Boyacá, 25 años después del fin de la Guerra Verde | ¡PACIFISTA!
Boyacá, 25 años después del fin de la Guerra Verde Boyacá experimentó la firma de un acuerdo de paz en julio de 1990. Cuarenta y ocho personas, en su mayoría empresarios de las esmeraldas, acordaron cesar los asesinatos por el control de las minas. Flickr – Diego Bernal.
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Boyacá, 25 años después del fin de la Guerra Verde

María Flórez - septiembre 20, 0215

Pese a las dificultades de los últimos años, los empresarios y la Iglesia Católica aseguran que la guerra por el control de las esmeraldas está sepultada.

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“Los bandos en contienda estaban mamados de la guerra, mamados. Todos tenían plata, pero no podían bañarse en una piscina, mandar los hijos a estudiar; tenían que esconderlos, esconder a las señoras. Entonces dijeron:’¡paremos esta vaina y volvámonos ricos!”. Así, pragmático, describe William Nandar, gerente de la esmeraldífera Minas Real, los motivos que llevaron a los poderosos empresarios de las esmeraldas del occidente de Boyacá a firmar un acuerdo de paz en julio de 1990. “Gracias al tratado empezaron a salir, a tomarse sus cervezas en la calle, a bailar y a vivir tranquilos”, después de haber orquestado el enfrentamiento a muerte de familias contra familias, de pueblos contra pueblos, que recibió el nombre de la Guerra Verde.

Otra guerra colombiana que lideraron bajo su estampa de “patrones” los desaparecidos esmeralderos Gilberto Molina, Víctor Carranza y Luis Murcia Chaparro, también conocido como el “Pequinés”. La prometedora mina de Coscuez fue el botín que desató la confrontación a mediados de los 90, cuando los habitantes del occidente de Boyacá quedaron divididos por una línea invisible que los confinaba y les marcaba el límite geográfico entre la vida y la muerte. Los municipios de Otanche, San Pablo de Borbur, Zulia, Pauna, Tununguá y Briceño contra los pueblos de Quípama, Muzo, Maripí, Buenavista y Coper, matándose por la mina de Coscuez, por tener la oportunidad de dejar la vida entre los cortes de tierra donde dormían las esmeraldas.

La mitad de la familia de Manuel Buitrago cayó muerta en la Guerra Verde. Manuel, que era y sigue siendo esmeraldero, recuerda que “en esa época los senadores de la región no hicieron lo suficiente para trancar las cosas, sino que le echaron leña al fuego y esto se volvió una bola de nieve. Una bola que fue creciendo hasta que la región estuvo incendiada y totalmente armada. Aquí, la verdad, hubo máquinas de guerra”. Máquinas que alimentó el poderoso narcotraficante del cartel de Medellín Gonzalo Rodríguez Gacha, alias “El Mexicano”.

Muerto “El Mexicano” y “mamados” del conflicto, Carranza y Murcia iniciaron diálogos exploratorios en distintas zonas rurales de Boyacá en 1989. En la mediación participó el entonces alcalde de Otanche, Gabriel Parra, hoy presidente del Programa de Desarrollo y Paz de Boyacá (Asopaz), quien realizó labores de facilitación en el área controlada por Carranza. Del lado de Murcia y del también esmeraldero Horacio Triana medió el alcalde de Muzo de la época, William Nandar. Para legitimar el proceso, se le otorgó un espacio preponderante a la Iglesia Católica.

Manuel Buitrago fue uno de los empresarios esmeralderos que firmó el proceso de paz del occidente de Boyacá, en 1990. Foto: Germán Moreno – Redprodepaz.

Quizá porque se trababa de una confrontación entre familias, protegidas por grupos armados de corte paramilitar, el Estado nunca intervino en la negociación. En opinión de Manuel, “este proceso fue voluntad de la gente de la región. Aquí no hubo acompañamiento del gobierno, nunca tuvimos asesores en materia de paz, de reconciliación o de tolerancia”. Todo, según él, lo hicieron los esmeralderos y la indeclinable decisión de los “patrones” de cortar los chorros de sangre que despedían las minas.

Nandar recuerda que “en esa época no se utilizaban esos términos de hoy en día, como ‘verdad’, ‘justicia’ y ‘reparación’. En su momento, lo que se dijo fue: ´no vamos a dispararnos más, vamos a permitir la libre movilización de las gentes’. Todo proceso de paz es una rueda de negocios y por eso la preocupación central de las familias fue ‘¿con qué nos quedamos?”. Entonces, decidieron compartir las minas, se dieron la mano entre enemigos y hasta se pidieron perdón públicamente. La gran ausente fue la justicia, que dejó en la impunidad casi todo lo que sucedió en esos seis años de guerra y que nunca arrojó luces sobre los cuestionamientos que recayeron sobre esmeralderos como Carranza, de quien se dijo sostenía alianzas con los paramilitares de los Llanos y del Magdalena Medio.

Pero, además de la ausencia de justicia, otro factor ha desteñido la paz del occidente de Boyacá. Se trata de la disputa por el control de la mina Consorcio, a la que se atribuye el asesinato de Luis Murcia en septiembre de 2014. No obstante, una cosa parece estar clara entre los firmantes del proceso de paz de los 90: que nadie va a poner un solo peso para financiar una nueva guerra, porque la tranquilidad de las familias y la estabilidad del negocio están por encima de todo.

Los beneficios del proceso
Monseñor Luis Felipe Salazar, obispo de Boyacá. Foto: Germán Moreno – Redprodepaz.

Monseñor Luis Felipe Salazar es el obispo de Boyacá. Lleva once años en la región y conoce de primera mano los estragos de la Guerra Verde, las nuevas tensiones entre los esmeralderos y la pobreza en que se encuentra sumido el occidente, pese a contar con abundantes minas de esmeraldas. Los pasados 16 y 17 de septiembre, monseñor Salazar fue una de las figuras clave del Primer Congreso Internacional de Paz, celebrado en Chiquinquirá con motivo de los 25 años del proceso de paz en el occidente y convocado por Asopaz y la Redprodepaz.

Según él, “varios son los beneficios del proceso boyacense. Entre ellos, la recuperación de las familias, la reconciliación entre los empresarios, la unidad regional y la creación de microempresas, para que las comunidades dejen de esperar que todo se los dé el ‘patrón’. Además, hemos podido generar un desarrollo integral, que nos ayude a no depender de las esmeraldas, sino que se tengan otras alternativas de tipo agrícola y pecuario”. De ahí que se haya potenciado en los últimos años la siembra de cacao, café, yuca, guayaba, guanabana y pitaya, y la cría de mariposas de exportación.

El fin de la guerra también permitió, en opinión de monseñor Salazar, la construcción de obras como la Transversal del Occidente de Boyacá y el mejoramiento de vías que recorren la Ruta de la Esmeralda y que facilitan el turismo hacia los balnearios de Pauna y de San Pablo de Borbur. Proyectos cuya ejecución ha sido lenta, pero de los cuales se espera que contribuyan a diversificar la economía regional.

Para los empresarios, el proceso de paz posibilitó la reglamentación de la minería y la llegada de inversión extranjera, representada en compañías como Minerías Texas Colombia. En opinión de William Nandar, “la paz nos permitió volvernos ricos. Tanto así, que después del proceso se otorgaron 433 concesiones mineras, de las cuales no solamente son titulares los Carranza o los Rincón”. Otro beneficio fue el desmonte paulatino del “asocio de la labor de extracción de esmeraldas con la violencia”, para el cual se ha propuesto la creación de un “sello de paz” que potencie la comercialización de esas piedras preciosas. Según Germán Moreno, de la Asociación de Productores de Esmeraldas de Colombia, “el sello permitiría demostrar que detrás de las esmeraldas no hay ríos de sangre, ni pugnas de poderes”.

El proceso también facilitó el fortalecimiento de la sociedad civil, toda vez que se crearon consejos municipales de paz y mesas de discusión sobre temas álgidos para la región como los derechos humanos, la minería, la economía solidaria, el desarrollo del sector agropecuario y la recuperación del medio ambiente. A la par, la iglesia ha presionado para que algunas de las exigencias en esos frentes sean contempladas en las discusión de los planes de desarrollo departamental y nacional. Iniciativas que, aunque no se hayan realizado producto de acuerdos con la insurgencia y el Estado, sino entre ilegales provenientes del sector empresarial, están en consonancia con el discurso de paz territorial que se ha contemplado en La Habana.

Para los boyacenses, pese a que falta avanzar en temas como la tecnificación de la pequeña minería, la inversión social, la verdad, la justicia y la memoria histórica, su proceso es una muestra fehaciente de que la paz es posible. Una paz que los ciudadanos y la Iglesia conciben no sólo en términos de la reducción de los homicidios y de la conflictividad armada, sino como una oportunidad para organizarse y participar en el desarrollo de la región.