Aunque no se mantiene encendido como prometió la Alcaldía, el fuego está presente cuando los movimientos sociales salen a las calles a pedir el fin de la guerra. Esta iniciativa de Petro no escapa de la polarización política por más simbólica que sea.
En enero de este año se prendió por primera vez la Llama por la Paz en Bogotá. Se trata de una urna de cristal con una mecha adentro que seguirá encendida hasta que se firme un acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc. La primera impresión es que se trata de una llama eterna, que alumbra de manera indefinida, como la antorcha olímpica o el pebetero del Puente de Boyacá, pero en realidad es una llama intermitente, que se enciende cada jueves durante una pequeña ceremonia y se apaga nuevamente un par de horas después.
La primera llama fue en noviembre del año pasado. La Secretaría de Integración Social de Bogotá llevaba un proceso con un grupo de jóvenes llamados Gestores de Paz que, a raíz de uno de los episodios críticos del proceso en La Habana, Cuba, decidieron convocar un plantón en la Plaza San Martín, en el centro de Bogotá, y encender antorchas y velas para exigir de manera simbólica la continuación de los diálogos.
A partir de esa primera ceremonia se empezó a planear lo que desde el 22 de enero sería una actividad constante. La iniciativa corrió por cuenta de la Secretaría de Integración del Distrito, que pretendía, desde un discurso institucional, generar las condiciones para que la ciudadanía se manifestara. Una apuesta política por respaldar la apuesta que marca el momento histórico en Colombia: el fin de la guerra.
Desde el principio había una idea clara: que la paz se construye desde la aceptación del otro. Siguiendo esa idea, la primera llama convocó a miembros de la comunidad LGBTI junto a líderes de asociaciones religiosas. Dos sectores de la población que abiertamente se han opuesto entre sí decidieron encontrarse y encender juntos la llama, dando ejemplo de lo que sienten que debe hacer el país entero.
Hasta ahora van 27 jueves desde la primera ceremonia. La última llama, la semana pasada, se prendió en la plaza de la iglesia de Lourdes para protestar contra la trata de personas. Aunque normalmente las actividades empiezan a las seis de la tarde en la Plaza San Martín, ésta tuvo lugar a las dos de la tarde en Chapinero.
Lo primero que se veía en la plaza, a las dos de la tarde en punto, eran funcionarios con chaquetas de la Bogotá Humana, organizando sillas de plástico frente a cuatro carpas de diferentes organizaciones. Todos corrían de un lado para otro a la vez que, hacia la carrera 13, personal de logística armaba una tarima que recibiría más tarde a varios jóvenes raperos improvisando sobre la trata de personas.
Aunque entre abril y mayo la llama ya se había consolidado en San Martín, fue por estas fechas que distintas comunidades empezaron a buscar a los organizadores para prender la llama en nombre de cada una de sus causas políticas. Eso hizo que la llama se desplazara por toda la ciudad y hasta fuera de ella. La llama se concibió como una ruta, y el pasado jueves la ruta pasó por Lourdes.
Con algo de retraso, a las dos y media de la tarde empezaron los discursos que inauguran la actividad. Funcionarios del Distrito se pasaron la palabra y fueron poniendo en contexto el tema de la trata de personas. A todos les tocó gritar porque el micrófono no sirvió hasta que le llegó la palabra al líder, Jorge Rojas, el secretario de Integración Social.
Rojas es la cabeza visible de la Llama por la Paz. Es un señor sonriente y carismático, que habla pausado y hace énfasis cuando cree que sus ideas lo merecen. Rojas toma el micrófono y, como si estuviera preparado, el sonido por fin empieza a funcionar y su voz retumba por toda la plaza. Frente a él hay un grupo de unas cien personas, que va desde jóvenes de colegio hasta habitantes de calle.
El público esta vez no es entusiasta ni numeroso. Aunque hay varios funcionarios de la Bogotá Humana con banderas blancas tratando de motivar una reacción eufórica, la mayoría de los asistentes son estudiantes de colegios públicos de Chapinero que parece que están ahí más por iniciativa de sus directivos que por voluntad propia.
Rojas anuncia que va a prender la llama y pide que se acerque un estudiante con una bandera blanca. Nadie le responde por un momento. En vez de un joven se le acerca un indigente llamado Diomedes, que, un poco fuera de sí, toma el protagonismo del evento e intenta contar su historia: dice que perteneció al Ejército y quedó en la calle. Diomedes se aferra al micrófono y pide ayuda. Los organizadores, todavía sonrientes, controlan la situación con aparente amabilidad.
En ese momento, con velas blancas y un ambiente de espontaneidad, se prende la vigesimoséptima llama por la paz. La llama está prendida, pero por ser de día el fuego difícilmente se alcanza a ver. Los funcionarios siguen llevando la batuta del evento, pero en su discurso hacen énfasis en que esa es una iniciativa popular, que la llama es de la gente, que ahí no hay ni un peso del Distrito, que ellos solo son intermediarios.
Posiblemente es verdad. Quizás el público de jóvenes callados y ajenos a la situación es excepcional. Mariana Hernández, la encargada de organizar cada una de las llamas que se han prendido hasta ahora, dice que el proyecto ha crecido mucho, que se les salió de las manos. Hace cuentas y dice que han participado, en total, más de 15.000 personas, sin contar la marcha del 9 de abril.
Mónica Roa, asistente de Rojas en la Secretaría de Integración, cuenta que el punto de quiebre de la llama fue precisamente la marcha del 9 de abril. Ese día el proyecto se salió del pequeño núcleo que había formado alrededor de la Plaza San Martín y, en una actividad que contaba con todo el apoyo del Distrito, la llama pasó, una por una, por las manos de activistas, funcionarios, campesinos y estudiantes, hasta llegar al lugar del alcalde Gustavo Petro. Petro alzó la llama y se la pasó al presidente Juan Manuel Santos, que dio fuego a la misma urna de cristal que se prende todos los jueves.
La llama que empezó como un plantón contra la suspensión de los diálogos de paz, la misma que pasó por las manos del Alcalde y el Presidente, fue prendida por Jorge Rojas, un estudiante y un indigente. Luego, a las tres y media, cuando ya nadie la miraba, cuando la pequeña multitud se había disgregado para ver qué había en las otras carpas de la plaza, la llama se apagó de nuevo.
Rápidamente, después de dar entrevistas cortas, los funcionarios desaparecieron. Pero la comunidad quedó ahí: quedaron las organizaciones que iban a protestar contra la trata de personas, quedaron los estudiantes escuchando el concierto, quedaron los habitantes de calle revoloteando por la plaza. Al final, sin la presión de los funcionarios del Distrito, el sentido de la llama número 27 parecía retomar su rumbo: mientras unos escuchaban un rap contra la trata, un grupo de mujeres disfrazadas de cenicienta le explicaban a la gente cómo funciona la esclavitud en el siglo XXI.
Aunque todo parece andar bien, la llama ha tenido que cargar, por lo que representa, con los mismos detractores del Proceso de Paz. Uno de ellos, por ejemplo, estuvo durante todo el evento en Lourdes, pero pasó desapercibido. Un señor de unos setenta años, con sombrero y traje de paño, rondó toda la actividad exclamando furioso “¡¿cuál paz?!”. Aunque tenía todo el derecho de preguntárselo, como lo tiene cualquier ciudadano que quiera dudar del Proceso de Paz, nadie se tomó la molestia de responderle.
Quizás este señor, y todas las versiones de él que cada día cuestionan la utilidad de los diálogos, no son enemigos reales para esta iniciativa simbólica. Como sí parecen serlo los organismos de control. Por ejemplo, la Procuraduría, desde la marcha del 9 de abril ha pedido reportes de todos los gastos en los que ha incurrido el Distrito en las iniciativas enmarcadas en el respaldo a la paz. Los gastos, insisten Mariana y Mónica, son casi nulos. “Ahí están los papeles para cuando él (el procurador Alejandro Ordóñez) los quiera revisar”, dicen.
El balance hasta ahora es positivo. Muchas comunidades han llamado a la oficina de Jorge Rojas para ofrecerse a prender la llama. Campesinos, animalistas, hare krishnas, periodistas, ancianos, barristas y miembros de la comunidad LGBT son solo algunos de los ciudadanos que se han reunido voluntariamente en la Plaza San Martín para pedir que sigan los diálogos y que pare la guerra.
Los organizadores ya pactaron que cuando termine el gobierno de Petro van a reencontrarse por su cuenta y a seguir prendiendo la llama. El reto para ellos, ahora, es que la llama no solo la enciendan los líderes de los colectivos, sino que se acerquen las bases de las comunidades: los detractores, los escépticos, los desinformados. El reto, que no es nada fácil, es lograr que muchos más ciudadanos, sin importar de dónde provengan ni qué prejuicios carguen, rodeen esa urna de cristal con la esperanza de que no hagan falta muchas más.
Hay quienes dicen que se trata de un movimiento político de la Bogotá Humana para posicionar su discurso de cara a la paz, el tema que marca la coyuntura política; que es un esfuerzo de Petro por mantenerse vigente en las discusiones nacionales. Otros, señalan que es un símbolo que deberían copiar los demás mandatarios locales pues, al fin de cuentas, construir la paz es un mandato constitucional.