Divergentes resalta los momentos clave de la lucha de las comunidades negras colombianas y las dificultades que aún hoy enfrentan.
Este artículo hace parte de Divergentes, un proyecto sobre movilización y organizaciones sociales. Para ver todos los contenidos haga clic acá.
Por: Laura Galindo M.
Dice la historia que Benkos Bihó era un negro brioso, valiente y atrevido. Uno que tres veces estuvo encadenado a los remos de una galera, pagando castigos por soñar con ser libre. Uno que nació en Guinea y llegó a América en un barco carguero. Que fue vendido por 200 ducados y explotado al servicio de los españoles. Un negro belicoso de espíritu rebelde que una noche, cansado de ser esclavo, despertó a su mujer y a otros trece hombres y se internó en las ciénagas y pantanos de la Matuna, al sur de Cartagena.
Cuando los colonos notaron su ausencia quisieron perseguirlos. Un ejército armado, con el capitán Juan Gómez a la cabeza, los alcanzó pisando Sucre. Benkos Bihó y sus hombres resistieron con ferocidad, y el enfrentamiento terminó con la muerte del capitán y la huída de su ejército. Al llegar a Montes de María, Bihó se convirtió en el rey del Arcabuco, y sus hombres, ahora libres, en los cimarrones.
El cimarronaje se convirtió en una forma de resistencia. Cada día más esclavos se unieron a Benkos Bihó y así más inútiles fueron los esfuerzos de la corona española por detenerlos. Los cimarrones se asentaban en palenques: sociedades agrícolas y autosuficientes, regidas por sus propias leyes y al amparo de la vegetación. San Basilio fue uno de los más importantes, no solo por la cantidad de nuevos hombres libres que allí llegaron, sino también porque el lugar empoderó a los demás esclavos e hizo tambalear la autoridad del gobernador.
Para 1605, la fuerza palanquera era tal que la corona aceptó firmar un acuerdo con Bihó y sus cimarrones en que aceptaba su condición de hombres libres a cambio de no recibir más esclavos en sus palenques. Los apalencados podían ahora entrar y salir de la ciudad, ir armados y vestir como españoles. Igual que los blancos. Este era el acuerdo vigente la noche en que la guardia del recinto amurallado no resistió tanta osadía y le negó el paso al rey de Arcabuco, quien, luego de un enfrentamiento desigual, fue ahorcado en la plaza pública.
Así comenzó la lucha de las comunidades afro en Colombia. Una que lleva siglos. Una que hasta hoy se mantiene vigente.
Balas contra los líderes
El 7 de junio de 2017, un motociclista y su parrillero daban vueltas por las calles de Malambo, un barrio de invasión en el área metropolitana de Barranquilla. Rodearon una casa fingiendo estar perdidos y se detuvieron. El parrillero, convertido ahora en sicario, entró a la sala y disparó siete veces contra Bernardo Cuero, uno de los líderes afro más influyentes del Atlántico.
La muerte no le llegó de sorpresa. Llevaba diecisiete años sintiéndola en la espalda y pidiendo auxilio a la Unidad Nacional de Protección. Cuatro veces hicieron los estudios correspondientes y cuatro veces declararon “ordinario” su riesgo e “insuficiente” para un esquema de seguridad. También se lo dijeron la vez que dijo haber visto a un hombre apuntarle al pecho y la cabeza desde una moto negra en el barrio Villa Esperanza.
Según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), Cuero forma parte de la lista de setenta y ocho líderes indígenas y afro asesinados en 2017 en Colombia. Los delitos contra líderes sociales se han vuelto recurrentes, y datos recogidos por numerosas organizaciones (entre ellas ¡Pacifista!) muestran que posiblemente existe un patrón.
En Tumaco es posible presumir una sistematicidad de los crímenes contra líderes. Según José Luis Foncillas, coordinador de la Casa de la Memoria del Pacífico Nariñense, desde hace más de veinte años las poblaciones afro dueñas de las tierras de la frontera se han visto hostigadas por grupos armados. Antes por las Farc, ahora por los grupos residuales que controlan las rutas del narcotráfico.
Los afro y la guerra
De las más de ocho millones de víctimas del conflicto armado en Colombia, más de 800.000 son afrodescendientes. Cerca de diez por ciento son negros, raizales y palenqueros. Familias que tuvieron que dejar sus tierras para salvarse. Víctimas de combates y hostigamientos. Mujeres violadas y personas desaparecidas. Poblaciones enteras que han visto vulnerados sus derechos y han resistido a los abusos del grupo armado de turno.
El conflicto ha redundado siempre en regiones específicas: los territorios afro. Incluso después de haberse firmado la paz. Una vez la extinta guerrilla de las Farc dejó las armas y se concentró en las veintitrés zonas acordadas por el gobierno, los paramilitares, el ELN y las bandas delincuenciales vinculadas al narcotráfico tomaron su lugar. “Pudo haberse firmado la paz, pero la guerra en nuestros territorios no termina. Se va un actor armado, llega otro y el Estado no hace presencia”, dice Marino Córdoba, representante legal de la Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados (Afrodes).
Las afectaciones colectivas siguen aumentando en número y la destrucción de sus estructuras sociales permanece una constante. En diciembre de 2017, una evaluación de la Corte Constitucional demostró que hasta ese momento el Gobierno había incumplido las medidas exigidas para proteger los derechos de estas poblaciones. “No ha logrado atender de manera adecuada a la población étnica que ha sido forzada a desplazarse hacia entornos urbanos, ni ha podido contrarrestar los factores que inciden en la pérdida de la vida cultural de los pueblos”, dijo la Corte.
Los riesgos se han agudizado y los derechos vulnerados van alargando la lista: la vida, la libertad, la protección, la participación, la consulta previa y la gobernabilidad territorial. “Es preocupante”, dice Mariano Córdoba. “¿Qué viene para nosotros después del acuerdo? ¿Por qué siguen las intimidaciones, los asesinatos y todos estos abusos a los que estamos expuestos?”.
Victorias incompletas
“Muchas veces, haber nacido negro es haber nacido en desventaja”, dice la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichi en su libro Americanah. Los afro han tenido que luchar por derechos que siempre han sido inherentes al hombre blanco: la libertad, el respeto a la vida, la igualdad, la inclusión social. Y aunque, en teoría, hace rato lograron estas conquistas, hay otras que siguen en proceso.
Hace apenas tres años, la Corte Constitucional emitió la Sentencia T-576 de 2014 que reconoció el derecho de las comunidades negras a acceder a la consulta previa sin necesidad de contar con un título colectivo de dominio adjudicado por el Incoder. Varios años antes, en 1998, el Decreto 1320 había reglamentado la figura de la consulta previa con las comunidades afro e indígenas para las explotaciones de recursos naturales en sus territorios. Sin embargo, dos décadas después, en muchos escenarios la consulta previa aún no se implementa adecuadamente y las comunidades deben recurrir a tutelas y otros mecanismos para exigir los derechos que ya, en papel, les garantiza la ley.
Ese no es solo el caso de la consulta previa: derechos básicos como la educación, la salud o el acceso a servicios básicos presentan algunas de sus peores cifras en las poblaciones afro. Según datos del Dane, los índices de pobreza en comunidades afro son dos puntos porcentuales superiores a los de los colombianos no afro, la tasa de desempleo es tres puntos superior y la tasa de mortalidad infantil es mayor en la población afro por nueve puntos porcentuales.
Varias exigencias en torno a algunas de esas situaciones se cristalizaron en los años recientes en Chocó, cuando en agosto de 2016, los chocoanos marcharon de forma pacífica y le exigieron al Gobierno mejores vías de acceso, un hospital de tercer nivel y electricidad para varios de sus municipios. El movimiento, con el Comité Cívico por la Salvación y la Dignidad del Chocó a la cabeza, resolvió disolver las protestas tras lograr un primer acuerdo. Sin embargo, para mayo de 2017, solo 5 por ciento de lo pactado había sido cumplido. El departamento volvió a las calles en un paro cívico, esta vez de 18 días, y logró que el Gobierno prometiera una inversión de 440.000 millones para carreteras y 84.000 para hospitales y centros de salud.
Y sin ir tan lejos, hace poco más de un mes, la Agencia Nacional de Tierras admitió que solo 13 por ciento de las solicitudes de titulación colectiva para comunidades afro había iniciado sus trámites. En 1993, la ley 70 le dio vida a uno de los artículos más olvidados de la Constitución de 1991: el que reconocía derechos políticos, económicos y ambientales a los pueblos afrodescendientes sobre los territorios que habitaban. La ley se quedó escrita y hasta la firma del acuerdo de paz no había vuelto a sonar con fuerza. Era ‘La tierra prometida de los afro’, como tituló un podcast de La Silla Vacía. Una de las preocupaciones más grandes para el Movimiento Cimarrón, una de las organizaciones afro más grandes en el país, es que el Estado declare estos territorios ancestrales como baldíos.
En posconflicto
El 23 de agosto, faltando doce horas para que se anunciara el acuerdo final entre el Gobierno y las Farc, un grupo de líderes afrodescendientes e indígenas viajó a La Habana para convertirse en actor de las negociaciones paz e incluir en tiempo récord un “capítulo étnico” que garantizara la vida y los derechos de sus poblaciones.
Llegar hasta allá no fue fácil. Para que la mesa de negociaciones designara una Comisión Étnica de Paz fueron necesarios tres años de lucha, la conformación del Consejo Nacional de Paz Afrocolombiano y la presión de Estados Unidos con el expresidente Barack Obama a la cabeza. Se reunieron diez representantes indígenas, diez afro y dos gitanos para proponer un documento de 20 páginas, entregado el 12 de agosto del 2016, que solo hasta el mismo día de la firma obtuvo respuesta.
“Es el logro más importante que hemos tenido en los últimos cinco años”, dice Marino Córdoba, representante de Afrodes. Hasta ese momento, las negociaciones en la Habana solo habían tenido dos partes: el Gobierno y las Farc. Reconocer la incidencia política de los afro en el posconflicto garantizaba, de alguna manera, que sus derechos y territorios iban a ser tenidos en cuenta. Que sus autoridades tendrían participación suficiente y que todas las decisiones pasarían antes por una consulta previa.
Sin embargo, hasta la fecha, el capítulo étnico no ha sido atendido por el Gobierno. No existen rutas claras para hacer efectivas las consultas y resultó imposible que pudieran darse al mismo ritmo de la implementación de acuerdos vía fast track. Algunas cosas se quedaron en tinta y otras pasaron arbitrariamente. “Seguimos exigiendo que este enfoque sea parte del proceso de reglamentación. El Capítulo Étnico es transversal a los seis puntos del Acuerdo y no incluirlo es un grave error”, dice Córdoba.
Divergentes es posible gracias al apoyo de la Fundación Konrad Adenauer –KAS– en Colombia y de Open Society Foundations. Las opiniones que aquí se comparten son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no expresan necesariamente el pensamiento ni la posición de la Fundación Konrad Adenauer.