CoronaBlog | Día treinta y ocho: sueño (cuento) | ¡PACIFISTA!
CoronaBlog | Día treinta y ocho: sueño (cuento) Ilustración: Juan Ruiz
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CoronaBlog | Día treinta y ocho: sueño (cuento)

Gilmer Mesa - abril 24, 2020

El arte es más noble que cualquier otra forma de resistencia en un mundo en donde el exceso de información es la tiranía del desocupado.

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Este texto hace parte del CoronaBlog, una serie escrita por periodistas, escritor@s, artistas y bloguer@s que intentará registrar el día a día de la pandemia, de la cuarentena y de las noticias alrededor desde una mirada muy original en primera persona. Para leer otras entregas de esta bitácora, haga clic acá.

 

Theodor Adorno se preguntó si era posible escribir poesía después de Auschwitz y los sobrevivientes de ese horror pronto le contestaron con sus obras que no solo era posible sino necesario dar cuenta de la deshumanización que vivieron: Primo Levi, Imre Kertész y Paul Celan fueron algunos de los muchos autores que basaron sus obras en el espanto, la desazón y el resentimiento que significó ese fracaso de la humanidad. 

Sobrevivir es complejo. Estos personajes anclaron su resistencia del presente a un pasado hórrido que los mantuvo en vilo toda la vida. Como fueron testigos de la ferocidad del hombre, sus obras están plagadas de fieras y fantasmas, de dolor y humillaciones, de la indignidad del ser humano cuando deja de serlo. Ellos se hicieron la voz de los que no pudieron gritar el desaliento y en sus obras están los callados y anónimos muertos gritando desde la nada su resistencia, porque el arte procesa las cosas mejor que la historia. 

Guardando las proporciones, la pandemia que tiene sitiado al mundo. No es Auschwitz, pero sí es una conmoción grande que nos lleva a pensar cada día en la muerte, a contabilizar bajas y enumerar contagiados; a revisar vínculos y afectos que dábamos por sentado. Yo espero que cuando todo esto pase seamos más humildes y más humanos, que atesoremos la amistad y el afecto, que nuestras obras futuras hablen de esto como un mal sueño que sirvió para darnos cuenta de nuestra precariedad como especie y no como el suceso traumático que definió nuestro futuro. Que se hable de la solidaridad y no de la rapacidad, de la simpatía y no del desprecio. 

Los alemanes de Tercer Reich miraban con tanta displicencia la vida de los demás que impusieron campos de exterminio para masificar la muerte y evitarse el dispendio del asesinato individual. La soberbia en todo su esplendor, en donde cualquier existencia distinta a la suya era inferior y nula. Hoy todos sabemos cómo se llama esa patología y qué intereses tenían quienes la transformaron en su proyecto político. La historia los mira como lo irrepetible, la antimeta, el oscuro ideal al que nadie debe llegar por ninguna razón, pero es fácil hacerlo porque nuestra mirada es a distancia, higienizada por el tiempo y, sobre todo, porque está encarnada en nombres propios pero ajenos a nosotros. 

Hoy de nuevo la historia nos plantea una oportunidad única para mirarnos y me impresiona descubrir en la mirada de tanta gente la arrogancia individualista y superior que se hizo propósito de gobierno en la Alemania nazi. Es nuestra oportunidad de encarnar lo que predicamos, de frenar el bucle de repetición siniestra en nuestra cotidianidad de los sucesos que despreciamos en la historia. No podemos pensar que solo yo importo y menos ahora que el mundo nos plantea la posibilidad de ser con los demás: si me cuido, protejo a los otros; si solo tomo lo que necesito, no dejo a los demás sin nada. 

Es hora de que seamos manos y no dedos. Que recabemos de verdad y operativamente el ideal comunitario, porque todos dependemos de todos y nos necesitamos. Lo contrario, que por desgracia veo algunas veces cuando salgo a comprar víveres, es el irrespeto y la inconsciencia de algunas personas por los demás, el enfierarse de la gente contra sus iguales, al que estamos tan acostumbrados en este país. Que sea esta una oportunidad para que nos contengamos en nuestra natural violencia y egoísmo y nos concentremos en igualarnos en respeto y afecto. 

Cuando la gente de Pacifista! me invitó a escribir algo sobre estos tiempos de cuarentena y encierro les respondí que prefería mandarles un cuento, porque no tengo mucho que decir sobre el virus ni lo que está pasando, porque comparto con todo el mundo la incertidumbre por el futuro que nos espera, porque me angustia ver que dentro de cada uno de nosotros habitan fuerzas tan brutales que nos hacen sentir poderosos en medio del pánico por tener reservas de papel higiénico y alcohol antiséptico, porque como todos temo por mi madre, mi hermano, mis amigos; porque no creo que tenga mucho que aportar desde mi opinión, porque prefiero que lean un mal cuento a una opinión espuria de un desconocedor de casi todo -como soy yo- que incremente esta ola desacertada de exceso de información; y porque el arte es más noble que cualquier otra forma de resistencia en un mundo en donde el exceso de información es la tiranía del desocupado y ahora que tanta gente está desocupada un cuento es mejor.  

 

Sueño

Mi mujer padece una peculiar afección. La mayor parte del tiempo se la pasa dormida. Pese a lo que piensan los clínicos, yo he descubierto el esotérico porqué de su desmedro: mi mujer sueña que está copulando con los vecinos.

Al principio fueron leves jadeos entrecortados en mitad de la noche, que en realidad era una extensa travesía por senderos insospechados. Yo la escuchaba sin prestarle atención, pero luego a estos estertores siguieron deshonestos escarceos, muecas lascivas e indecentes rastros de saliva en la almohada. A la sazón comencé a sospechar que sus sueños entrañaban libidinosos secretos.

La interrogaba en las pocas treguas que brindaba la vigilia, pero su respuesta era siempre la misma: que no tenía conciencia, que no recordaba lo soñado, que en los sueños podemos ser y hacer lo que nos plazca pues tenemos la potestad de que nada de lo que ocurre es cierto y que se queda en un terreno ajeno a nuestra realidad. Hay mendigos que sueñan con ser reyes y reinas que sueñan ser prostituidas sin que ninguno de los dos al despertar cambie su habitual hambre o glamour. Yo me devanaba los sesos con explicaciones freudianas y neurológicas, pero no había forma de que entrara en razón.

Una noche, como ya era habitual, después de los jadeos crecientes, ella gritó el nombre de mi vecino el cerrajero. Como es natural, lleno de indignación, la desperté presuroso, pero a ella pareció no importarle mi presencia porque barruntó algo ininteligible, me dio un beso y volvió a entrar en campos de inverosímil lujuria obturados para mí.

Esta escena se hizo costumbre. Todas las noches concurría a mi cama mi vecino, sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. Desesperado por la impotencia empecé a odiar con furor al cerrajero y decidí retirarle de plano el saludo y soportar con gallardía la poco onerosa condición de ser un cornúpeta onírico.

La adúltera soñadora continuó con su lúbrico tráfico amoroso, pero varió a sus amantes. Cada noche se daba cita sin cuartel, en mi cama y a mi lado, con cada uno de los varones ilustres de mi barrio. Por allí desfilaron en orgiástica procesión el carnicero, el tendero, el barman y hasta un peluquero con claras tendencias homosexuales.

Tal era la afición de mi mujer por dormir que se hizo menester despertarla para que ejerciera las más simples labores de sobrevivencia, como alimentarse y asearse. Si bien todos sabemos que las personas somos unas de día y otras de noche, esto había alcanzado ribetes de sórdida tragedia. Ella dormía a mi lado, pero fornicaba con todos menos conmigo. Motivado por la urgente necesidad de acabar con su libertinaje o con mi matrimonio, la obligué a consultar.

Los médicos diagnosticaron su padecimiento como hipersomnia, pero yo estoy seguro que se trata de lisa y llana ninfomanía.

 

Gilmer es escritor. Lo pueden seguir por acá.