Cárcel por rebelión: pagar por convivir con la guerrilla | ¡PACIFISTA!
Cárcel por rebelión: pagar por convivir con la guerrilla
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Cárcel por rebelión: pagar por convivir con la guerrilla

Juan José Toro - noviembre 24, 2015

Llegamos a Planadas, en el Tolima, y encontramos varias historias de campesinos y trabajadores detenidos injustamente durante la ofensiva de la Seguridad democrática.

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“Aquí nos habíamos acostumbrado a vivir con la guerrilla oliéndonos la nuca. También a los bombardeos, a los huecos de balas en las casas. Yo no le voy a negar que se respiró tranquilidad cuando el expresidente Álvaro Uribe decidió recuperar el país de las manos de las Farc”, cuenta Jorge, un viejo que tiene respuesta para todo y se la pasa de arriba abajo por las calles de Gaitania, en el sur del Tolima.

Cuando Uribe llegó a la Presidencia, en 2002, el país venía del fracaso de los diálogos de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc. Por esa época, según varios habitantes de Gaitania, corregimiento de Planadas, “la guerrilla se paseaba por las calles, reclutaba niños, extorsionaba, mataba al que no pagaba”.

En los primeros años  de Uribe, cuentan, se notó la diferencia. “Un día vino el Ejército y se metió con todo acá. Qué digo “un día”: fueron varios días de plomo y bombardeos hasta que entraron. Desde esa vez todo cambió. Igual había combates, pero es que antes aquí no llegaba la Fuerza Pública. Con ellos al menos nos sentíamos protegidos”, dice Pepe, un campesino que lleva comida desde Bogotá para venderla en la plaza del pueblo.

Las Farc mandaron en este pueblo por muchos años. Compraban en nuestras tiendas, dormían en nuestras casas, comían con nosotros.

La época de las capturas masivas

Una de las estrategias usadas por el Gobierno para acabar con las Farc, además de los combates, era “desmantelar la base logística” de la guerrilla. Bajo ese argumento, en 2003, empezó una serie de capturas masivas que causaban sospechas. En la mayoría de los casos el delito era rebelión. El primer año de gobierno de Uribe los detenidos por ese delito aumentaron un 167%. Algunas ONG hablaban de cifras incluso más altas.

En septiembre de 2003, un operativo con 800 policías, 200 unidades de la Fiscalía, helicópteros, buses y camiones llegó a Quinchía, Risaralda, para poner en marcha la Operación Libertad: capturaron 117 personas, entre ellas el alcalde, varios concejales y el jefe de bomberos, por colaborar con el frente Óscar William Calvo del EPL. Dos años más tarde solo continuaban en la cárcel seis personas. Al resto no les pudieron probar vínculos con esa guerrilla.

El sur del Tolima también fue escenario de capturas por rebelión. Entre Rioblanco, Planadas, Chaparral y Roncesvalles capturaron, entre 2006 y 2007, a casi cien personas. El supuesto nivel de relación con la guerrilla iba desde “la peluquera de las Farc” hasta encargados de construir explosivos para atacar civiles.

El 22 de abril de 2007, durante el segundo periodo presidencial de Uribe, fueron capturados, en Planadas, el alcalde, un concejal y la directora del puesto de salud, además de varios campesinos. Jhon Jairo Hueje, el alcalde, se defendió desde la cárcel diciendo que “la ausencia del Estado obligó a muchos habitantes a relacionarse de alguna forma con las Farc. Aquí no hubo estado durante 40 años. La única autoridad que conocimos eran las Farc”.

Meses después, Hueje y los demás capturados fueron liberados por falta de pruebas. Lo mismo pasó en muchos otros municipios del país. En los primeros años de presidencia de Uribe, según cifras del Comité de Solidaridad con Presos Políticos, fueron capturadas más de 7 mil personas acusadas por rebelión. La utilidad de esas capturas para desestabilizar a las Farc quedó en duda.

¿Dónde está el guerrillero?

 

 

En cada esquina de Gaitania hay algo que recuerda a las Farc. En la plaza se alza un monumento al sargento Ismael Montero Rodríguez: cuenta la leyenda que lo mató Manuel Marulanda desde la montaña y así se ganó el apodo de Tirofijo. Bajando media cuadra está la casa azul donde Mariachi traicionó a Charro Negro. A una cuadra más, en la acera del frente, está sentado Pote, el supuesto hijo de Tirofijo, que tiene un retraso mental producto de una meningitis cuando era niño.

“Nosotros no lo escogimos —dice Jorge, el viejo ojiclaro que cuenta la historia del pueblo al derecho y al revés—, más bien eso nos escogió a nosotros”. “Eso”, me imagino, es la guerra, y tras de ella el estigma por haber colaborado donde no debieron. “¡Claro que aquí nos cruzábamos con las Farc! —agrega— Ellos mandaron en este pueblo por muchos años. Compraban en nuestras tiendas, dormían en nuestras casas, comían con nosotros. Y luego fue que nos untaron y capturaron gente por eso, porque vender un kilo de fríjol a un guerrillero es considerado rebelión”.

Las capturas por rebelión que más recuerdan en Gaitania no son de la época de Uribe sino del primer gobierno de Santos. Me dicen que puedo encontrar a varios por ahí: Carlos, el dueño de la droguería, Andrea, en la tienda donde está sentado Pote, Orfany, arriba donde “La Charra”. “Carlos le habla sin miedo. Camine y lo llevo”, me dijo Rodrigo, un campesino que me acompañaba a recorrer el pueblo.

Carlos estaba remodelando la droguería. Pregunto por él y sale un hombre calvo, acuerpado y bajito, con una gota de sudor chorreándole por la frente. Me saluda con el codo, para no ensuciarme con las manos que estaba trabajando. Después de explicarle para qué lo buscaba me dijo que pasara otro día, que no podía dejar solos a los obreros, pero me repitió varias veces, con entusiasmo, que él me podía contar la historia de su injusticia.

—Igual por ahí encuentra varios como yo —dice. Vaya a esa esquina y en el segundo piso pregunte por el guerrillero: a él lo capturaron este año.

—¿Por quién?

—Guerrillero. Así le decimos. Yo no sé cómo se llama.

Entre dudas, pregunta a un grupo de señores, que se estaban tomando un tinto en la cafetería de al lado, si saben cuál es el nombre real de Guerrillero. Ninguno sabe. “Pues Guerrillero, ese es el nombre, aquí en los pueblos nos llamamos por el apodo”, dijo uno de los señores. Carlos le dijo a un niño pequeño, de unos seis años, que montaba bicicleta por la calle, que me llevara a la casa del hombre que buscaba. Asumo que entendió que, en un pueblo con la historia de Gaitania, no me sentía cómodo yendo por la calle a preguntar dónde está el guerrillero.

El niño, que no le veía nada de raro al apodo, entró sin pedir permiso y subió las escaleras hasta el segundo piso, donde lo recibió una niña todavía menor. “El guerrillero es mi tío —dijo ella—, pero ahora no está”. En ese momento salió una señora morena y de pelo corto, y se identificó como Marta, la esposa del Guerrillero. Me dijo que él se llamaba Luis Eduardo. Le pusieron ese apodo cuando prestó servicio en el Ejército.

—Yo me imagino usted a qué viene. Pero él ahora no está. En serio discúlpeme pero yo no me siento cómoda hablando de eso sin que él esté. Puede buscar a Orfany, allá arriba en la loma, dígale al niño que lo lleve.

Después de subir una loma empinada y caminar un par de cuadras más, el niño me señaló una casa verde. Afuera había dos señoras: una estaba sentada, sacando fríjoles de sus vainas, y la otra le conversaba al lado. Pregunté por doña Orfany. La señora que estaba parada —una viejita pequeña, de pelo corto, de unos setenta años— abrió los ojos con fuerza y, con la voz temblorosa, dijo varias veces “no, aquí no es” y se metío a la casa de enseguida.

Pregunté nuevamente y expliqué a la señora que quedó afuera por qué estaba ahí. Ella sonrío y contrajo los hombros, en un gesto de duda. Después de pensarlo durante un rato, me dijo que la acompañara y entró a la casa de al lado. Escuché que le decía a la señora pequeña: “Orfany, mija, tranquila, el muchacho no es policía. Solo quiere hablar con usted un rato”.

Me asomé a la puerta para aclarar que, evidentemente, no era policía, ni agente encubierto, ni nada parecido. Doña Orfany, escondida detrás de una pared, asomó la cabeza y vi que estaba atacada llorando, medio ahogada, respirando con dificultad. De uno de los cuartos salió perpleja una niña morena, larga, de unos trece años. Doña Orfany se aferró a ella con fuerza.

El camino hacia donde doña Orfany

La mamá de la hija de alias Teófilo

—Cuando yo lo vi a usted me asusté mucho. Pero yo me asusto a cada rato, siempre que viene alguien a preguntar por mí. Hace mucho rato no salgo de la casa. Esta vida no se la deseo a nadie —cuenta doña Orfany, empezando la historia por el final.

Nos sentamos en su sala. Ella sigue temblando y agarra con fuerza una toalla que cogió para secarse las lágrimas. La niña dice que va a salir un rato. Son como las seis de la tarde y doña Orfany le recuerda que no le gusta que salga a esas horas. En realidad, me confiesa luego, no le gusta que salga nunca. Cuando la niña sale, doña Orfany, en medio del llanto, que no se le pasaría durante casi dos horas, trata de contar la historia.

“Yo vivía en una vereda que se llama La Hacienda, con mi marido. Él murió allá y yo me quedé un tiempo. La guerrilla estaba en todas partes. Imagínese: si mantenían en el pueblo, cómo no iban a estar en la montaña, que era su casa. Una vez llegaron como 300 guerrilleros, y entre ellos llegó una guerrillera con una niña de ocho días de nacida. Me dijo que si se la cuidaba unos días. Yo vivía sola, por allá arriba, y por el miedo le dije que sí.

Los guerrilleros durmieron ahí y en la mañana se fueron. A los cuatro meses volvió a repuntar la mamá de la niña. Y llegó con el papá también. El papá era ese que le dicen Teófilo. (Se refiere a Wilson Ramírez Guzmán, alias Teófilo, comandante de la compañía de explosivos Alfredo González de las Farc). Yo ya me había encariñado con la niña, y ellos no se querían hacer cargo, entonces me la dejaron.

“Mi único pecado fue haber criado a una niñita abandonada.”

Laura Camila fue creciendo. Vivíamos allá en la finca y yo la metí a estudiar y me convertí en su mamá. Un día, ya ella estaba grande, decidimos venirnos para el pueblo, para que ella siguiera estudiando. La niña ya tenía once años y vino a hacer séptimo acá en el colegio.

Como al año de habernos venido, un domingo, yo estaba enferma en la cama. Yo soy diabética. Y vino mi nietecito y me dijo “abuelita, la necesitan”. Yo grité que entrara el que estuviera ahí, que yo no podía salir porque estaba muy enferma, tenía todo el estómago morado. Pero nadie entró, entonces el niño volvió a mirar y me dijo “abuelita, es que hay un montón de policías ahí”.

Cuando ellos me vieron a mí, pareció que hubieran visto al demonio. Eso es humillante. Nos pusieron fusiles detrás de la cabeza, nos amarraron las manos y los pies con cadenas, nos trataron con violencia. Ahí supe que yo no era la única, que éramos varios capturados, pero para eso trajeron como 100 policías y nos sacaron en helicóptero. A la niña también se la llevaron. Eso no tiene perdón de Dios.

Me preguntaron: ¿usted es Margarita Orfany Neira? Yo dije que sí. Me dijeron: usted tiene orden de captura. Eso fue el 12 de febrero de 2012. Como a las dos de la tarde nos llevaron. Yo no sabía nada, el resto de gente no sabía nada. A unos nos los encontramos de camino y a otros ya los tenían allá, en Neiva. Cuando llegamos tuvieron que poner una ambulancia en la jeta del helicóptero porque yo iba muy enferma.

Me llevaron por allá y me dieron un poco de droga. Me pusieron una pasta debajo de la lengua y unas inyecciones. La niña tuvo que presenciar todo eso. Laurita solo lloraba, no entendía nada. Tenía doce añitos, qué iba a saber por qué a su mamá la sacaban amarrada en un helicóptero de la policía. Ella sufrió un trauma después de eso. A veces me dice que tiene miedo de ser la hija de un guerrillero.

Nos metieron en un calabozo inmundo que olía a mortecina. Nos quitaron la ropa y los bolsos. Al otro día no nos dejaron bañar ni nada y nos llevaron allá donde el juez, que nos leyó una cantidad de cosas. Que dizque yo ponía explosivos. ¡Cómo cree, si yo ni sé qué es eso, yo apenas me paro de la cama hasta la cocina, por Dios!

Que en un ataque de las Farc, donde habían matado un montón de soldados, yo había puesto los explosivos. Que yo mantenía a ese señor Teófilo escondido acá. ¡Y entonces por qué no le echaron mano si supuestamente tantas veces lo vieron conmigo! Yo para qué le voy a decir mentiras: uno sí veía a ese señor por acá, cuando ellos se paseaban en camionetas por todo el pueblo, pero era porque aquí no había Estado, y uno nada podía hacer.

En las audiencias salieron con una cantidad de cosas que yo no podía entender. Unos días decían que yo era la suegra de Teófilo, otros días decían que yo era la amante, otros días decían que era la mamá. Y un día en una de esas audiencias el abogado se paró y le pidió al juez que le dijera cuál de esas tres cosas era yo. El juez se quedó callado.

Me faltaron nueve días para cumplir el año capturada. Duré como cuatro meses en la propia cárcel, en Neiva, y luego mi hijo me puso abogado. Uno trabajando la tierra toda la vida para venir a gastarse los ahorritos en un abogado. Me dieron casa por cárcel y duré en Ibagué como tres meses más, porque dijeron que no me podían traer adonde me habían cogido. Mi hijo luchó y luchó y me llevaron a Planadas. Y por allá en diciembre nos llegó un papel que decía que quedaba en libertad dizque por vencimiento de términos.

Mientras toda esa pelotera, a la niña la cogió el Bienestar Familiar. Yo duré en la cárcel como tres meses sin saber de ella. Hasta que una vez fue una señora de la Cruz Roja a la cárcel y me vio la amargura, yo estaba en un rincón llorando. Le dije que tenía una niña y no sabía nada de ella. La señora me pidió los datos de los familiares de la niña, los papás de la guerrillera, que viven en Bogotá. La guerrillera se había muerto cuando la niña tenía como cinco años. Según me contó luego Laura Camila, a ella se la llevaron en un avión de Ibagué a Bogotá y la señora esta la encontró en un Bienestar.

Mi hijo y yo luchamos y luchamos y la niña clamaba que se quería venir para donde la mamá Orfany. Hasta que lo logramos y cuando yo por fin me pude venir para mi casa, después de un año, me dejaron traer a la niña conmigo. ¡Y cómo no, si a mí nunca me pudieron probar nada! Cuando volvimos a la casa, uno de los cuartos, aquí junto a la sala, estaba todo destruido. Le había caído un explosivo en un combate. Entró por el techo y me dejó las paredes vueltas nada, la cama vuelta nada. Imagínese si hubiéramos estado aquí.

Ahora yo vivo muy aburrida. Lo único que me da fuerzas para seguir es la niña. Vivo enferma y triste, pero Laurita, en medio de todo, es una niña muy alegre. Físicamente, la niña es calcada a la mamá, pero yo le juro que yo la he criado para que sea de bien. A ella le va bien en el colegio. Ya tiene 16 años. Yo en cambio tengo casi 70 y vivo triste y asustada. Mi único pecado fue haber criado a una niñita abandonada”.