Diez pequeñas soluciones para un gran desafío: sustituir la coca en Colombia | ¡PACIFISTA!
Diez pequeñas soluciones para un gran desafío: sustituir la coca en Colombia Imagen: Cristian Arias
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Diez pequeñas soluciones para un gran desafío: sustituir la coca en Colombia

Colaborador ¡Pacifista! - julio 2, 2020

El periodista Andrés Bermúdez y el investigador Juan Carlos Garzón, de la fundación Ideas para la Paz, recopilaron en un libro varias experiencias de comunidades que por su cuenta tomaron acciones para salir de los cultivos ilícitos.

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El avance del informe de monitoreo a los cultivos ilícitos en Colombia, que hace Naciones Unidas (Unodc) y que publicó el pasado junio, revela que en 2019 hubo 154.000 hectáreas de coca cultivadas en el país. Esto representa una disminución con respecto al 2018, cuando se contaron 169.000. Sin embargo, y en contraste con la reducción en el número de hectáreas, la producción de cocaína aumentó levemente: pasó de 1.120 toneladas en 2018 a 1.137 en 2019.

¿Cómo es posible que se produzca más o igual cantidad de cocaína con menos hectáreas de coca? Para Unodc, una de las respuestas a esa pregunta es la concentración de cultivos en zonas estratégicas donde se crearon las condiciones para sembrar, transformar y comercializar. Algunas de esas zonas son El Naya (entre Cauca y Valle del Cauca), Catatumbo (Norte de Santander) y el corredor Valdivia-Tarazá-Cáceres (Antioquia).

Ahora, las zonas de concentración que menciona Unodc demuestra que los cultivos de uso ilícito siguen siendo un modo —en la mayoría de casos, el único— de conseguir recursos para muchas familias. En concreto, y recogiendo los datos de la Coordinadora Nacional de Cultivadores y Cultivadoras de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam), para al menos 230.000 familias.

¿Cuál ha sido la respuesta estatal a las familias que deben dedicarse a los cultivos de uso ilícito? Una ha sido la erradicación forzada y el uso de glifosato. Justo durante de la cuarentena por la emergencia del Covid-19 se vienen registrando enfrentamientos entre grupos erradicadores de la fuerza pública y campesinos de zonas donde hay cultivos, pues estos últimos denuncian atropellos por parte de militares y policías en los operativos de erradicación. En cuanto al uso de glifosato, que se suspendió en 2015 por sus efectos nocivos en la salud, el gobierno Duque ha insistido en emplearlo de nuevo.

Otra respuesta a las familias es el Programa Nacional Integral para la Sustitución de cultivos de uso ilícito (PNIS), que nació del Acuerdo final de paz entre el Gobierno y las Farc. ¿De qué trata? Como le hemos explicado en Proyecto Coca, el PNIS apunta a que las familias cultivadoras cambien de actividad económica a cambio de proyectos apoyados por el Estado. Sin embargo, son muchas la quejas de los inscritos al programa sobre el incumplimiento de los pactos.

Como ven, en Colombia es complejo atender a las familias que les ha tocado vivir de los cultivos ilícitos. Pero en medio de las dificultades, varias comunidades se organizaron para salir de ese negocio. “No lo han hecho siguiendo una ruta secuencial y rígida trazada por el gobierno central. Se trata más bien de esfuerzos colectivos que han buscado resolver problemas estructurales a partir de la experiencia propia y los conocimientos prácticos”, resalta la introducción del libro ‘El catálogo de las pequeñas soluciones: alternativas para sustituir los cultivos de coca en Colombia’, del periodista Andrés Bermúdez Liévano (quien colaboró en Proyecto Coca de Pacifista!) y el investigador Juan Carlos Garzón Vergara, de la fundación Ideas para la Paz.

El libro es una recopilación de diez experiencias de comunidades que por su cuenta tomaron acciones para salir de los cultivos ilícitos. “A partir de la revisión de estos casos, analizamos los principales desafíos que enfrentaron, así como las ideas y acciones que contribuyeron a su relativo éxito”. Algunas de esas experiencias ya aparecieron en Proyecto Coca de Pacifista!, como los excocaleros del Guaviare que ahora protegen los árboles que antes tumbaban para sembrar coca o las familias de Putumayo que cambiaron los cultivos ilícitos por la producción de palmito.

En Proyecto Coca compartimos una de las experiencias que incluye el libro y que no salió previamente en nuestro portal.

 

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Foto: Andrés Bermúdez Liévano

 

Liliana Armero soltó su tambor, tomó una bandera blanquinegra y, con un cántico, salió de la casa en el filo de la montaña donde llevaba varias horas bailando. Al son de su señal, cientos de indígenas inga comenzaron una frenética y festiva marcha por la polvorienta carretera que serpentea las montañas del norte de Nariño.

Ondeando banderas, bamboleando las tiras rojas de sus tocados emplumados y tomando sorbos de guarapo, los inga abrieron dos días de celebraciones cuyo fin es pedirse perdón entre sí. Solo que, desde hace 14 años, cuando resucitaron una ceremonia religiosa que habían perdido casi del todo, también le piden perdón a la tierra que habitan por el daño que le han hecho.

Este carnaval —que ellos llaman el atun puncha— es el símbolo de un proceso extraordinario de transformación: de la mano de un laborioso esfuerzo por recuperar sus tradiciones y su espiritualidad, los indígenas del resguardo de Aponte, en el municipio del Tablón de Gómez, en Nariño, han venido sanando las heridas físicas y emocionales que les dejaron dos décadas de cultivo de amapola y de convivencia forzada con tres grupos armados ilegales.

Ese proceso de rescate cultural, con el que cambiaron dos mil hectáreas de amapola por café especial entre 2003 y 2004, podría ser uno de los modelos más exitosos de replicar en el centenar de resguardos indígenas cuyos territorios están invadidos por coca y amapola.

Los ingas, el único pueblo indígena en Colombia que es heredero del vasto imperio incaico, decidieron recuperar su identidad. Y el primer paso consistió en elaborar su ‘plan de vida’, una suerte de hoja de ruta y de Constitución para la comunidad. El segundo fue erradicar, en mingas de hasta 300 personas para protegerse, dos mil hectáreas de coca y amapola, a punta de machete.

A partir de ese momento, fueron resucitando, una por una, todas las tradiciones que habían perdido. Crearon un sistema de autogobierno para fortalecer su control del territorio, incluyendo una guardia indígena, un consejo mayor de justicia y un sinnúmero de cabildos menores, que en realidad son equipos de trabajo que se ocupan de temas importantes para la comunidad como la salud y la educación. También recuperaron la lengua inga, la vestimenta y la medicina tradicional.

 

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Foto: Andrés Bermúdez Liévano

 

Aunque hubo amenazas, a medida que los grupos armados los vieron organizados y respaldados por el resguardo, los fueron dejando tranquilos. Ya llevan, desde 2008, sin registrar muertes violentas, cuando solo en la década anterior habían visto más de 100 en una comunidad que integran 951 familias.

“Los pueblos indígenas, si estamos vivos, es porque nos hemos logrado sostener en la espiritualidad. Y esa espiritualidad se hace necesaria para vivir en el mundo global”, reflexiona Hernando Chindoy, el gobernador que inició el proceso. En el fondo, se apalancaron en el rescate de su identidad para hacerle frente a los demás problemas, lo que desencadenó otras transformaciones igual de profundas. En una década, pasaron de tener solo diez hectáreas de café a que casi todo el resguardo viva directa o indirectamente de éste. Con recursos de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), construyeron una planta de tratamiento que les permite a ellos mismos tostar el café y cosechar un mejor precio en el mercado.

En la actualidad, los ingas exportan café Herencia Kusnya a la empresa People Coffee en Estonia, a Team Coffee en Estados Unidos y a Cocora Coffee en Corea del Sur. Asimismo, abrieron un local en Bogotá llamado Wuasikamas.

Si bien el gobierno les ofreció programas de sustitución como el PLANTE, los integrantes de la comunidad continuaron sembrando la amapola por los réditos notables que ofrecía. Posteriormente, en el marco de los recursos otorgados por el programa Familias Guardabosques, iniciativa que también promovía la sustitución, el Cabildo impulsó un Plan de Manejo Integral, que otorgaba $650.000 a cada familia inmersa en la producción de amapola y destinaba $230.000 a un fondo común para las que no eran beneficiadas. Lo anterior, con el objetivo de promover la equidad en los recursos y evitar posibles reincidencias.

Sin embargo, una vez finalizó Familias Guardabosques, algunos integrantes del resguardo retomaron la siembra de amapola. El papel que tuvo el Cabildo y, en especial el liderazgo de su gobernador, fue clave: dialogó con cada una de las familias, recordándoles el mandato adquirido en pro de la defensa del bienestar colectivo.

“Acudimos a la fuerza interna de lo que realmente somos. Cuando el pueblo inga se levanta y dice ‘me diferencio de la sociedad mayoritaria’, porque tengo una lengua, un vestido y una organización propia, son formas de sanar y de ganar el equilibrio que habíamos perdido como comunidad”, dice Liliana Armero.

A finales de 2018, en los resguardos indígenas había 16.589 hectáreas de coca (10% del total nacional) y en tierras de las comunidades negras 26.985 hectáreas (16% del total nacional), según datos del informe de Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos. Al menos siete resguardos tenían más de 700 hectáreas, incluyendo seis del pueblo Awá (tan afectado por el conflicto armado que el segundo caso abierto por la Jurisdicción Especial para la Paz gira en torno a ellos) y uno más del pueblo nukak.

 

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Foto: Andrés Bermúdez Liévano

 

La concentración de coca en estas zonas impone importantes desafíos para las estrategias de intervención que deben ser específicas y ajustadas a la normatividad, incluyendo procesos de consulta previa con las comunidades, que en muchas ocasiones quieren vivir sin cultivos ilícitos. En estos casos, la comunicación con las comunidades, la construcción de una visión conjunta del territorio y el empoderamiento de las autoridades locales son recursos estratégicos.

En los Consejos Comunitarios de Buenaventura, por ejemplo, la economista María Alejandra Vélez se propuso identificar las razones para que, a pesar de tener condiciones propicias para la penetración y expansión de los cultivos de coca, estas comunidades se resistieran a sembrar. Vélez encontró que la capacidad organizativa y la fortaleza del liderazgo social tuvieron un papel primordial. En el 2005, los Consejos hicieron una declaración de un conjunto de principios de conservación ambiental y de rechazo a cultivos ilícitos y en 2007 realizaron una ‘minga’ de erradicación manual por el brote de cultivos ilícitos.

La experiencia de los ingas en Nariño y de las comunidades afro en Buenaventura arrojan luces sobre la manera como se puede responder a los cultivos ilícitos en resguardos y consejos comunitarios. Las soluciones partieron del capital social y cultural, dinamizado por el liderazgo de sus autoridades.

Los elementos claves fueron el reconocimiento y recuperación de las tradiciones, un plan concreto que refleja una intención colectiva y la conciencia sobre el bienestar de la comunidad. La sustitución de cultivos ilícitos, en este caso, se apalanca en un proceso de identidad cultural, que le da vida y sostenibilidad.

 

El libro lo pueden consultar acá.