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Un silencio asfixiante

Staff ¡Pacifista! - febrero 14, 2015

A pesar de la captura de los presuntos asesinos de los menores en Caquetá, familiares, vecinos y habitantes hacen su propio duelo para sobreponerse al horror. PACIFISTA habló con ellos. Segunda entrega.

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Por: David Mayorga

A pesar de la captura de los presuntos asesinos de los menores en Caquetá, familiares, vecinos y habitantes hacen su propio duelo para sobreponerse al horror. PACIFISTA habló con ellos. Segunda entrega.

 

La desolación y el abandono en la casa de la familia Venegas Grimaldo salta a la vista: animales, ropa, juguetes, enseres… Todo quedó olvidado. Foto por Iván Valencia

 

El pecho se le contrajo cuando estuvo a unos cinco pasos de la puerta. Hacía frío, mucho, y el silencio lo envolvía todo. Entonces Medardo Trujillo puso un pie en la casa de su vecino y vio los cuatro cuerpos en el piso rodeados de sangre. Allí estaban Samuel, Juliana, Laura Ximena y Deinner Vanegas Grimaldo, los niños que solían saludarlo en las mañanas, que jugaban junto a su hijo y se acercaban hasta su casa a comprarle bananos y piñas.

La escena lo enmudeció. Ni siquiera reaccionó cuando fueron llegando los funcionarios del CTI con las cámaras fotográficas, las libretas y los guantes de látex. Comenzaron a registrar la escena de la masacre paso a paso, iluminados por el bombillo de la sala. Medardo, que llevaba viviendo dos años en la vereda Las Brisas, en el kilómetro 28 de la vía entre Florencia (Caquetá) y Suaza (Huila), que tenía un trato cotidiano con la familia que era vecina de su parcela, miró cómo se oficializó el levantamiento de los cadáveres.

Lo recordaría cuatro días después parado junto a la cerca de su propiedad, después de que el Ejército se hiciera presente, los periodistas le hicieran las mismas preguntas sobre lo que había ocurrido la noche del 4 de febrero y el país escuchara (sin mucha atención) que cuatro niños habían sido asesinados por disparos a quemarropa.
—Después de esto, uno entiende que no hay que ser mugre con los demás.

Era domingo. Sus vecinos habían sido enterrados el día anterior en el Cementerio Central de Florencia. Miles de personas acompañaron los ataúdes desde que salieron de la funeraria La Basílica y no les perdieron la vista al ingresarlos a la Catedral de Nuestra Señora de Lourdes. Todos ellos vieron cómo Victoria Grimaldo, la madre de los niños, era cargada por sus familiares para que no tropezara con las escaleras. Las lágrimas nunca cesaron.

—Yo quería acompañarlos a la Iglesia, incluso cargar los ataúdes, pero no se pudo. Los acompañé hasta el cementerio. Después me devolví –dijo Medardo. Después miró al suelo. Se quedó callado. Solo se escuchó el sonido de las chicharras que rodeaba a su pequeña finca.

También hacía silencio en el cementerio. En especial en el pabellón donde yacen los cuerpos de los hermanos Vanegas. Sus tumbas ocupan las bóvedas 11 a la 14 de la extensa estructura blanca destinadas a los recién fallecidos. Son cuatro paredes de cemento las que atestiguan quiénes eran.

Ahora, son números: hacen parte de las 12 bóvedas ocupadas, faltan otras 103 para que el cementerio tenga que construir una nueva estructura. Puede que sea dentro de algunos meses: según cifras de Medicina Legal, Florencia registró 82 homicidios en 2013 (es el estudio publicado más reciente).  Su tasa de casos por cada 100 mil habitantes es de 49,30, mucho más alta que la de grandes urbes como Bogotá (16,72), Medellín (38,22) o Cartagena (28,10). La tasa nacional fue de 30,3.

Impotencia

A pesar de que lucía tranquilo, la voz de Luis Gonzaga Vanegas no podía disfrazar la rabia. El sábado, a unas cuantas horas de que los cuerpos de sus sobrinos salieran en una procesión hacia la catedral, aceptó responder las preguntas de los periodistas que buscaban una reconstrucción rápida de los hechos en la casa de su hermano para emitirla en los noticieros del mediodía.

Mientras hablaba, perdía fácilmente la concentración. Su mirada iba de un lado a otro de la calle, mirando quién se acercaba a la puerta de la funeraria, quiénes hacían fila, quiénes esperaban sentados en la tienda de al lado. Fue el portavoz oficial de la familia ante la tragedia, el que explicó que su hermano y su cuñada estaban inconsolables, refugiados por la Alcaldía en un hotel cercano, rodeados de psicólogos.

“Eran unos niños muy humildes. Los padres, con mucho esfuerzo, los tenían estudiando. A los dos más grandecitos, en jornada sabatina; los dos niños menores se encontraban haciendo primaria en la escuela”, explicó, al tiempo que afirmaba que solía visitar a la familia cada mes.

La última vez que habían compartido tiempo en familia fue en diciembre, durante las fiestas de Fin de Año. Su hermano le había contado que las amenazas de los invasores a su finca habían empeorado; sus sobrinos también le contaron los planes que tenían para 2015.

“Samuel, el mayor, de 17 años, pensaba prestar servicio militar y quedarse en el Ejército. Y Juliana, que tenía 14, deseaba terminar el bachillerato y estudiar Enfermería”. Los menores, Laura Ximena, de 10 años, y Deinner, de 4, iban a continuar sus estudios en la Escuela El Cóndor, el centro educativo veredal que estaba a escasos 300 metros de su casa.

Cuando los asesinos llegaron a la casa, los niños estaban solos. Jairo y Victoria habían tenido que salir esa tarde hacia Florencia para matricularlos. Tenían que llegar muy temprano a El Caraño, una vereda del casco urbano de la capital, ubicada en el kilómetro 17, para hacer fila. Si no llegaban madrugados, corrían el riesgo de perder los cupos escolares.

Pero ni siquiera llegaron al último lugar de la fila. A las cuatro de la mañana del jueves, el teléfono despertó a Luis Gonzaga. Su hermano, totalmente alterado, le dijo apurado que los sobrinos habían sido asesinados.

Las fotos muestran a Deiner y Laura Ximena, los menores de la familia Vanegas Grimaldo. Foto por Iván Valencia

En medio del dolor, la esperanza se llamaba Pablo, el niño de 12 años que se salvó de la masacre. Estaba con sus hermanos en el momento en que dos hombres entraron a la casa. Al igual que ellos, recibió un balazo en la cabeza.

El asesino tuvo mala puntería. La bala entró por el cuello y se alojó en la nuca. La herida no fue profunda. No hubo daños comprometedores.

Cuando los hombres huyeron en moto, despertó. Corrió hasta la casa de un tío y contó la noticia. Después fue atendido por los paramédicos que llegaron junto a la Fiscalía, la Policía y el Ejército. Ellos lo llevaron hasta el Hospital María Inmaculada, de Florencia.

“El menor presenta un mejor estado de salud. El proceso inflamatorio a nivel de su cuello, de la parte posterior de la nuca y del tórax, ha disminuido. El caso está siendo manejado por el servicio de neurocirugía”, resumió el doctor Camilo Díaz Cárdenas, subgerente científico del Hospital.

Dentro de toda la tragedia, Pablo es un milagro. La bala está alojada en la región muscular del cuello, no comprometió la médula, no rompió vasos sanguíneos profundos, tampoco afectó sus funciones motoras. La pequeña fisura que tiene en la vértebra C2, el axis, no le dejará secuelas. “Es una fractura solamente de cuerpo vertebral que, gracias a Dios, no tiene ningún compromiso para la movilidad de sus extremidades”, continuó explicando el médico.

A los 12 años logró la hazaña de sobrevivir a un país que asesina a sus niños y jóvenes. Nuevamente, las cifras de Medicina Legal registran 1.115 casos de homicidio contra menores de edad durante 2013. Y de acuerdo a la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia (Coalico), entre enero y noviembre del año pasado se presentaron 80 violaciones e infracciones contra la vida de los menores: 39 homicidios, 31 lesiones, ocho mutilaciones y dos eventos de tortura.

La casa abandonada

La casa está ubicada en la cima de una pequeña montaña. Desde allí se tiene una vista privilegiada de la carretera Florencia-Suaza. Foto por Iván Valencia

—Pueden subir. Allá están los periodistas de RCN –dijo el soldado que custodia la carretera.

La casa de los Vanegas Grimaldo está en el punto más alto de una loma pronunciada. Para subir hay que tener pulmones limpios, unos buenos zapatos, ascender despacio, apoyarse continuamente con las manos. Un esfuerzo sencillo para cualquiera que conozca la zona.

Tiene un piso de cemento, pero todo lo demás son tablones de madera: las paredes, los marcos de las ventanas, los mesones de la cocina. El techo es de tejas de zinc. Está dividida en tres cuartos: la habitación de los padres, una secundaria (con dos camas) y otra para guardar herramientas. El espacio más grande es la cocina, con un fogón de leña, un molino para triturar maíz, una licuadora gastada de botones plásticos, una mesa para los víveres y las tapas de las ollas colgadas en la pared.

En la parte trasera está el lavadero y el baño. Hay cultivos de pancoger, animales por todos lados y, enfrente, una vista privilegiada de la carretera. La cordillera se ve hermosa, toda cubierta de verde.

Las luces de la casa siguen prendidas, el agua continúa regándose en el lavadero y la ropa sigue tirada por todas partes. Encima de una de las camas está el cajón de una mesa de noche con efectos personales. La atención la captan dos fotos: Laura Ximena y Deiner, los menores, vestidos con el uniforme escolar.

El silencio es profundo, al punto de volverse asfixiante. Las gallinas, los patos y los dos gatos recién nacidos entran y salen constantemente, recorren los cuartos, se suben a las camas, saltan a los mesones en busca de algo para comer. Atrás, la cabra sigue amarrada a una planta de plátano y come toda la hierba que puede. Abajo, al borde de la carretera, la vaca masculla el pasto lentamente. Los soldados tienen que empujarla hacia el pastizal para evitar un accidente en la carretera.

Vista interior de la vivienda. Foto por Iván Valencia

Desde la noche del miércoles el Ejército ha acordonado la zona. Los soldados, con sus fusiles colgados, caminan de un lado a otro, visitan a los vecinos, hablan entre ellos. Soportan el frío del bosque de niebla de la vereda Las Brisas y de vez en cuando interactúan con los carros que se estacionan a hacerles preguntas sobre la masacre.

—Hermano, esa es una tragedia muy dura. Uno no entiende cómo alguien puede matar a esos niños de esa forma.

Matar a los niños

El domingo, al día siguiente del entierro multitudinario, frente a las tumbas de los hermanos Vanegas Grimaldo, un hombre cortaba una lámina de icopor. Había llevado una regla de plástico, bisturí y portaminas. Enseguida se subió a una escalera y comenzó a decorar la bóveda de su familiar: cortó las flores, las regó, acomodó la pieza de icopor para contener la humedad y le sacó brillo al vidrio protector. Una mujer, sentada en el piso, lo miraba en silencio.

La escena contrastaba con el abandono de sus vecinos recién llegados. Las coronas fúnebres mal acomodadas fueron depositadas en las bóvedas continuas. Había flores por todos lados. Las lápidas (unas piezas gruesas de cemento), tenían grabados sus nombres y la fecha de su muerte.

Imagen del día siguiente al entierro de los cuatro hermanos. Foto por Ivan Valencia

El panorama había sido muy diferente el día anterior. Mientras el padre Obed Ramírez daba su sermón en la catedral, el Cementerio Central de Florencia se convirtió en un estadio improvisado. Cerca de 2 mil personas llegaron hasta allí y caminaron hacia las galerías fúnebres para no perderse ningún detalle del entierro. Los espectadores se abrían paso entre las tumbas y trepaban hasta los techos. En su escalada, pisoteaban las flores, rompían las imágenes de santos que otros habían situado para honrar a sus seres queridos.

Una vez más, la familia Vanegas Grimaldo era el centro de atención de un ritual dominado más por el chisme y el morbo que por el respeto.

Como espectadores pasivos permanecían las demás tumbas. Una simple mirada a las galerías del cementerio confirma que son escenarios para los vivos, para mantener la memoria por esa persona que un día dejó de existir.

El luto es silencioso. Al igual que el escalamiento de los problemas en esta ciudad de cerca de 200 mil habitantes al sur de Colombia. “En Florencia, el hurto se ha incrementado en un alto porcentaje; se está aumentando la drogadicción, las pandillas… Todo esto son los conflictos propios de una ciudad cuando no se ha planeado totalmente su desarrollo”, explicó el padre Carlos Hernán Trujillo, director de Pastoral Social en la ciudad entre 2010 y 2014.

La impotencia también es silenciosa, pero de a poco se hace evidente. En una panadería frente a la catedral, mientras las exequias de los cuatro cuerpos se acercaba al final, una familia entró a tomar gaseosa. Mientras bebían, surgió el tema de la masacre.
—Ojalá que esto no se quede como las demás masacres –dijo el padre.
—Que cojan a esos hijos de puta y los piquen –expresó el que debía ser su hermano.
—Cómo se van a meter con los niños… –repuso la madre.
—Que los cojan coyuntura por coyuntura a esos hijueputas.

Y así, el círculo de violencia se va reproduciendo en una sociedad que la emprende contra su futuro. El crimen de los hermanos Vanegas Grimaldo al menos tuvo relevancia: los periodistas fueron hasta Florencia, los caqueteños hicieron marchas y, en nueve días, los presuntos asesinos fueron capturados.

No ocurrió lo mismo con el adolescente de 13 años que apareció desmembrado en Tuluá, Valle del Cauca, o con el niño de 7 años que fue encontrado sin vida, sin extremidades, en La Vega, Cundinamarca, esta misma semana. Nadie dio ultimátums para encontrar a los padres del bebé de siete meses que la Policía recogió abandonado en un matorral al sur de Cali. Es como si el mismo mensaje se repitiera, semana tras semana: “prohibido crecer en Colombia”.

El sábado, el día del entierro, cientos de personas acudieron al cementerio de Florencia para presencia la escena. Foto por Iván Valencia

“Se vende”

Parado junto a la cerca de su parcela de una hectárea, Medardo Trujillo sigue lamentando la masacre de sus vecinos. En los dos años que lleva viviendo al borde la carretera, han muerto ocho personas en la vereda: unos por leucemia, otros apuñalados en una riña mientras bebían alcohol. Los cuatro niños son los primeros en ser asesinados por arma de fuego.

A pesar de eso, él se siente tranquilo.
—A mí el único que me saca de aquí es Dios. Porque lo dicen las escrituras: “No temáis a los que matan el cuerpo”.

El cielo se ha llenado de nubes grises y sus gallinas caminan de un lado al otro del potrero. En un extremo, aún testigo de las fiestas de Navidad, hay un chamizo adornado de botellas colgantes, esferas navideñas y algunas luces. La cerca tiene un aviso de “Se vende”.
—¿La está vendiendo?
—Pues… Depende de lo que me den. Si alguien viene y me dice que me va a dar cinco millones, yo le digo que gracias, pero me ha costado más. Si ofrecen más, pues me voy con mi familia.

Antes de despedirnos se acerca su esposa. Saluda y apura un par de frases:

—Uno hasta piensa en irse… Y con este caso…

Medardo Trujillo y su esposa han sido vecinos de los Vanegas Grimaldo por dos años. Foto por Iván Valencia