Así es la vida en un refugio para líderes sociales amenazados

AdminPacifista - marzo 20, 2019

“Nosotros no estamos haciéndole daño a nadie. Estamos defendiendo lo nuestro, lo que nuestros ancestros nos dejaron. Eso no es un delito”. Hasta 25 líderes pueden pasar la noche aquí, en esta casa de acogida del sur de Bogotá, donde no existe tiempo mínimo ni máximo de estancia.

“Nosotros no estamos haciéndole daño a nadie. Estamos defendiendo lo nuestro, lo que nuestros ancestros nos dejaron. Eso no es un delito”. Hasta 25 líderes pueden pasar la noche aquí, en esta casa de acogida del sur de Bogotá, donde no existe tiempo mínimo ni máximo de estancia.

Por: Juan Pablo Sepúlveda

Estamos en las profundidades de un barrio del sur de Bogotá. Hay, entre muchas otras viviendas, una casa cuadrada y alta. Tres pisos. La casa se abre desde una puerta negra que, perdida en la normalidad del barrio, esconde los secretos de cientos de líderes sociales de todo el país. Aquí, detrás de esta puerta, vienen a refugiarse de la violencia, a encontrar anonimato, a huirle a ‘la parca’. 

Ya en la entrada, puerta abierta, lo primero que se ve es un un corredor. Pasos más allá hay una cocina. Allí, hermano y hermana de una familia preparan el almuerzo y bailan salsa choque mientras cocinan. Sobre el corredor aparecen también habitaciones grandes, repletas de camarotes, una escalera que lleva al segundo piso y máscaras de yeso que adornan las paredes. Los líderes las han dejado como recuerdo, como símbolo de que pasaron por aquí para ocultarse. 

Hoy hay líderes dentro de la casa. Se identifican sin problema y lucen relajados aunque sus caras escondan historias de desplazamiento, armas y muerte. Son sobrevivientes. “No sabemos por cuánto tiempo”, dicen. Aquí llegaron huyendo de los grupos ilegales, guerrillas, disidencias, delincuencia y hasta de miembros del Estado.

Con máscaras como estas, lo líderes dejan una huella simbólica en la casa de acogida. Foto: ©Tomás Mantilla

De ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo 

No se oyen gritos, no se siente ansiedad. Este es un lugar donde los líderes pueden sentarse, ver fútbol en un televisor o dormir con la certeza de que están a salvo. Sin embargo, es imposible que se sientan en casa. Sus casas están lejos y allá –según varios de sus testimonios– siguen sus familias. 

Sus historias tienen puntos comunes. A sus  casas u oficinas llegan panfletos y mensajes intimidades que se atribuye algún grupo armado. Les dicen que los van a matar y les dan plazo para irse de sus territorios. Pueden ser días. Pueden ser horas. 

Perderse. Irse. Desaparecerse. “No los queremos ver más por acá”. Y es así es como llegan a una casa como esta, que pertenece a la corporación Claretiana Norman Pérez Bello. Esta organización social nació en 1997 como un homenaje al misionero Norman Pérez, defensor de Derechos Humanos asesinado en 1992. Desde entonces, hace lo que puede para darle una mano a los líderes que esquivan la muerte.

Desde hace 20 años, la corporación tiene un lugar como este en la ciudad. No siempre ha sido la misma casa, pero el procedimiento sí ha sido el mismo: la Cruz Roja o la Arquidiócesis de Bogotá se pone en contacto con ellos, les dice que hay un líder social que necesita ayuda y le pregunta a la corporación si le puede dar acogida. En el último año, esta casa ha llegado a albergar hasta 25 líderes por noche. Les ofrecen techo y comida mientras encuentran estabilidad en la ciudad. A veces, este proceso puede tardarse meses.

La trabajadora social de la corporación nos dice que podemos conversar abiertamente con los líderes, pero entre menos detalles revelemos a la hora de publicar esta historia, mejor. 

Como ya hemos visto a lo largo de este especial, aunque el Estado ofrece medidas de protección –insuficientes en una gran cantidad de casos– es común que los líderes no confíen en el sistema que está planteado para protegerlos. “Es difícil confiar en el gobierno cuando ellos no tienen la capacidad o la voluntad de brindar las medidas de seguridad. O también porque ellos mismos, dependiendo el caso, son los victimarios”, asegura un líder sentado en un sillón rojo que se destaca en la sala.

La sala cuenta cuatro sofás y un escritorio en el que lo líderes amenazados pueden sentarse a trabajar. Foto: ©Tomás Mantilla

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En el segundo piso de la casa hay más habitaciones y en ellas pertenencias, almohadas, ropa, cuadros, camándulas, sombreros, mapas, carpetas. Un par de pasos más al fondo, después de subir las escaleras, hay una oficina pequeña y un cuarto con cojines y juegos para niños. También hay un depósito lleno de prendas de ropa y cobijas para quien llegue y las necesite.

Desde el segundo piso se ve la cocina del primero, que también tiene un comedor y sillas para seis personas. Siguen otras escaleras que llevan un tercer piso. Es una terraza con lavadoras, muebles viejos y ropa recién extendida.

Retrospectiva ¡Pacifista!

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Hace meses en ¡Pacifista! analizamos los factores de violencia a los que están expuestos los líderes en las regiones que más asesinatos y amenazas registran. Para ver la serie, haga clic en la imagen. 

Desde la terraza Bogotá se ve larga y ancha, infinita. Los cuatro líderes que están aquí por lo menos tienen una buena vista para matar el tiempo. A quienes acoge el refugio permanecen en la casa. Salen muy poco, como se los recomendaron familiares y amigos. No quieren perderse en la ciudad. No quieren recorrerla pensando que alguien los sigue. 

“Me tocó irme de mi territorio porque me amenazaron varias veces, una de ellas con revólver en mano”, dice María Fernanda*. Llegó al refugio hace ocho meses y cuenta que está buscando exiliarse para proteger su vida y a su familia. “Me tocó salir sin ninguna de mis pertenencias, dejé atrás todo. Me amenazaron por un trabajo que yo hago para restituir tierras. Me tocó irme porque es que muerta no le sirvo a nadie, pero viva al menos podré seguir luchando donde quiera que esté”. 

Un oso de peluche está abandonado en uno de los rincones de la casa. Foto: ©Tomás Mantilla

Esta casa les sirve a los líderes no solo como refugio, sino como una palanca jurídica, económica y emocional. Aquí les ofrecen espacios con camas y baños, asesoría de abogados y psicólogos, convenios de educación y recreo para sus hijos, asesorías laborales y hasta ropa en casos extremos. 

Nosotros no estamos haciéndole daño a nadie”, sigue María Fernanda. “Estamos defendiendo lo nuestro, lo que nuestros ancestros nos dejaron. Eso no es un delito. Si a usted le van a robar a su casa, usted pues se defiende… ¿Es o no es? En esta casa me siento tranquila porque tengo un techo y una alimentación, pero también me da miedo de que después esa gente se dé cuenta de dónde estoy…”

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Los líderes llegan a la casa casi siempre con sus familias. Ella es la hija de Obdulio. Foto © Tomás Mantilla.

Hoy en la casa también está Obdulio*, otro líder desplazado por amenazas en su región. Llegó a Bogotá con su familia huyendo del Cauca, de lo que lucía una muerte segura: en los últimos meses, por su trabajo social a favor de la sustitución de cultivos, recibió avisos que se volvieron exigencias y que luego terminaron en amenazas de muerte. Eran las Águilas Negras.

Este líder comunitario llegó a Bogotá con su familia, con la ropa que tenía puesta y con poco más. Llevan tres meses en el refugio.

Obdulio y sus hijos no se quejan,  pero es evidente que huir de la violencia para ellos tiene consecuencias imprevistas. Situaciones tan elementales como tener que bañarse con agua caliente por el frío bogotano los hace sentir más fuerte la sensación de estar lejos de casa.

Lo primero fue llegar aquí y tener semejante frío”, dice Obdulio. “¿Cómo así que uno aquí todo el día tiene que andar con chaqueta? A mí no me gusta el agua caliente, me hace daño. Me cae mal”. El hijo de Obdulio tuvo que abandonar el colegio en su pueblo para huir con su padre. Dice entre risas que “el frío lo tiene mal, acabado, flaco”.

Obdulio, debido a su nivel de riesgo, procura no moverse solo, salir poco a la calle y evitar mostrar su cara a las cámaras. Foto © Tomás Mantilla.

Obdulio cuenta esta historia con sus pies cruzados y los dedos de las manos también. Se sienta con postura firme, a veces pone una mano en su barba de candado y parpadea poco. “Frente a estas cosas –sigue–, yo creo que se debe tener capacidad de resiliencia. Yo aquí sigo siendo parte de procesos e incidencias sociales. No es lo mismo, pero trabajo desde acá”. 

Sus palabras no se escuchan como un drama, suenan más bien como la historia de una lucha vigente.

Obdulio reconoce que su situación es difícil, pero no suficiente para robarle el optimismo: “Uno aquí (en el refugio) se encuentra con personas con situaciones peores. Hay que seguir adelante… A pesar del frío, aquí en la casa nos encontramos con un calor familiar, y con historias de valor, trabajo y solidaridad. Salvar la vida de un líder también es salvar muchas vidas de una comunidad. Nosotros somos líderes y somos la voz de mucha otra gente”.

El hijo de Obdulio dice que quiere comenzar con procesos sociales en unos años. Su hija, sin embargo, piensa diferente: “Yo entiendo la importancia de lo que mi papá está haciendo y el peligro que está dispuesto a correr. Pero no estoy de acuerdo porque algo grave le puede pasar. Yo se lo digo a usted desde la perspectiva de una hija”. 

Una y otra vez 

Más de 1.000 personas (líderes, lideresas y familiares) han pasado por la casa de acogida de la corporación Claretiana, que desde su nacimiento se ha movido de arriendo en arriendo por la dificultad económica de conseguir una casa propia para volverla refugio permanente. Esta ayuda que le brinda a los líderes se mantiene con proyectos que desarrolla la corporación y de algunos aportes de la cooperación internacional o de donantes esporádicos. El dinero no siempre les alcanza. 

La casa de la corporación claretiana ha acogido a más de 1.000 líderes sociales en condición de riesgo. Foto © Tomás Mantilla.

Paloma* abandonó su tierra y su trabajo de liderazgo en 2006. En esa época perteneció a la Junta de Acción Comunal de la vereda donde vivía, una región en la que la violencia desplazaba cotidianamente a las familias que la habitaban. “Cuando la gente se empezó a ir yo decidí quedarme, porque dije ‘yo no le he hecho nada a nadie”, relata. “Pero en esas llegó una incursión de paramilitares que me dijeron: ‘O se va, o se une a nosotros, o se muere”.

Paloma todavía recuerda, como si hubiera pasado ayer, el día en que los paramilitares asesinaron, frente a  ella y su familia, a una persona que hacía trabajo social a su lado. Le dijeron que si no se iba “ya”, les iba a pasar lo mismo. 

“Yo en mi vida nunca he cogido un arma, yo no soy de un lado ni del otro” cuenta Paloma. “Yo no quise volver a saber nada de allá. Abandonamos la finca que era propia y llegamos a Bogotá con 500.000 pesos. 

Los líderes pasan la noche en camarotes sencillos. En ocasiones, ellos son recibidos con sus familias. Foto © Tomás Mantilla.

Al llegar a la ciudad, Paloma acudió a la corporación Norman Pérez Bello, donde pudo encontrar refugio, protección y trabajo.

Hoy pasa la tarde entre conversaciones y algunos quehaceres de la casa que voluntariamente asume. La suya es una voz fuerte, pero hoy su fuerza en el territorio reencuentra suspendida. 

*Nombres cambiados por seguridad de las fuentes.