La protesta transcurrió pacíficamente. El ESMAD no tuvo que intervenir y los estudiantes de las universidades privadas se unieron.
Por: Maria Alejandra Rodríguez, Silvia Margarita Méndez y Juan Pablo Sepúlveda
A las nueve de la mañana del 10 de octubre las estaciones de Transmilenio ya avisaban que la movilidad no iba a ser fácil. “Manifestaciones en las próximas horas, tomar otras rutas”, decían los avisos de letras rojas y fondo negro de las estaciones más cercanas al centro de la ciudad.
Desde hace unos días, las declaraciones de Iván Duque sobre el presupuesto para 2019 alimentaron lentamente la marcha de hoy. Los estudiantes estaban emocionados, estaban motivados por hacerse escuchar y con un agravante más: esta vez los convocados fueron estudiantes de universidades públicas, privadas y profesores.
La Universidad Nacional de Bogotá atrajo una cantidad muy significativa de manifestantes. Aunque es difícil calcular el número de personas, se puede decir que la marcha congregó a más de 50.000, quizás más 100.000. Y es que la Universidad Nacional está tan jodida de plata que su rectora, Dolly Montoya, contó que desde octubre están usando dinero de 2019 porque el de este año no les alcanzó.
Hacia las 10 de la mañana la Plaza Che de la UN estaba a reventar y un mar de gente se disponía a caminar hasta la Plaza de Bolívar. La lluvia no aminaló el ánimo ni los cantos y las arengas que empezaron desde temprano. No hubo un solo momento de silencio. A esa voz masiva la acompañaron banderas, pancartas, mensajes, instrumentos musicales, murgas, máscaras y disfraces.
Cuando la marcha se tomó la calle se escuchó la primera voz del gobierno: Marta Lucía Ramírez, la vicepresidenta, anunció que el gobierno estaba dispuesto a sentarse a negociar para atender el problema.
Mientras tanto, en las calles, lo que primero fueron intentos tímidos de meterse a los carriles de los carros, terminó en una invasión total, incluso en el carril de Transmilenio. Lleno total en la Avenida NQS con una fila interminable de personas.
No todos fueron estudiantes. Hubo niños, egresados, profesores, sindicatos, trabajadores y uno que otro político gritando y saltando. Algunos incluso se bajaron de sus buses para unirse a la marcha. Unas abuelitas, desde un balcón, alzaban el puño y lanzaban besos. Una niña de 5 años brincaba al lado su padre mientras cantaban “porropopó, porropopó, el que no salte quiere privatización…”.
Se estima que la educación pública en Colombia tiene un déficit de 18 millones de pesos: 3,2 en funcionamiento y 15 en infraestructura. Esto, en boca de los estudiantes con quienes hablamos en la marcha, significa menos espacios dentro de las universidades, menos laboratorios, menos insumos, menos recursos en las clases y menos profesores.
Por otro lado, para los profesores significa peores contratos, malos sueldos, disminución de la calidad y la eventual cancelación de algunos programas o el cierre de la universidad (como es el caso de la del Valle, cuya subsistencia está en veremos). Los estudiantes piden un aumento presupuestal de entre 3,2 y 4,5 billones de pesos. Sería la única forma de salir del déficit, multiplicar por dos el presupuesto de Colciencias y replantear programas como el Icetex o Ser Pilo Paga.
La presión de las marchas provocó otra declaración: la ministra de educación, María Victoria Angulo, dijo que iba a hacer fuerza para que el presupuesto de educación se aumentase en 500 mil millones de pesos. La noticia cayó como una llovizna fugaz; es algo, pero no es suficiente.
De repente, se unieron otros grupos de manifestantes. Hacer un cálculo promedio se volvió imposible. El centro de la ciudad estaba detenido. Subimos por el Eje Ambiental y luego por la calle Real. “A la Plaza no le cabe tanta indignación”, pensamos.
Las privadas también marcharon
Empezamos la caminata desde la Calle 45 con carrera séptima en frente de la Universidad Javeriana. Un grupo de manifestantes ya se había adelantado hacía la Plaza de Bolívar, por lo que agilizamos el paso sin descuidar los detalles. La resistencia se sentía como aire caliente, pero el clima estaba helado. En el piso mojado se veían cientos de papeles con mensajes alusivos a la marcha y en los negocios colindantes de la séptima, mensajes de apoyo al movimiento estudiantil. “Por el arte y la educación”, se leía en una barbería en frente de la Torre Colpatria.
Pasamos la 26 mirando decenas de policías, todos con cara seria y escudos rectangulares transparentes; más que listos para cualquier eventualidad. Sin embargo, los estudiantes, profesores y rectores cumplieron lo prometido y se movilizaron pacíficamente. A medida que íbamos caminando, el poder ciudadano que representaba un tumulto de miles de personas gritando, cantando y exigiendo derechos por una educación pública mejor, nos dejó atónitos.
Estudiantes y profesores del Amazonas, Cundinamarca, los Llanos Orientales, Bogotá y la Costa Atlántica caminaron por las calles. La educación cruza fronteras y esta marcha fue la prueba latente de ello. Cuando ya logramos entrar al centro de la movilización, luego de que varios comenzaran a correr con libertad elevando sus banderas, las sensaciones eran difusas. ¿Emoción?, ¿indignación? Ver a tanta gente reunida marchando por defender sus derechos nunca dejará de sorprender.
Al llegar al Simón Bolívar el plantón hablaba por sí solo. No le cabía una hormiga, las personas estaban firmes con sus palabras, con sus exigencias. Mientras la voz de una estudiante líder se sentía como música de fondo, la gente escuchaba atenta: “Estas son las diez exigencias que tenemos para el Gobierno y queremos socializarlas”.
Aunque no hubo pólvora, sí algunas bombas de pintura y graffiti en estaciones de Transmilenio, los policías que acompañaron la marcha no tuvieron que intervenir y su presencia casi no se notó. Estudiantes disfrazados de zombies se colgaban en el cuello una lápida con el nombre de alguna universidad que está moribunda, próxima a desaparecer.
“¡Resistencia! ¡Resistencia!”, retumbaba a los alrededores de la Plaza de Bolívar, esa palabra que quedó sonando en la cabeza de los jóvenes desde aquel día en el que Gustavo Petro se paró en la Plaza de la Hoja a declararse opositor del mandatario entrante. Los parlantes de la tarima frente del Congreso parecían muy pequeños para todos los oídos que había que llenar. “Quedémonos en esta Plaza hasta diez días si es necesario”, gritaba Petro a los estudiantes y profesores.
La cita era a las cinco de la tarde en la Plaza. Se rumoreaba que la ESMAD estaba esperando paciente a las afueras del plantón, pero nunca tuvieron la necesidad de entrar. El plantón exigió presupuesto, exigió respeto, pero ante todo exigió atención. Ángela María Robledo, con poncho de plástico verde y la representante a la Cámara, María José Pizarro, eran la muestra de que los próximos cuatro años tendrán apoyo por parte de todos los sectores.
Desde el Congreso, las ventanas estaban llenas de espectadores tomando fotos. Al frente, banderas del partido Mais, del M-19, de las Farc, de la UP, de las universidades, carrera por carrera. Los puños se alzaban, algunos salían de la Plaza, mientras que otros encontraban un lugar para plantarse. En el piso, como una plana de colegio, la tiza blanca delineaba la frase: “No debo gastar la plata de educación en armas”, dirigida al presidente Iván Duque.