Gustavo ha participado en más de mil exhumaciones, ha recuperado, junto con su equipo, 900 cadáveres.
Por: Andrés Puerta
Después de tantos años, Gustavo Duque todavía siente escalofrío cuando habla de los desaparecidos, de su cabeza no se van, ni en la vigilia del sueño, las familias, los huérfanos, la destrucción, el cinismo de los asesinos.
La muerte es para él una presencia cotidiana, pero cuando era niño le tenía miedo a los espantos, por eso debajo de su cama tenía escondidos un cuchillo, un machete y un zurriago. No era valiente, pero pensaba que por lo menos tendría con qué defenderse. Su papá lo asustaba con historias de espíritus y brujas, le decía que en la noche le iban a “jalar las patas”.
Vivía entre una casa en El Poblado, un barrio de clase alta en Medellín, y una finca en El Retiro, al oriente de Antioquia. Desde que llegaba al campo buscaba a un vigilante que cuidaba varias casas y lo acompañaba en su recorrido, le gustaba conversar con él y hasta tenía una escopeta hecha con un palo de escoba y un machete de plástico para apoyar sus labores. El señor también le contaba historias que lo asustaban, cuando tenía mucho miedo se iba hasta la cama de su hermana y le decía que lo dejara dormir a su lado, la niña aceptaba si él después hacía los deberes por ella: tenía que tenderle la cama, lavar los platos, ir a la tienda. Por un momento se convertía en su esclavo.
El niño asustadizo creció y hoy en día es el fiscal que más cuerpos ha desenterrado en Colombia, los muertos se le han vuelto tan comunes que hasta duerme al lado de las bolsas con los huesos que recupera de alguna fosa, su deber es cuidarlos. Gustavo ha participado en más de mil exhumaciones, ha recuperado, junto con su equipo, 900 cadáveres, una cifra con la que podría llenarse dos veces el Airbus A380, el avión más grande del mundo; han devuelto 400 a sus familias, el resto están a la espera de terminar todo el proceso en los laboratorios de Medicina Legal. Todavía faltan muchos más, me dice apesadumbrado, con un gesto en el que tuerce los ojos y aprieta los labios.
Él es consciente de que en el Registro Único de Víctimas de Colombia han denunciado a más de 25 mil desaparecidos, la capacidad de un estadio de fútbol mediano, más de tres veces las desapariciones forzadas que se presentaron durante la última dictadura militar en Argentina y unas veinticinco veces las de la dictadura chilena. La cifra es aterradora, pero un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica habla de más de 83 mil desapariciones en Colombia. Con el fin de encontrarlos también se creó, luego del acuerdo con las FARC, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas en el contexto y en razón del conflicto armado (UBPD).
Siente que las ánimas le sirven de despertador, lo han librado de la muerte y hasta le han ayudado en su trabajo (en Colombia es común que muchas personas crean en las almas que están en el purgatorio, les piden favores a cambio de oraciones y misas, incluso les brindan el primer trago de licor cuando abren una botella). Gustavo piensa que lo protegen. No se explica que haya salido ileso de un ataque de la guerrilla, que su carro no se hubiera ido a un precipicio cuando perdió el control y quedó de medio lado, que solo hubiera explotado un cilindro de gas cargado con pólvora de los cuatro que habían dispuesto en el camino para matarlo; no entiende que se hubiera varado la lancha que lo llevaría hasta el otro lado del río donde lo estaban esperando para asesinarlo. Tampoco encuentra una explicación lógica para el día en el que iban a abandonar una misión porque no encontraban el lugar donde les dijeron que estaban enterrados unos muertos. Su compañero y mano derecha, el investigador Jorge Díaz, se devolvió para orinar al lado de un árbol y sintió una energía extraña en el piso, cavaron justo ahí y encontraron diez cadáveres.
Ha estado muy cerca de muestras innombrables de la crueldad humana, no entiende cómo puede haber un desarrollo del pensamiento macabro capaz de imaginar tanto dolor, de refinar en forma tan sofisticada técnicas de tortura y de generar sufrimiento. Cree que en Colombia ha habido mayor atrocidad que en la Segunda Guerra Mundial, “que allá la gente salía convertida en jabón, aquí también” y no solo eso, el Ejército desapareció inocentes y los hizo pasar por combatientes con el propósito de obtener días libres y estímulos económicos, la guerrilla lanzó cilindros de gas con explosivos, uno de ellos cayó en una iglesia llena de niños y mujeres que intentaban refugiarse; sembraron minas antipersonal, como armas de guerra, en 31 de los 32 departamentos del país, el único libre es el archipiélago de San Andrés; los paramilitares jugaron fútbol con la cabeza de sus víctimas, aprendieron medicina para poder causar el mayor dolor posible sin que el torturado muriera, les metían radios de bicicleta por el pene y calentaban la punta, usaron motosierras como juguetes de carnicería. A esas historias se enfrenta todos los días.
Cuando habla de estos temas mueve la cabeza hacia los lados, baja los hombros para darle vehemencia a sus palabras, siente un escalofrío que se refleja en la piel de sus brazos. Hablar con Gustavo es como conversar con el niño travieso que fue y que conserva picardía en la mirada y una sonrisa fácil. Tiene un tremendo poder de resiliencia, aunque somatiza en su cuerpo el rigor de su trabajo. Para escribir este texto hubo varias conversaciones con él, sobre todo los domingos a la hora del desayuno. En esos encuentros uno de los rasgos más evidentes es que nunca deja quietas las manos, juega con los palillos para revolver el café, junta los dedos, se acaricia la pierna, se rasca la cabeza, se pasa la palma por el rostro.
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En su primera exhumación, dos cadáveres aún tenían carne y tejido adiposo adherido a los huesos. Tuvieron que limpiarlos para preservarlos, los rasparon para que pudieran recibirlos en Medicina Legal. Más tarde, a la hora del almuerzo, mientras comía un sancocho rebosante sintió un olor nauseabundo, tenía un pedazo de sesos pegado en el hombro. Pidió que le pasaran un guante, se lo quitó y aunque siguió comiendo, el hedor lo persiguió durante varios días. Los olores son uno de los principales inconvenientes a los que se enfrentan los miembros del equipo, trabajan con seres humanos en un avanzado estado de descomposición, muchos no aguantan y vomitan, él dice que ya está acostumbrado. En su trabajo hay que tener el estómago fuerte.
El fiscal, los antropólogos, topógrafos, fotógrafos, auxiliares, investigadores y hasta los victimarios son los encargados de abrir los huecos con picos y palas, van con trajes y guantes blancos que terminan llenos de barro, sudor, sangre coagulada y carne putrefacta. “La tierra habla”, me había dicho Gustavo; cuenta las historias de todo lo que pudo haber pasado, si los torturaron, si murieron rápido, si tuvieron un sufrimiento largo. Cuando encuentran un pedazo de ropa, un escapulario, un diente, un hueso, sienten una emoción extraña, están cerca de resolver un misterio y de darle un poco de tranquilidad a una familia, pero están a un paso de confirmar una muerte, de ser testigos de la crueldad. Cada hallazgo ayuda a armar el rompecabezas macabro.
En una diligencia, Dibujito, un ex paramilitar, confesó haber matado a dos hermanos, comerciantes de El Hueco, en el centro de Medellín. Dijo dónde los habían enterrado y acompañó a la Fiscalía para realizar la exhumación, también fueron los papás de los muertos (si las condiciones de seguridad lo permiten, los familiares pueden estar presentes). Cuando encontraron el lugar, comenzaron a cavar. A los dos los habían torturado antes de ejecutarlos y sus padres tuvieron que escuchar los escalofriantes detalles frente al victimario. Dibujito no aguantó más, se arrodilló, empezó a llorar y se abrazó a las piernas del papá de los muertos. El señor bajó la cabeza, lo levantó, lo miró a los ojos y le dijo que él ya lo había perdonado.
Otro día tuvo que lidiar con la angustia de una señora que creyó reconocer a su hijo, para salir de dudas tenían que someterlo a una prueba de ADN; pero ella lo llamó a un lado, donde nadie más pudiera escucharlos y le confesó que el muchacho no era hijo de su esposo, por lo cual la prueba con el padre iba a salir negativa. Él continuó la diligencia, tomó las muestras de ambos, pero solo hizo el cotejo con la de ella, no quería tener en su conciencia acabar con un matrimonio de cuarenta años.
Las historias a las que se enfrenta son distantes de la vida tranquila que tenía asegurada. Una de las condiciones que magnifica la heroicidad es la renuncia a los privilegios. San Francisco de Asís dejó la riqueza para vivir bajo los códigos de una pobreza estricta, José Mujica donaba el 90 % de su salario como presidente de Uruguay, Gustavo siempre ha sido un hombre acomodado, con oportunidades. Pudo estudiar en una universidad privada, sus papás tenían casa propia y una finca. En Medellín compra perfumes finos; sus preferidos son Dolce & Gabana y Chanel, también le gustan los buenos relojes. En el campo puede pasar varios días sin bañarse, sin comer o comiendo mal, tiene que caminar horas en las condiciones más adversas, por los terrenos escarpados y porque siempre tiene bajo sus pies la posibilidad inminente de pisar una mina o de que lo muerda una culebra.
Gustavo es la personificación de algunos privilegiados que han decidido ayudar a los que más lo necesitan, en el camino se apasionó tanto con el tema que se convirtió en un héroe anónimo, en una figura necesaria dentro de la compleja realidad colombiana. Su historia representa el fuerte contraste de quien lo ha tenido todo y decide dejarlo para aportarles tranquilidad a otros que, además, son los más necesitados y olvidados. Su actitud es muy diferente a la de la mayoría de personas, a quienes no les interesan las tragedias rurales. En Colombia, muchos ven desde la comodidad de las ciudades un conflicto que parece una serie de televisión escrita por el más tétrico de los libretistas.
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Piensa que todos los que están en contacto permanente con la muerte tienen un “rayón”, él tiene que tomar pastillas para dormir, lo persiguen, sobre todo, las imágenes de los familiares angustiados. Ha padecido migrañas, sufre del estómago, de desórdenes alimenticios, colesterol, hígado graso, tuvo que hacerse un Slim gástrico con el que perdió treinta kilos. Otros compañeros han tenido enfermedades en la piel, paludismo, fiebre garrapatosa. Cuando a Jorge Díaz le dio un preinfarto en pleno campo, lo único que los enfermeros del Ejército pudieron darle fue consuelo.
A él mismo se le dislocó la rótula al bajarse de un camión. Sus compañeros lo cargaron hasta donde estaban unos soldados, allá le dieron una pastilla para el dolor y tuvo que continuar la diligencia entablillado y con muletas. Ese día tenían que subir una complicada pendiente. Cuando llegó a Medellín lo operaron y le implantaron dos clavos. Hace poco le extrajeron unos pólipos del estómago, pues permanentemente come alimentos mal lavados, la calidad del agua es pésima en muchos pueblos en los que trabaja, de hecho algunos no tienen alcantarillado. En una de las últimas consultas, el médico le dijo que si no los detectaban a tiempo se le podía desarrollar un cáncer. Cada año se hace chequeos generales, en Medellín tiene medicina prepagada.
Cuando su suegra lo presenta y le preguntan qué hace, Gustavo dice que es sepulturero. Su suegro tiene un Mini Cooper que alquila para bodas, Duque lo maneja y se gana un dinero extra como chofer de matrimonios. Para esta labor se pone un traje oscuro y sombrero, un contraste evidente con la vestimenta que utiliza en el campo; cuando participa en una exhumación se pone un bluyín y unas botas, camisetas cómodas, una gorra y unos guantes. Su cara es seria y en su frente se asoman un par de arrugas, mientras camina se frota las manos.
Su trabajo lo ha hecho un poco intolerante, se molesta cuando la gente se queja por problemas que considera insignificantes, porque siente que no han conocido de cerca el dolor. No han vivido en carne propia la tortura, no han pisado una mina, no han tenido que desplazarse, no han sufrido la inminencia de la muerte, no lo han perdido todo. Están como en una burbuja desde la que es fácil lamentarse. Piensa, eso sí, que todos somos iguales y eso lo ha comprobado cuando está en el monte. Ha comido del mismo plato de guerrilleros, paramilitares, soldados, con ellos ha caminado, los ha escuchado, con algunas historias se ha conmovido, las ha entendido. En muchos lugares de Colombia, se lamenta, las personas tienen tan pocas oportunidades que únicamente les ha quedado la opción de la guerra; en otros, los grupos armados ilegales han sido el único juez y han decidido su destino, los han reclutado a la fuerza.
Tiene que pasar muchos días lejos de su familia. No pudo estar presente en el momento de la muerte de su padre, tampoco pudo acompañarlo en el proceso de una larga enfermedad, casi no puede asistir al nacimiento de su hija; pero dice que vale la pena cuando le da tranquilidad a una familia que por fin puede enterrar a su ser querido, a una mamá que aunque sea en una caja puede abrazar y besar los huesos de su hijo. Ya saben que el cadáver no está tirado en cualquier lado, en mitad del río o del lodo, a merced de los peces o las aves de rapiña.
Cuando está en Medellín trata de pasar mucho tiempo con su familia, se levanta primero, le prepara el desayuno a su hija Elisa, va con ella a una misa en la que incluyen títeres. Salen a comer obleas o perros calientes, la lleva a clases de música. Visita a su mamá. Aunque le resulta difícil alejarse de ella, siente que las ausencias le han dado más vida a la relación con su esposa, Paula Bonnett. Cada vez que se ven son como un par de novios, no tienen tiempo para pelear. Se conocen desde que eran niños. Para ella es angustiante el trabajo de Gustavo. Siempre que se separa de él entra en un estado de zozobra permanente; pero con el tiempo ha podido entenderlo mejor, cada vez se enamora más de lo que hace y le pide a las mismas almas de las personas a las que ha encontrado y a las que sigue buscando, que lo cuiden.
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Los miembros del equipo van desmenuzando el barro, como en el poema de Miguel Hernández, escarban la tierra parte a parte, tienen la curiosidad y el cuidado de quienes intentan separar oro en una batea. Uno de los aspectos más impactantes de una exhumación es la ropa llena de barro en la que se atoran los huesos, son muy útiles las medias y las botas, guardianes involuntarios de tarsos, metatarsos y frágiles falanges. Entre las camisas pueden encontrarse las escápulas y las vértebras, en medio de los calzoncillos se puede enredar una pelvis, los cráneos casi siempre están descubiertos y son los que más información y más detalles dan sobre la muerte.
Gustavo va anotando en una planilla, con su mano izquierda, detalles que después pueden dar pistas de la identidad de los cuerpos: Número del radicado, Lugar de la diligencia, Posible identidad del cadáver, Alias o apodos, Fuente de Información del hecho. Antes de sacar los huesos les toman fotos con papeles que tienen el logo de la Fiscalía, también graban videos. Al lado van quedando, entre la maleza, bolsas Ziploc con huesos o costales que Gustavo carga con el cuidado de quien acuna. A veces, se ven las cuerdas enredadas en lo que antes fueron el cuello y las muñecas y que ahora son un armazón de huesos desperdigados, en ese momento es inevitable pensar en la angustia de los condenados a muerte.
Su mayor satisfacción es que los allegados de las víctimas, que también son víctimas, encuentren un poco de paz en medio de su incertidumbre, pues muchas veces esta es peor que la muerte. Aquellos que buscan a un desaparecido siempre guardan la esperanza de que regrese. Para él la desaparición es el delito “más complejo y desgarrador porque las familias todavía les sirven el almuerzo, les arreglan la ropa, hablan con ellos”. Las personas a las que les puede devolver a su ser querido le retribuyen con cariño, en cada diligencia le regalan gallinas, pescados, incluso le dieron un crucifijo hecho con cucharas y tenedores que tiene colgado en su oficina. Cuando logra devolver algún cuerpo, que desentierran y luego identifican, tiene sentimientos encontrados, se alegra porque para un grupo de personas acaba la angustia de no saber dónde estaba; pueden, por fin, despedirlo, pero también les llega la confirmación de su muerte, se pierde esa leve esperanza de volver a verlo con vida.
Su trato con los familiares de los desaparecidos es muy cercano, los aconseja, les ayuda a llenar formatos (algunos no saben leer ni escribir), les habla con cariño, los abraza y reza con ellos: “Los campesinos son para mí las personas más dignas del mundo, me han quitado el hambre, la sed, el frío, me han dado seguridad, no me han matado por ellos, uno cómo va a poner una barrera con esa gente”. Con ellos, según dice y se saborea, ha probado las mejores comidas: jugo de yuca, arroz pilado, tatabro, guagua, chucha, platos que condimentan con chontaduro y les dan color con achiote, “esas negras son especiales”. También ha comido mico, iguana y hasta gallinazo. Aparte, ha disfrutado los paisajes, las ballenas en Bahía Solano, los delfines, las cascadas, las montañas, al punto que a veces piensa en la ciudad como una cárcel.
Cuando está en campo se levanta en la madrugada, si lo acompaña el Ejército tienen que desplazarse de noche, caminar por horas, comer lo que haya. Por cada cuerpo que desentierran se demoran entre tres y cuatro horas; si son varios, tienen que improvisar un pequeño campamento, no hacen carpas porque en el piso es más fácil encontrar serpientes, prefieren armar un cambuche en los árboles. No llevan suero antiofídico; “si nos muerde una culebra nos toca echarnos la bendición”, tampoco llevan botiquín. Si el terreno está minado ponen una vaca o un marrano adelante, “trabajamos con lo que hay y con eso hemos hecho milagros”. Mientras camina por horas piensa en su hija, le da miedo no poder verla crecer. Cuando tiene que separarse de ella le dice que se va para la selva a ayudar a la gente, por eso cuando a Elisa le preguntan qué hace su papá, ella les responde, en medio de su inocencia infantil, como si se tratara del personaje de un cuento, que trabaja en el bosque.
Epílogo
Hace más de un año que Gustavo no trabaja en exhumaciones, ahora se desempeña como fiscal especializado para judicializar bandas criminales en Medellín, se encarga de investigar la estructura de estos grupos delincuenciales, conseguir pruebas y acusarlos. Con el cambio de gobierno las condiciones variaron, se redujeron presupuestos y hubo menos interés en el tema de los desaparecidos y las víctimas, como Director del Centro de Memoria Histórica nombraron a un historiador que niega la existencia del conflicto armado en Colombia, a la Justicia Especial para la Paz le han puesto múltiples trabas. Gustavo Duque piensa que en la ciudad también está cumpliendo una labor social, su papá le enseñó que si no se vive para servir, se está perdiendo el tiempo.
Cuando recuerda las misiones se le nota la nostalgia en los ojos e incluso baja el tono de la voz, extraña, sobre todo, el contacto con las víctimas, con esas familias a las que intentaba consolar y en las que también encontraba motivos de alegría. En un cajón de su casa está la manilla negra, con centro metálico, que tenía sus datos para que pudieran identificarlo si ocurría una tragedia, en el cuarto útil de su edificio están guardadas las botas pantaneras que lo acompañaron en tantos caminos. Eso sí, desde que dejó de estar en contacto permanente con la muerte no le duele tanto la cabeza, tiene menos pesadillas y más tiempo para compartir con su familia. Hace poco le compró una bicicleta a su hija y él mismo es el que le está enseñando a montar.
La barbarie que ha enfrentado lo ha hecho una persona recia, casi nunca llora, la última vez que se le salieron las lágrimas fue cuando le cerró los ojos a su hermana muerta, una mujer muy cercana para él, la misma que cuando eran niños le ayudaba a espantar el miedo que le producían los muertos. Ella sufrió un infarto cerebral y tenía la posibilidad de quedar en estado vegetal. Gustavo dice que la muerte fue lo mejor para ella; pero durante varios días no me contestó su teléfono y únicamente rompió su silencio con un mensaje de texto en el que me decía que todavía estaba “muy aporreado”. Antes había llorado, amargamente, el 13 de junio de 2010, cuando murió su padre.