Miles de familias siguen buscándolos. Fuimos hasta La Macarena, Meta, para ver cómo la Fiscalía trata de encontrarlos.
Es casi mediodía y el aire del cementerio Nuestra Señora de La Macarena sabe rancio. En un lugar del horizonte las montañas y las nubes se empiezan a confundir. Dos hombres, vestidos con un traje blanco que los cubre de arriba abajo, se turnan la pica y la pala para cavar un hueco rectangular en la tierra. Una polvareda se levanta sobre la escena. Cuando se disipa, la pareja de hombres, uno por los pies y otro por la cabeza, transporta una bolsa negra y roída hacia un pequeño cuarto que hace las veces de morgue.
El cuerpo que destapan llevaba más de seis años enterrado y hasta ese día no tenía nombre ni apellido. Jesús, uno de los hombres de traje blanco, fue sepulturero en ese lugar entre 2002 y 2010. Como ese, cuenta cada que puede, vio llegar cientos de cadáveres sin identificar durante los años que siguieron a la retoma de la zona de distensión que el gobierno de Andrés Pastrana le había dado a las Farc en Meta y Caquetá. La imagen que recrea la memoria del sepulturero es difícil de digerir: varias veces a la semana, el Ejército bajaba desde un helicóptero cuatro o cinco cuerpos sin vida y sin nombre y los apilaba para que él se encargara de enterrarlos. Jesús cumplía órdenes y los enterraba en bolsas blancas en el occidente del cementerio.
Años más tarde empezaron a correr rumores aterradores por La Macarena. La gente del pueblo contaba historias que desafiaban la imaginación. Decían que el Ejército no solo bajaba los cuerpos, sino que muchas veces los tiraba con el helicóptero todavía en el aire. Otros hablaban de volquetadas de cadáveres que se paseaban campantes por el casco urbano del pueblo. El olor a muerto se impregnaba en la ropa. La guerra caminaba por las calles. Los rumores empezaban a ser demasiado grandes para esa pequeña comunidad en medio de las montañas.
Un día de 2009 se desbordó el olor a podrido: las denuncias traspasaron fronteras y llegó a La Macarena una comisión de congresistas y sindicalistas británicos. En el pueblo los recuerdan como “los gringos”. Detrás de ellos, a finales de ese mismo año, apareció también una delegación de varias organizaciones no gubernamentales colombianas. Después de una breve inspección, la conclusión de los visitantes fue una sentencia para el pueblo: dijeron que era la fosa común más grande de América Latina.
Dos mil cadáveres. Esa fue la cifra que empezó a circular por todos los medios del mundo. La acompañaba una foto de un hueco gigante en la tierra del que sobresalía una montaña de cuerpos muertos y desnudos. Era de no creer que un pueblo de seis mil habitantes escondiera la tercera parte de su población bajo tierra. Algo, sin embargo, no cuadraba: la foto, supuestamente de La Macarena, aparecía en internet desde hacía años. Bastó una pequeña búsqueda para descubrir que había sido tomada en la guerra de Bosnia. Ese error no cambió nada: ante los ojos del mundo siguió siendo un enorme cementerio de ene enes. Seis años después, lo que pasó allí todavía zigzaguea entre la realidad y el mito.
La Macarena está lejos de todo. Por río o por tierra, la travesía pocas veces dura menos de un día entero. Desde Villavicencio, tarda algo más de una hora a bordo de una avioneta Cessna de seis puestos que se zarandea sobre los paisajes verdes y los ríos disminuidos de la serranía que lleva el mismo nombre que el pueblo. En el aeropuerto, un burro arrastra una carreta hasta la diminuta sala de espera, desde donde se alcanza a ver la base militar de la Fuerza de Tarea Omega, que se instaló allí en 2003.
Justo enseguida de la base está el cementerio. Producto de la crisis humanitaria que se había declarado, hasta ese lugar se desplazó un grupo de fiscales en 2010. Esa labor la lideró Sandra Herrera, la fiscal 211 de Exhumaciones. Diego, uno de los fiscales bajo el mando de Herrera, se apresura a destruir el mito apenas le acercan un micrófono: “apenas llegamos, hace ya seis años, nos dimos cuenta de que la información era falsa: aquí no hay una fosa común, como han dicho por todas partes, sino una zona del cementerio dedicada a la inhumación de cadáveres no identificados”.
Hace seis años, Jesús era todavía el sepulturero de ese cementerio. Con su ayuda y datos del municipio la Fiscalía dio un nuevo parte sobre la crisis: no había dos mil cuerpos apilados en una zona común, como se había repetido hasta el cansancio, pero sí había 464 cadáveres sin identificar, enterrados individualmente y de manera legal. La historia del sepulturero revela que fue él mismo, monitoreado por un médico rural del municipio, quien entre 2002 y 2010 arregló los cadáveres. Les tomó huellas, anotó su ubicación y los enterró en la parte occidental del camposanto.
Las preguntas ante la declaración de la Fiscalía aparecieron rápido y con fuerza. Varias organizaciones de derechos humanos y familiares de desaparecidos quisieron entender por qué, así no fueran dos mil, a un pueblo de seis mil habitantes habían llegado 464 cuerpos sin identificar y nadie había dicho nada durante años. La respuesta oficial fue un silencio largo y punzante. Nuevamente, ante la ausencia de una voz del Estado que aclarara qué había pasado, las respuestas tuvieron que llegar de otros lados. Otra vez empezaron a crecer los rumores. Los interesados en el tema ataron cabos por su cuenta. Una explicación naufragó en medio de ese mar de dudas.
Antes de 2002, durante décadas, La Macarena había sido uno de los grandes fortines de las Farc. Más allá del municipio con ese nombre, La Macarena es un área de manejo especial que recoge también a Granada, Vista Hermosa, Uribe y San José del Guaviare. Todos en Meta. Tras la Octava Conferencia de esa guerrilla, varios frentes del Bloque Oriental se decidieron a tomar el control absoluto de esa zona. Uno de los objetivos de esa Conferencia era encontrar la forma de avanzar desde las montañas hasta Bogotá. La ubicación de La Macarena, extrañamente inaccesible y a la vez cercana a la capital, era como mandada a hacer. En enero de 1999 a las Farc se les apareció la Virgen.
Las Farc y el gobierno de Andrés Pastrana negociaban en San Vicente del Caguán. Una de las garantías que se le dio a la guerrilla para poder adelantar esas conversaciones de paz fue que el Ejército les despejaría 42 mil kilómetros cuadrados. Los habitantes de La Macarena, más de quince años después, recuerdan que de esa decisión se enteraron por los noticieros. Cuando menos pensaron, sin consultarles, las Farc eran la ley en su territorio y el de otros cuatro municipios en dos departamentos.
Los pobladores de La Macarena recuerdan que durante ese tiempo, mucho más que antes, la guerrilla se paseó por el pueblo como si fuera su casa. Pedro, un campesino que patrulló esa zona como policía civil, armado con un revólver 38, recuerda varias visitas de la cúpula de las Farc al municipio. “Aquí venían el Mono Jojoy y todos ellos, y hablaban en la plaza y parecía que fueran nuestros alcaldes —dice, con voz grave y jocosa—, pero eso no era tan malo para nosotros: esa gente empezó a mover mucha plata y había harto trabajo en la región”. Otros habitantes contrastan con la parte mala: extorsionaban, reclutaban niños, querían crecer como fuera, sin mirar a quién le pasaban por encima.
Los diálogos con las Farc no duraron mucho. Se rompieron más temprano que tarde y en febrero de 2002 el gobierno de Pastrana empezó una campaña para retomar la zona. Con más de 20 mil hombres el Ejército se acuarteló para atacar las posiciones estratégicas de la guerrilla. La violencia producida por los combates volvió a arreciar. A mitad de ese año llegó Álvaro Uribe a la Presidencia. Su declaración de guerra contra las Farc fue tajante: en 2003 se creó la Fuerza de Tarea Conjunta Omega. Ubicaron una gran base militar al lado del cementerio de La Macarena y por varios años los enfrentamientos a sangre y fuego no dieron tregua. Durante la época de la retoma aparecieron por toda la región denuncias de alianzas entre militares y paramilitares para atacar a la guerrilla. La guerra entre los tres actores dejó, durante los ocho años que Uribe fue presidente, miles de muertos, decenas de miles de desplazados, artefactos explosivos regados por todo el campo, miles de desaparecidos. Eso apenas en los cinco municipios que conforman el área grande de La Macarena.
“Aquí la guerrilla y los paracos mataban y mucho, pero la mayoría de los muertos de ellos ni siquiera llegaban al cementerio: esos se los llevaba el río o se los tragaba la selva —dice el sepulturero, que años después se convirtió en fuente obligada para conocer lo que pasó entre el cementerio y la base militar—. Casi todos los que yo enterré por esa época eran los que morían a manos del Ejército. Me decían que eran muertos en combate”. Las líneas puntadas que deja la declaración de Jesús las une Pablo Cala, del Colectivo Orlando Fals Borda, que acompaña a víctimas de desapariciones y ejecuciones extrajudiciales: “la sospecha es que entre esos cuerpos sin identificar que hay allá enterrados estén los restos de civiles desaparecidos que hicieron pasar por bajas de guerra”.
Ese drama no es exclusivo de La Macarena. Hace varios años la Fiscalía pidió a todas las alcaldías del país que reportaran cuántas personas sin identificar había en sus cementerios. Contestaron 871 de los 1.102 municipios del país. Una de las conclusiones más escalofriantes de ese censo, que registró 20.453 ene enes en todo el país, es que casi un 15% de ellos estaban enterrados en cinco cementerios de los Llanos Orientales: San José del Guaviare, Granada, La Macarena, Villavicencio y Vista Hermosa.
Después de analizar esas cifras, la Fiscalía arrancó unos planes piloto de búsqueda, uno de ellos en La Macarena. Llegaron allí en 2010 y de inmediato pusieron en cadena de custodia casi tres mil metros cuadrados del cementerio, donde con asesoría del sepulturero ubicaron 320 rasgos de fosas que contenían cuerpos sin identificar. Un rasgo es un pedazo de tierra clara y con relieve, que permite ver que ahí se había cavado antes. Casi todas las fosas son individuales. Otras, aunque son más grandes y guardan varios cuerpos adentro, tienen los cadáveres separados en bolsas.
El grupo de exhumaciones lo integran diez personas y Jesús, que fue llamado especialmente para esa labor. Desde 2010, van al pueblo cada tanto y trabajan durante varios días seguidos, sin parar entre las siete de la mañana y las tres de la tarde. Empiyamados en trajes de protección contra químicos, revisan el mapa donde están delimitados milimétricamente los rasgos, volean pica y pala, y cavan huecos de entre un metro y dos de profundidad. Cuando encuentran la bolsa que contiene el cuerpo, una pareja se encarga de cargarlo hasta la morgue, que queda a unos cien metros de la zona de trabajo. Ahí lo destapan y lo preparan para empezar el proceso de identificación. Todos usan tapabocas excepto Jesús, a quién parece no molestarle el olor de la muerte.
A lo que queda del cadáver descompuesto le quitan el fémur, donde es más probable encontrar material genético, lo ponen a secar al sol y, en pequeñas bolsas herméticas, lo envían a un laboratorio de Medicina Legal en Villavicencio o Bogotá. El resto del cuerpo lo vuelven a empacar y lo guardan en una de las dos bóvedas del cementerio. El fémur extraído, junto con el registro dactilar que Jesús había hecho años atrás durante la inhumación, permitirá hacer cruces de información con las bases de datos de la Registraduría y con las muestras de ADN que se tienen de familiares que buscan a sus desaparecidos. Con las huellas tratan de identificar quién es el cadáver y con el material genético tratan de ubicar a su familia para entregarlo.
El 18 de octubre de 2015, en el marco de los diálogos entre el Gobierno y las Farc en Cuba, se llegó a un acuerdo para agilizar la búsqueda, identificación y entrega de personas desaparecidas. Una de las medidas que contemplaba era que la Fiscalía doblara su trabajo para que el proceso que adelantaba desde 2010 fuera más rápido. A La Macarena llegó de nuevo el equipo de trabajo de la fiscal Herrera. Entre el 15 y el 16 de febrero exhumaron 66 cuerpos, que se sumaron a los más de 300 que ya habían sacado en los seis años anteriores. Es decir que solo faltaría exhumar unos 100 cuerpos de los 464 cuerpos sin nombre ni apellido que reposaban allí desde el gobierno de Uribe.
Hasta ahora se ha logrado la identificación preliminar de 159 cuerpos en Nuestra Señora de La Macarena. Mientras el calor del mediodía abrasa los fémures que se secan afuera de la morgue, la fiscal Herrera, una mujer carismática pero firme, que aborrece dar declaraciones, delega a otro hombre de su grupo de trabajo para que explique que, de esos 159, alrededor de 30 restos se han entregado a sus familias durante estos años. No se han entregado todos porque a veces la información apenas se difunde en la revista Huellas, de la Fiscalía, que no tiene mucho alcance y es difícil que las familias se enteren, o porque en otros casos quienes los buscaban desistieron. Buscar un familiar desaparecido, explica Pablo Cala, del Orlando Fals Borda, consume la vida entera. Hay quienes no están dispuestos a hacerlo.
Las cifras totales de los cinco cementerios de los Llanos —que entre todos guardan, esos sí, los cadáveres de más de dos mil ene enes— son 830 identificaciones preliminares, 260 familias encontradas y 108 restos entregados. Después de decir de memoria las cifras, el fiscal delegado por Herrera, un tipo alto y rubio, enciende un cigarrillo y se separa del grupo de trabajo. Se recuesta sobre una de las bóvedas del cementerio y se pregunta: “yo no entiendo por qué, si desde que los enteraron ya existían los registros dactilares, no se había hecho desde el principio el proceso de identificación”. Los familiares de desaparecidos se preguntan exactamente lo mismo. Hubo que esperar varios años más de los necesarios para hacer el cruce con las bases de datos de la Registraduría, una tarea para la que existían todas las herramientas entre 2002 y 2010. Jesús, el sepulturero, guarda silencio frente a esa pregunta.
La hipótesis de muchos, que nunca se ha dicho oficialmente, es que había intereses para ocultar la identidad de los muertos que el Ejército llevó y dijo que habían caído en combate. A Jesús lo amenazaron varias veces desde que empezó a colaborar con la Fiscalía. Su esposa, una profesora que vivía con él en La Macarena, tuvo que desplazarse a Granada. Él se fue detrás de ella en 2012. Ellos, sin embargo, no han sido los únicos amenazados. Los familiares de desaparecidos en esa región, que llevan entre seis y catorce años buscando a sus hijos, esposos y hermanos, también han tenido que cargar en sus espaldas ese peso extra. Alguien no quiere que se reúnan los restos de los muertos con sus familias llenas de preguntas sobre qué pasó. Aun así, la mayoría de ellos no desfallece en la búsqueda. Algunos sienten que ya tienen poco que perder.
Esa, entre cientos más, ha sido la historia de Melba Ruiz, una matrona robusta de sesenta años que perdió tres hijos en la guerra. Los tres eran raspachines y, en distintas épocas, se fueron a trabajar a diferentes partes del Meta. “Ninguno volvió a casa —cuenta Melba, con la mirada perdida en las paredes de lata de su casa— y hasta hace muy poco no había tenido ni una noticia”. Lo mismo le pasó a María del Carmen, pero con dos hermanos y un sobrino. Aunque a ella desde el principio le dijeron que los había matado el Ejército. Las dos, decididamente, salieron a buscarlos. Tocaron puertas y preguntaron con insistencia. La única respuesta certera que obtuvieron fueron sendas amenazas anónimas.
A finales del año pasado brotó un tímido rayo de luz para esas dos mujeres. En el marco del acuerdo sobre desaparecidos, a cada una le entregaron los restos de apenas uno de sus familiares. Al lado de otras 27 familias, en una solemne ceremonia en Villavicencio, el pasado 17 de diciembre recibieron por fin parte de los restos que buscaban desde años atrás. La primera reacción de Melba, que vive una casa de madera y lona en una invasión, fue de desconfianza: pensó que tendría que pagar algo fuera de su alcance. La de María del Carmen, en cambio, fue de rabia: el Estado decidió que todos los restos se enterrarían en un solo cementerio, quitándole la posibilidad de hacerlo donde ella quería, donde había planeado durante todo el tiempo desde la desaparición.
Los cuerpos de los 29 desaparecidos que entregaron en diciembre fueron encontrados en los cinco cementerios de los Llanos. Entre los familiares que los recibieron es común que tuvieran, como Melba y María del Carmen, más de un desaparecido. Antes de la ceremonia las familias no se conocían entre sí. Ese jueves, tras salir de ahí, empezaron a hablar entre sollozos. Formaron casi naturalmente una cofradía. Se unieron para acompañarse a sanar, pero también para empujarse a exigir: que lleguen los desaparecidos que faltan, que haya verdad y justicia.
Hasta el momento su lucha va por la mitad: siguen sin explicarles quién, cómo y por qué mató a su familiar. Las mejillas se les ponen coloradas de la ira cuando ruegan que alguien les dé explicaciones y los culpables de las desapariciones pongan la cara. Como el carácter del acuerdo entre el Gobierno y las Farc fue humanitario, el proceso que lleva la Fiscalía por el momento no busca a los culpables sino únicamente el alivio de las familias. Parece, sin embargo, que para las víctimas una cosa no es diferente de la otra. Los investigadores y forenses, que por ahora pausan de nuevo su trabajo en La Macarena, tiene la orden de seguir agilizando la identificación de los cuerpos en otros cementerios del país.
A La Macarena le seguirán más cementerios: en todo el país todavía hay alrededor de 20 mil desaparecidos legalmente enterrados pero sin identificar. Los cálculos de algunas organizaciones de derechos humanos apuntan a que Colombia necesitará tres generaciones más para encontrarlos a todos. Ese caos se creó por la negligencia o el descuido o las negras intenciones de quien no permitió que desde un principio se trataran de identificar a los ene enes que llegaban.
Cuando cae la noche sobre La Macarena se escucha con nitidez el cauce de un riachuelo. Es el límite entre el pueblo y el verde espeso que abre las puertas de la serranía. Aparecen de nuevo las palabras de Jesús, el sepulturero: “aquí la guerrilla y los paracos mataban mucho… los muertos de ellos se los llevaba el río o se los tragaba la selva”. En Colombia hay más de 45 mil desaparecidos durante el conflicto: un número desborda por más del doble los 20 mil cadáveres que hay enterrados legalmente. En los cementerios de los Llanos se dio un primer paso, pero quienes continúen la búsqueda, si quieren encontrar respuestas, tendrán que enlodarse en el río y desyerbar la selva.