocentemente “Ahí van los nenes”, cuando veía pasar a los paramilitares. “Un día, un muchacho con el que jugaba, que era conductor o ayudante, lo escuchó y pensó que era guerrillero. Les dijo a los paracos que mi sobrino era guerrillero y por eso lo mataron”. Los paramilitares, antes de asesinarlo, lo hicieron trabajar desde temprano transportando miembros de ese grupo. “Y a las seis de la tarde me lo bajaron”. Se lo mataron.
Tiempo después de la muerte de su sobrino, Pedro recibió amenazas de guerrilleros. Él había comprado unas parcelas y seguía trabajando como conductor de pasajeros. Los guerrilleros sospecharon de él porque se movía por varias veredas. “No comprendieron que esa era la forma de ganarme la vida. Un día me dijeron: salga, es la orden. No lo matamos por ser buena persona con la gente, pero se va”. Ante un nuevo desplazamiento forzado, vendió su carro por 700 mil pesos y llegó a un municipio de La Guajira.
En el nuevo pueblo, con el dinero de la venta del carro, compró ropa y otras mercancías para vender. Gracias a la ayuda de un amigo consiguió una ‘renoleta’ (como le dicen a los Renault 12 en esa parte del país) con la que trabajó como comerciante. “Pero me empezó a ir mal, me quedé rápido sin cómo sostenerme”. Así que tomó la decisión de irse a otro municipio del mismo departamento. Allí vive actualmente en casa de una sobrina. En el transcurso de los tres desplazamientos forzados que tuvo, Pedro conformó una nueva familia y tiene cinco hijos. A su primera familia la perdió por la violencia, aunque sigue en contacto con los dos hijos que tuvo con su antigua esposa.
De acuerdo con el Estudio Nacional de Salud, Bienestar y Envejecimiento que hizo el Ministerio de Salud en 2015, el 15,4 por ciento de las personas mayores de 60 años consultadas respondieron que habían sido desplazadas alguna vez en la vida por el conflicto armado, personas como Pedro. Y según el RUV, del más de un millón de víctimas que componen ese grupo poblacional, 769.226 sufrieron de desplazamiento forzado, 52.838 de amenazas por parte de algún actor del conflicto armado, 42.764 de pérdida de bienes muebles e inmuebles y 6.021 de despojo de tierras.
Como Pedro, hay víctimas que vivieron varias de esas agresiones a lo largo de sus vidas y en diferentes etapas. Él no se rinde, aunque su proyecto de vida fue trastocado para siempre desde su primera experiencia como víctima. En estos momentos vende ropa por las calles del municipio. Lo poco que gana lo gasta en su alimentación y en ayudar a pagar algunos servicios de la casa de su sobrina. “Nunca pensé que iba a terminar como vendedor en la calle, que mi última temporada la viviría así”.
La lucha por la verdad, la memoria y la justicia
Roberto*, así se llamaba el hijo de María. Vivían juntos en un municipio del nordeste antioqueño. Él trabajaba como mecánico junto a dos de sus hermanos en una estación de gasolina y tenía tres hijos. Meses antes de su asesinato, un miembro del Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia lo estaba buscando. “Lo persiguió como por ocho meses. No porque fuese vicioso, ladrón o malandro. Fue por algo personal que aún no entiendo”, recuerda María. En la época del crimen contra Roberto, los paramilitares eran la autoridad y la ley en la región. “Aquí no se le ponían las quejas a la alcaldía sino a los paramilitares y ellos ajusticiaban”.
Para María, hay dos años que marcan el conflicto armado en esa zona de Antioquia. Desde 1988, cuenta, llegaron las guerrillas a su pueblo. “No sé decirle cuál grupo, uno solo escuchaba que eran guerrilleros. Pero no pasaron cosas graves, no mataban a gente en las veredas”. Casi una década después, en 1997, aparecieron los paramilitares con el objetivo de sacar a las guerrillas. “Cuando llegaron [los paramilitares] ya no había tantos guerrilleros. Entonces la cogieron contra los campesinos. Y como ellos no tenían idea de las guerrillas, los paras decían que eran auxiliadores”. Luego vinieron las masacres: la primera fue en noviembre de 1998, en la que murieron 14 personas. Ocurrieron otras dos, según recuerda María, en 1999 y 2001.
Bajo ese contexto de violencia fue asesinado Roberto. El 31 de enero de 2003 salió a trabajar. María lo esperaba en la casa a las 11 de la mañana para comer, pero no apareció. Lo habían matado en la estación de gasolina. “Pasó mientras le estaba arreglando la moto al que le disparó, pero esa persona fue enviada por un paramilitar”. Ese día, asegura, fue el más doloroso que ha vivido. Y los tres años que le siguieron al crimen fueron de duelo, de llanto, de tristeza.
En 2006 se empezó a reunir con otras víctimas del pueblo y a participar en la organización que se había creado. Al comienzo era tímida, casi no hablaba; y cuando quería intervenir, el llanto se lo impedía. En esos encuentros escuchó a otras víctimas, a otras madres que habían perdido a sus hijos, a otras mujeres que fueron abusadas sexualmente y torturadas. Fue un momento para empoderarse. Aprendió de derechos que no sabía que tenía y también entendió la importancia de defenderlos. Eso la animó a luchar por la memoria de Roberto y por la verdad y la justicia en su caso.
“Desde la Personería un día me dijeron que había llegado la reparación material por el asesinato de mi hijo, pero que era para los niños de Roberto”, recuerda María. “Yo le dije a la funcionaria que me parecía bien, porque ellos quedaron desamparados. Es que mi hijo no vale plata. Yo he sido una mujer escasa de recursos, pero no persigo la plata. Lo que busco es la verdad”.
La reparación integral
Tanto Pedro como María dicen sentirse no reparados, pese a que siguieron la ruta de atención de la Ley de Víctimas, la cual brinda asistencia a quienes hayan sido afectados por el conflicto armado a partir del primero de enero de 1985. Él espera recibir una casa digna para vivir con su familia. Ella, en cambio, quiere que se aclare el caso de su hijo, aunque el autor del homicidio —hoy encarcelado— aún no responde por el asesinato de Roberto. Los dos temen morir sin que los reparen integralmente.
María del Pilar Zuluaga, consultora en temas de envejecimiento y conflicto armado y quien trabaja con víctimas mayores de 60 años, señala que la Ley de Víctimas prioriza a las personas mayores, pues en el artículo 13 las incluye entre los sujetos especiales de atención y reparación. Pero aclara que es complejo lograr una reparación efectiva para las 9 millones de víctimas en Colombia porque el sistema tiene prioridades dentro de la misma priorización. “Me explico: si hay una mujer víctima de violencia sexual en el marco del conflicto, independiente de su edad; que tiene alguna discapacidad y que, además, hace parte de un grupo étnico, ella tendrá más prioridad que una persona mayor. Es clave tener en cuenta todos esos cruces”.
Zuluaga resalta que mientras se avanza en la reparación para las víctimas mayores, el país ha progresado en otros aspectos como la atención psicosocial y afectiva y la formación de líderes que representen a estas víctimas en las mesas u organizaciones locales y nacionales. Este tipo de atención es fundamental para las personas mayores porque las violencias derivadas del conflicto armado afectaron negativamente sus proyectos de vida o los planes que tenían para la vejez.
“[Las violencias] cambiaron sus convicciones de vida. Por ejemplo, las personas mayores están muy arraigadas a sus territorios. El desplazamiento forzado, además de provocar tristeza o nostalgia en ellos, también puede traer problemas de salud mental. Otra situación negativa es el hecho de salir de un entorno rural hacia las ciudades. Es claro que cuando sucede eso las víctimas ven limitadas sus posibilidades de encontrar un empleo o alguna actividad que les permita generar ingresos, lo que puede generar consecuencias emocionales (como frustración o la sensación de ser improductivos) y físicas”, explica la consultora.
Esa atención, añade Zuluaga, tiene que ser diferenciada, pues las víctimas mayores no son un grupo al que se puede encasillar. Cada víctima es distinta, dependiendo de su contexto, su género, la agresión que sufrió, entre otros aspectos. “Se envejece distinto siendo víctima hombre que mujer”, comenta. “Muchos hombres tuvieron que dejar sus casas por diferentes circunstancias dentro del conflicto armado. La carga del hogar, el cuidado de la familia y la crianza quedó en manos de las mujeres. Pero no solo de hijos o nietos, también de otros parientes”.
El aporte de las personas mayores a la construcción de paz
Elisa Dulcey Ruiz es psicóloga e investiga sobre vejez y envejecimiento. Ella concuerda con Zuluaga en que es un error encasillar a las personas mayores o establecerlas en un grupo poblacional homogéneo, pues eso conlleva a que se creen estereotipos o imaginarios sobre ellos. Por ejemplo, que se asocie la vejez con la pobreza, la incapacidad o la inutilidad. “Esas son formas de minimizar, de menospreciar, de discriminar a las personas por la edad. El envejecimiento es parte de la vida, desde que se nace se empieza a envejecer. Y la vejez es una etapa más, hacia el final de la vida”, aclara Dulcey.
El encasillar a las personas mayores también facilita la aparición de discursos irrespetuosos y poco dignos. Por ejemplo, cuando el gobierno afirma que es necesario cuidar y proteger a ‘los abuelitos’ de la pandemia del Covid-19. A consideración de Dulcey, ese mensaje contribuye a los estereotipos que recaen sobre las personas mayores, a la idea de que sus aporte a la sociedad son irrelevantes. Y lo que ellos requieren es que los incluyan e integren a la sociedad. Hay que insistir en que sus experiencias y los conocimientos adquiridos a través de los años son vitales para las próximas generaciones.
Eso lo tiene claro María, que gracias a su participación en la mesa de víctimas de su municipio, en la mesa de Antioquia y en la mesa nacional está contribuyendo a la construcción de paz y de memoria histórica sobre lo ocurrido en el país en el marco del conflicto armado. Su aporte incluso se multiplica. Ella ha hablado por otras víctimas, exigiendo verdad, justicia y reparación. Y ha sido creadora de distintas iniciativas de memoria.
“Yo quiero construir la memoria de mi pueblo. Por eso con otras víctimas hacemos talleres con jóvenes para hablarles de la guerra que vivimos. También hicimos una escuela de derechos humanos, donde capacitamos a 45 personas desde los 14 años en adelante. Vale la pena hacer ese trabajo. Hay que insistir, persistir, resistir y nunca desistir para que no se repita la violencia”.
A pesar de las dificultades económicas que todavía enfrenta, Pedro también está involucrado en la construcción de paz a través de la defensa de los derechos de las víctimas mayores del conflicto armado. Comenzó con las organizaciones de víctimas de La Guajira, para que sus compañeros y él pudieran recibir la reparación. Su vocería y su lucha lo llevaron hasta la primera Mesa Nacional de Participación Efectiva de las Víctimas, en 2015, representando a las víctimas mayores de 60 años en todo el país. Es un ejemplo de resistencia y resiliencia. “Es que las personas mayores todavía estamos vivas, aún no morimos”, recalca.
Todavía no ha recibido la casa que pidió como reparación por los desplazamientos y las amenazas que vivió. Incluso recibió nuevas amenazas, por medio de panfletos, debido a su labor como defensor. Aunque eso lo inquieta, se reafirma en que seguirá luchando por las personas mayores que, como él, fueron obligados de manera violenta a cambiar su proyecto de vida. El reto de las instituciones, y de todos los colombianos, es reconocer a esa creciente población y garantizarles expectativas de un mejor futuro, el mismo que buscan las nuevas generaciones. “Cuando alguno de los que yo ayudo me sonríe, me da más berraquera de trabajar. Pienso que esto sí tiene sentido. Es que el país tiene una deuda con los mayores. Es hora de que dejemos de estar en el olvido”.
*Los nombres fueron cambiados para proteger las identidades de los protagonistas de este reportaje.