Escrita y dirigida por Fernando Ocampo, la obra estará en función este mes.
En 1997, el periódico El Tiempo le dedicó una sección a los desaparecidos en Colombia. Por meses, se publicaron cada sábado los nombres y las historias de niños y adultos de los que, en algún punto, se dejó de saber. También de los que habían aparecido, sin vida, y a los que nadie aún había ido a buscar. La iniciativa buscaba tratar de darle algún tipo de solución a uno de los problemas crudos del conflicto y la violencia en Colombia.
Por esa misma época, los actores y escritores del colectivo Teatro Quimera experimentaban con el tema de la violencia en uno de esos ejercicios teatrales que, cuando cuajan, terminan en obras de teatro. Fernando Ospina, actor, director y escritor de teatro e integrante de Teatro Quimera, decidió meter los testimonios publicados en el periódico a una de sus improvisaciones: en el escenario puso una silla, una mesa, una taza de tinto caliente y un cigarrillo prendido, todo iluminado por una sola luz. Él, fuera de la escena, lejos de la luz, leía el recorte de periódico.
“Eso quedó como parte de ese proceso, pero a mí me quedó sonando la cosa, porque las noticias seguían. Además estaba muy fuerte todo lo del secuestro. Seguía escuchando las historias de la gente a la que sacaban de las casas, los que salían y no volvían, y de la gente que se quedaba esperándolos”, me contó Ospina.
Eventualmente, su inquietud se condensó en De ausencias, la obra que escribió y dirigió y que se estrenó en 2006. Once años después, el pasado 25 de octubre, la obra tuvo su más reciente presentación en un pequeño teatro en el barrio Galerías como parte del Festival Entre Acto, un evento organizado por el Centro Nacional de la Memoria. Allí conocí a Ospina, quien hoy sigue dirigiendo y actuando en la obra.
De ausencias se compone de unas seis partes que se desarrollan en alternancia durante la hora y media total de la obra. Unas partes son protagonizadas por los que quedaron: madres, esposas y padres a los que solo les queda el recuerdo y la ropa desinflada. Las otras partes son los escenarios imaginados a los que van los desaparecidos: sitios, que en la obra llaman “limbo”, que a veces parecen un cuarto, a veces la selva y otras la muerte. Cada historia explora lo que se va desbaratando cuando desaparece un ser querido y el doble conflicto de quienes quedan: el peso de lidiar con una ausencia no resuelta y la obligación de seguir con la vida propia.
Cada parte y cada personaje, me contó Ospina, es un reflejo de las varias historias que fue conociendo mientras escribía la obra. Un par las escuchó de la boca de quienes las vivieron, la mayoría las conoció en noticias.
“Empecé a escribir textos sueltos y ahí fui encontrando las dos visiones. Una es la de los familiares y amigos que buscaban a los que desaparecían, que era de los que había más testimonios. Así que luego empecé a hacerme la pregunta del otro lado: supongamos que yo estoy desaparecido, ¿dónde puedo estar? ¿Qué puedo estar pensando?. Esa fue la segunda parte del proceso de escritura”, me contó Ospina.
El resultado son personajes que se asemejan más a fantasmas y que tienen tantas dudas sobre sí mismos y sobre su situación como quienes los buscan.
A la fecha, el Registro Único de Víctimas (RUV) cuenta 167.881 víctimas de desaparición forzada en el país, 46.816 víctimas directas —los desaparecidos— y 121.065 víctimas indirectas —los que se quedaron esperándolos—. Sin embargo, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1970 y 2015 han sido 60.630 los desaparecidos en Colombia. De ellos, más de 52 mil siguen desaparecidos. Casi la mitad de los casos fueron perpetrados por paramilitares.
El problema, por supuesto, no es exclusivo a Colombia. En muchos países del mundo, especialmente aquellos en guerra o con conflictos internos, la desaparición forzada es un crimen del que miles han sido víctimas. No obstante, es un fenómeno que en Colombia sí ha adquirido una cara muy específica: la cara de lo rural, de las pequeñas poblaciones donde por décadas la soberanía ha sido de los grupos armados y la presencia del Estado, como ente garante de derechos, nula. Según Memoria Histórica, de los 1.115 municipios del país, se han registrado víctimas de desaparición forzada en 1.010.
Fue en los años más críticos de la desaparición forzada en Colombia que Ospina fue desarrollando la escritura de su obra. A finales de los 90, cuando tuvo las primeras ideas, se reportaban alrededor de 7.000 víctimas totales de desaparición (directas e indirectas) al año. Entre 2000 y 2004 se alcanzaron los números más altos: entre 12 mil y 15 mil víctimas anuales. Solo hasta 2013 empezarían a bajar las cifras. Tal vez es por eso, por retratar una problemática que se ha mantenido por décadas y en la que poco ha cambiado, que De ausencias se sigue siendo vigente en 2017. Son muy pocos los que al ver la obra hoy serían incapaces de reconocer historias conocidas o al menos sentimientos demasiado familiares.
“De pronto uno hace una función y alguien por allá en la cuarta fila sale corriendo, o se pone a llorar. Hay otros que después de que se acaba la obra se quedan ahí, haciendo como un proceso de duelo. Ese es uno de los elementos que le dicen a uno que la obra realmente le está llegando a alguien. Eso ha sido importante”, me aseguró Ospina.
La obra conmueve. Sin embargo, hay momentos en que la emoción que se busca despertar en el público termina interrumpida por una música excesivamente dramática que distrae y termina enajenando la acción de los personajes. Tal vez resultado de un afán por enfatizar el dolor. Tal vez un error difícil de evitar cuando la materia de trabajo son las tragedias y las víctimas: un terreno difícil de atravesar sin caer en exageraciones o en malas interpretaciones. Después de todo, ¿cómo se habla de un dolor ajeno? ¿Cómo podría hacérsele justicia al mismo tiempo a todas las formas particulares de vivir un dolor que, a pesar de parecerlo, no es el mismo?
Más allá de si De ausencias cae o no en errores en ese aspecto, la obra tiene escenas en que el vacío del desaparecido se vuelve casi tangible, al igual que el dolor de quien lo extraña. Por eso, seguramente, es que Ospina ha visto a muchos conmoverse frente a la obra y acercarse a él para contarle sus propias historias de desaparición. Para él, ese tipo de reacciones son el resultado de un tipo de acercamiento que logran las manifestaciones artísticas, como el teatro, y que pueden resultar inaccesibles para otros formatos. El hecho de ver de frente la experiencia del sufrimiento, aunque sea actuado, despierta otras emociones que, según Ospina, no alcanzan los textos que no van mucho más allá de lo puramente factual. Por eso, para él, las artes y el teatro en Colombia tienen la responsabilidad de hablar del conflicto y de las violencias que el país ha alojado por años.
“Desde mi posición particular, que es algo que hemos hecho en el Teatro Quimera desde sus inicios, el teatro se trata de hablar de algo que tenga que ver con nosotros mismos. Presentar lo que está pasando: los fenómenos, nuestra cotidianidad, nuestras violencias que son tan múltiples, ¿no? Porque salimos de una violencia para meternos en la otra. Pero sí hay una cosa que no he variado en mi oficio y es que yo entré a hacer teatro porque vi que ahí había la posibilidad de decir, de hablar. Y hablar desde lo que sucede con nosotros. Para mí eso del arte por el arte no existe, es una mentira. No. Uno en el teatro dice cosas”.
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El próximo 24, 25 y 26 de mayo, la obra De ausencias será presentada en el Teatro Quimera en la Calle 70A No. 19-40 a las 7:30 p.m.