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Ser líder

Paloma en riesgo: testimonio de una líder social perseguida

Paloma en riesgo: testimonio de una líder social perseguida

Santiago A. de Narváez - marzo 20, 2019
Desde el 2006, Paloma ha sido perseguida y amenazada por distintos bandos del conflicto armado a razón de su liderazgo social.

Este es un texto que usa recursos de la ficción para dar cuenta del testimonio de una líder social que ha sido perseguida por distintos grupos armados durante más de diez años. Es un texto periodístico que está respaldado por información suministrada por la líder. La razón por la que usamos herramientas de la ficción en este texto es meramente narrativa.

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No lo pensé dos veces. Después de que me hicieran ver cómo torturaban a ese señor, no lo pensé dos veces. Cogí a mis hijas y me fui para siempre del pueblo. Fue como si empezara a vivir una segunda vida, la que llevo ahora. Yo y mis hijas, mi marido y nuestra vida en riesgo. Yo y mis hijas y los numerosos domicilios que vendrían después. Y que vendrán. Porque sépalo: la amenaza del mes pasado no será la última que tengamos que ver y de la que tengamos que huir nuevamente. Mis hijas y yo. Yo y mis hijas, mi marido y una vida sin futuro. Una vida corriendo, escapando de la muerte. Desde ese día maldito, de ese mes maldito, en ese año sin ley en que empezó nuestra vida en fuga. Nuestra vida del perpetuo riesgo. Escapando hacia el futuro inexistente, volcadas en un presente sin hogar. En un hogar que no es el nuestro.

Sólo el que lo ha vivido lo entiende.

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Era el año 2006. Ese año, como usted bien sabe, se desmovilizó el último bloque de las AUC. El Elmer Cárdenas. Ese año, el hoy senador Uribe asumía su segundo mandato presidencial y se consolidaba su política de seguridad democrática. Ese año llegaron al pueblo los ‘paras’.

Yo hacía parte en mi pueblo de la Junta de Acción Comunal. Una líder comunitaria o líder social, como prefieren decir acá en la capital. No pertenecía, todavía no pertenezco, a ningún partido político. Que no quiere decir que no hubiera hecho política entonces. Política de otra manera. Yo ayudaba en la Junta a tomar decisiones de tipo social y territorial. Organizaba la gente. Hacía política a pequeña escala con la comunidad.

Pero llegaron los paras y nos dijeron que teníamos que tomar bando.

—O se va o se muere —decían los paras.

—O se va, o se une a nosotros, o se muere —decían ellos.

Me obligaban a escoger un bando. A decidir entre distintas formas de la muerte. Entre escoger a la fuerza un bando de la guerra y no por convicción. O entre morir a manos suyas, torturada y ver a mis hijas morir, ser violadas por sus manos. O a escapar del pueblo.

Ellos me obligaban escoger entre la muerte de la libertad, la misma muerte física, o la muerte del futuro y del sosiego: la que vivo ahora.

Yo decidí quedarme.

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El pueblo del que soy, y al que todavía no he vuelto, queda en una zona difícil. Es una zona difícil de un departamento del suroccidente del país que todavía hoy sigue viviendo en guerra. Perdóneme que no le diga el nombre. Perdóneme que no dé más detalles de mi vida y mi pasado. Pero es que acá nos recomiendan no hablar mucho. No dar muchos detalles. La trabajadora social me pidió antes de hablar con usted que por seguridad no fuera a decir las cosas importantes. Y además todavía está el miedo. El miedo hablar y que nos encuentren.

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Déjeme. Déjeme que ya estoy bien, más tranquila, más serena. A veces es bueno hablar y llorar y sacar todas estas cosas. No es bueno quedarse con las lágrimas adentro, créame. Gracias por los kleenex, tome coja se los devuelvo, gracias. ¿Dónde iba? Ah, sí: los paras y el trabajador.

Un día, al poco tiempo que llegaran ellos, aterrizaron en la finca. Llegaron y dijeron que venían a decir una cosa importante y nos sacaron a todos de la casa: estábamos mi marido y una de mis hijas. Las otras dos, por fortuna, no estaban esa tarde: estaban fuera estudiando. Ellos nos sacaron y nos dijeron que teníamos que ver. Que por no haber escogido un bando íbamos a tener que ver. Nos obligaron a mirar. A mi hija, la pequeña, pobre, la tenían amenazada con cuchillo y la hicieron ver a ella también: cómo cogían al trabajador y lo desnudaban. Como lo cogían a pesar de sus gritos vanos, de su cuero encalambrado, a pesar del miedo en sus ojos, la hicieron ver a ella también. Ver cómo lo torturaban. Y vernos a nosotros viéndolo a él. Compartiendo todos el mismo terror en las caras.

Fue ahí que decidí que no podíamos seguir en el pueblo, que nos teníamos que ir. Fue ahí que empezó el éxodo continuo. Ese día torturaron al trabajador de la finca. Lo mataron. Y mataron también la continuidad del tiempo. La posibilidad de un porvenir para nosotros.

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Nos fuimos a un pueblo cercano, en el mismo departamento que ahora no le puedo decir. Porque ellos nos quitaron la posibilidad del tiempo y del nombrar. De señalar las cosas con palabras. Llegamos a un pueblo vecino a establecernos nuevamente. Yo y mis hijas y mi esposo intentado reestablecer cada uno su vida: ellas, el estudio; yo, de nuevo como líder comunitaria.

No dejaron ni llegar cuando la guerrilla apareció en el pueblo. La otra cara de la guerra, los bandos del conflicto. Ellos les cobraban a todos un impuesto para la guerra. Y a nosotros nos amenazaron por venir del pueblo de los paras. Nos dijeron que éramos del otro bando.

Tuvimos que irnos a otro pueblo. Y en ese pueblo también había paras que ya sabían de mi trabajo previo, que ya sabían de dónde veníamos y quiénes éramos. No resistió la situación otro pueblo más y decidimos venirnos para acá. Fue cuando llegamos a Bogotá.

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¿Que si creo en este país? ¿En la justicia del Estado? ¿Me pregunta que si creo en la posibilidad de que encuentren a los responsables? ¿A esos que todos estos años nos han perseguido? ¿Amenazado? Mire: yo creo en mi familia y en la comunidad con que trabajo. Yo no creo en ideas más grandes que eso. En un país que se pueda llamar Colombia o de otra manera. Creo en mi marido y mis tres hijas, nomás que eso. Dios y yo y mi marido y mis tres hijas: nuestra nación de seis.

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Llegamos a Bogotá con quinientos mil pesos en los bolsillos. Plata que se fue rápido, yendo de un lugar a otro. Encontramos un hogar de paso y ahí empecé a trabajar. Nuevamente organizando a la gente del barrio, haciendo cosas para mejorar la vida de la comunidad. La vida en común es peligrosa para esa gente. Ellos quieren para nosotros el miedo y la vida prevenida. A veces lo consiguen. A veces reina el miedo y el silencio.

Paloma cuenta su historia desde una casa de acogida. Ilustración: Juan Ruiz

Quizás fueran los mismos paras, quizá fuera otra gente: la cosa es que nos volvieron a amenazar. Supieron de mi labor en la comunidad y empezaron a llegarnos los panfletos. Papeles que decían mi nombre y el de mis tres hijas. Papeles que nos daban unas horas nada más para salir de allí, corriendo, a buscar nuevamente un nuevo hogar. Salimos espantados por esos pájaros cobardes. Oscuros y cobardes. Negros y cobardes. Aves de dolor y de rapiña. Por fantasmas con alas y con plumas. Con sus tenebrosos picos y sus ojos y sus garras. Espantados por águilas de papel.

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No se cómo haya sido, si es que en el hogar de paso había informantes o qué. No sé cuál sea el alcance de esa gente, la distancia de sus garras. Pero el hecho fue que tuvimos que salir una vez más. Migrar otra vez dentro de Bogotá. Aunque la capital parezca un albergue de los desplazados, una patria de los perseguidos, la vida acá puede llegar a ser difícil. A nosotros se nos complicó la vida llegando a esta ciudad. Las amenazas en buena parte siguieron. Hemos tenido que movernos cada rato.

Mis hijas cambian de colegio cada rato. Ya ni ellas consideran hacer nuevas amigas cuado llegan a un colegio nuevo. Una de ellas sufrió bullying porque se burlaban de ella y le decían que era desplazada. ¿Puede creerlo? ¿Encima de lo que hemos vivido ahora resulta que la pobre no puede estudiar tranquila? Salimos a deberle a esta sociedad. A esta ciudad que nos castiga con su indiferencia. La indiferencia de las otras personas que no conocen el conflicto y esta guerra es muy verraca.

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En algún momento fui a la Fiscalía a denunciar la situación. Yo pensaba en ese momento que allá iba a encontrar protección. Que allá ellos me iban a proteger a mí y a mi familia. Que iban a tener la capacidad de proteger a mi nación de seis.

Todavía es la hora que no tengo respuesta. Allá hay abierto unos procesos judiciales donde a veces me llaman para testificar y decir todo esto que le estoy contando. Pero no sé, no creo ya en nada de eso. Todos estos años y no ha pasado nada. No han salido con nada. No han podido protegernos. No han sabido hacerlo. Al contrario, después de tantos años, ahora desconfío. Me da cosa ir a la Fiscalía a seguir poniendo las denuncias.

Se lo digo porque después de todo lo que vino saliendo con lo del DAS, con lo que fue saliendo de investigaciones, y lo que decían de que había agentes del Estado amenazando, pues uno ya ni sabe. No creo tampoco que hubiera en algún momento amenazas viniendo de gente del Estado. Mi trabajo es muy pequeño para que el Estado venga a pararnos bolas: a nosotros, a mí o a mi trabajo. Pero sí me da miedo seguir pidiendo ayuda allá en la Fiscalía. Al menos seguir haciéndolo sin desconfianza. Me da miedo.

Retrospectiva ¡Pacifista!

Testimonio de Yirley Velazco, líder social de El Salado, quien desde octubre del año pasado ha recibido junto con otros líderes de ese corregimiento amenazas contra ella y contra su familia. (Haga click en la imagen para leer la historia completa.)

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¿De verdad será posible tanta infamia y tanto absurdo? ¿Será posible, le pregunto ahora a usted, que a uno lo puedan perseguir todos los bandos de la guerra? ¿Será posible?

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¿Sabe? A veces tengo una visión, una visión que se repite. Yo recupero la palabra. He recuperado mi nombre. Soy una paloma grande, grandísima, que planea por los cielos. Con absoluta libertad del aire y del tiempo. Del aire y del espacio y del lenguaje. Planeo y siento por fin, con placer, la caricia del viento entre mis plumas y en mi cara. A lo lejos empiezo a ver que se acerca una bandada de aves negras que escupen sus graznidos de muerte. Graznidos de terror que me producen escalofríos solo con escuchar. Sé que vienen por mí. Por un instante me hielan la sangre y mi corazón de pájaro se detiene. La noche parece cerrarse encima con toda su gravedad.

Y de repente, justo cuando creo estar más sola, aparece en el horizonte y ante las aves de la muerte una nube grisácea que se adueña del campo visual. La nube crece con rapidez. Un retumbar muy hondo de sonido la acompaña. Como tambores de guerra, pero no son de guerra. Son sonidos graves de un aleteo monstruoso que lo domina todo. La nube crece agigantada y veloz y se traga entera a la bandada de aves negras que graznan en vano unos últimos suspiros. Hay una conquista del silencio que, junto a la nube, se empieza a venir encima. Es inminente que van a tragarme a mí también. El silencio se vuelve una luz terrible que me aturde por fin y me atraviesa. De pronto el silencio ocupa el espacio absoluto. Ya no estoy sola.

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Disculpe que tenga que acabar así tan rápido, pero la trabajadora social me dice que ya es hora. Le termino de contar mí historia: después de tanto movernos, después de tantos años, logramos acomodarnos en una finquita cerca de la ciudad. Por fin. Por fin, tantos años después de andar corriendo. Fue la primera vez que tuvimos algo de tranquilidad. Estuvimos en la finca como por un año. Mis hijas volvieron a la escuela y fue un periodo de calma: mi marido consiguió trabajo, teníamos independencia.

Pero ni Dios podía protegernos. No sé cómo llegaron hasta nosotros, le digo. Es muy raro que haya amenazas cada vez que yo me pongo a trabajar con la comunidad a la que llego. En la finca yo seguí haciendo lo que nunca he dejado de hacer. Seguí trabajando con la gente, organizándola, poniéndola a trabajar por su propia tierra y por su propio espacio.

No es posible. A mi trabajo lo persigue la sombra de la muerte.

Lo poco que habíamos conseguido, lo tuvimos que volver a dejar. Otra vez, todo botado. Otras vez, las amenazas, los panfletos. Nos tocó volvernos a Bogotá porque resulta que dizque estábamos en una región paramilitar y que no podíamos estar por esos lados. Nos vinimos para Bogotá, de nuevo: conseguimos una casa de acogida en Soacha.

Nuestra nación de seis. Más de diez años huyéndole a la muerte. Más de diez años con el miedo por delante, le digo. Solo el que vive esto, llega a saber lo que uno sufre. Vivir sin suelo firme.

*Nombre cambiado por seguridad de la fuente.