Este es uno de tantos relatos humanos que la guerra no nos ha dejado mostrar.
¿Qué recuerda de la guerra? “El olor a pólvora y una gallina”. La respuesta es de Alberto, un hombre que hizo parte de las filas del Bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Él es, para el gobierno, un paramilitar más que luchaba en las selvas de Urabá y Chocó. Integraba las mismas filas que dejaron 17.000 víctimas en la época de consolidación del paramilitarismo en Urabá: 1997-2005. Su cara fue sinónimo de terror en algunos corregimientos, sinónimo de guerra, sinónimo de muerte.
Alberto fue uno de esos jóvenes que encontró un refugio en el paramilitarismo. “En un principio la gente se brindaba, recuerdo a la gente fiebrosa de identificarse con el atuendo de las autodefensas. La gente se metía sin saber cuál era el problema. Yo oía a un amigo diciendo: ‘Si Fulano se regala, el comando lo va teniendo en cuenta: ‘ese me sirve para hacer vueltas’. (…) Se pinta por 200.000 0 300.000 pesos y ya después no sabe ni lo que hizo”.
La historia –fragmentada – de Alberto la leí en el libro El presente permanente. Por una antropografía de la violencia a partir del caso de Urabá, Colombia, de la antropóloga Silvia Monroy. El relato evidencia que el olor a pólvora que lo remitía a la guerra era comprensible para él. Simplemente a eso olía el conflicto cuando lo recordaba.
Y todo ocurrió en Urabá, ese ejemplo clásico de “zona roja”, donde la guerra es latente, ya sea por el conflicto entre sindicatos, por el surgimiento de guerrillas como las Farc, por el EPL, por lo que luego se llamaron las Autodefensas y hoy es el Clan del Golfo.
Las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, ACCU, comandadas por Carlos Castaño, se convirtieron en un referente para Alberto. Como él, había cientos de jóvenes que soñaban con empuñar las armas, y sí, lo admitirían después, con generar miedo en la gente.
¿Cómo justificar esa violencia? Alberto respondía: “La ideología de la guerrilla se basaba en la población civil. Nosotros atacábamos esas bases ideológicas, que eran las que más les colaboraron. Cuando tú compras algo robado, tú eres ladrona”.
Los episodios de guerra tienen que ver con ese olor a la pólvora que se asoma de vez en cuando en sus recuerdos, pero la gallina no. El animal lo remite a uno de los momentos más solitarios, y a la vez más tranquilos, en el monte. Después de hablar sobre su desmovilización en 2005, sobre lo que lo motivó a dejar las armas y también sobre las circunstancias que lo convirtieron en un paramilitar, Alberto se quiebra, hablando de su gallina como el ser más querido que lo acompañó en combate.
“Cuando estábamos en el monte solo los comandantes se comunicaban con el mundo…”, cuenta. En ese entonces, soldados rasos como Alberto podían cargar con un radio o un televisor e improvisar una antena. Para salir temporalmente del tedio, los combatientes pescaban, cazaban, construían gimnasios o llevaban videojuegos. En uno de esos momentos de larga espera Alberto eligió ciar gallinas en medio de la selva. “El relato de la gallina es una de las prosas más bellas que escuché durante el trabajo de campo”, dice la antropóloga Silvia Monroy en su texto.
En esos días de exploración e interés por criar animales, Alberto vio una gallina suelta, “la más linda que había visto”, decía. La rescató en medio de un platanal. Después apareció la dueña y se la reclamó. Él se la compró y también se llevó a un gallo. Se fue del lugar con la pareja de animales, el equipo de guerra sobre sus hombros y el fusil AK-47 cruzado en el pecho.
“Yo no sé pa dónde voy pero me llevo mi gallinita”. Y así fue.
Durante año y medio, Alberto cargó con “la pareja, pollito y pollita y los pollitos que iban naciendo”. Cuando los pollos crecían, cuando cesaban las lluvias, los vendía. Y en invierno, cuando comenzaban las operaciones militares, Alberto buscaba un refugio para él y su gallina. “La guerrilla se viene con la lluvia, con el golpe de la lluvia”, decía.
“La gallina tuvo muchos pollitos, todos ellos tan lindos”, comentaba Alberto. En la primera camada nacieron once, lo recordaba inmediatamente. La gallina no sufría, vivía bien, según Alberto, “porque tenía su hombre junto con ella”. En ese momento –como cuenta el libro– dejó de hablar. Hizo una pausa, lloró, se le quebró la voz: “Ellos eran mi adoración”, comentó. Después del silencio confesó que uno de sus compañeros se la había robado, justamente tres meses antes de la desmovilización.
En 2005, el plan de Alberto era dejar las armas, desmovilizarse y viajar a Turbo con su gallina. Sin embargo, cuando la gallina desapareció fue la confirmación de una sospecha: alguien quería hacerle daño. Días antes de que dejara de verla, alguien le había quebrado una de las alas y después una pata. Alberto improvisó un yeso y consiguió que la gallina, al menos por unos días, caminara como de costumbre en medio de la selva. Era como un herido en combate, decía Alberto.
El “patrón” de Alberto, comandante paramilitar de la escuadra, admiró por meses su dedicación a la gallina. De hecho, una vez, en un caserío del Urabá chocoano, le encomendó a Alberto la misión de criar 12 cerdos. La cumplió con éxito: no dejó que se los robaran ni que murieran por falta de comida.
Las gallinas y los cerdos eran, como dice Silvia Monroy, “lo que más lo distanciaba del enemigo y lo que más lo aproximaba a sí mismo”.