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Así se la rebuscan los venezolanos en el sur de Bogotá
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Así se la rebuscan los venezolanos en el sur de Bogotá

Sebastián Serrano - junio 23, 2017

¿Cómo es pedir una oportunidad en una ciudad en la que ya hay un montón de gente trabajando en los buses?

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Jonathan (izquierda) con un amigo en La Fiscala. Foto vía Facebook

“Vamos siete saliendo en un bus de Barranquilla para Bogotá. No llevamos nada de plata, pero tenemos dos teléfonos y un tablet para vender. Vamos a llegar al terminal y salimos a caminar por ahí a buscar un trabajo. ¿Alguien allá que pueda recomendarnos un lugar dónde esten contratando gente  o un alquiler barato?”

Publicar esa situación en un grupo de Facebook que reuné a más de 120.000 miembros de la colonia venezolana en Bogotá fue la última en una serie de decisiones desesperadas que Jonathan y sus seis  compañeros de viaje habían tomado en los últimos 15 meses.

La primera fue salir de su ciudad natal Maracaibo en diciembre de 2015 para atravesar ilegalmente la frontera con Colombia  por Maicao. La segunda fue hacer cambuche, a principios de 2016, en el barrio San José II, una invasión  en el municipio de Baranoa,  a las afueras de Barranquilla. La penúltima decisión desesperada fue gastarse los pesos ahorrados durante 10 meses trabajando como meseros, ayudantes de cocina y pizzeros –en varios restaurantes de Barranquilla– en los siete pasajes de bus que los trajeron a Bogotá. A esta ciudad llegaron para probar suerte el pasado viernes 9 de junio.

Cada día son varios los venezolanos que están tomando esta clase de decisiones desesperadas, en buena medida obligados por la difícil situación que vive su país. Según información solicitada por ¡Pacifista!, entre el 1 de enero y el 8 de junio de este año, la Secretaría de Integración Social  ha atendido a  741 venezolanos, la mayoría de ellos en jardines infantiles y comedores comunitarios de las localidades de Suba  y Kennedy. La cifra podría ocultar a la multitud de Venezolanos que no acude a la oferta institucional ya que se se encuentra en el país de forma irregular.

¿Cómo es buscar una oportunidad en una ciudad en la que hay un pequeño ejército que se la pasa en el transporte público diciendo que ya buscaron y no hay oportunidades? ¿Quiénes son estas personas que encuentran algo de prosperidad en las localidades que los bogotanos miramos por encima del hombro?

La siguiente es una reconstrucción de los primeros siete días que Jonathan y sus seis compañeros de viaje pasaron en Bogotá.

Viernes     

Luego de un viaje de casi 20 horas en bus, Jonathan y sus seis compañeros de viaje –cuatro hombres y dos mujeres, todos entre los 20 y los 26 años– llegaron al terminal de Bogotá el viernes 9 de junio por la mañana.

Sentados en una sala de espera, Jonathan y sus compañeros —quienes prefieren no ser mencionados en este artículo con nombre propio– me contaron cómo, luego de pasar un poco más de un año sobreviviendo en la Costa Atlántica a punta de trabajar  en corrientazos y restaurantes que nunca pagaban más de 15.000 pesos por día, reunieron el dinero para venir a Bogotá, dónde les dijeron que había más trabajo.

A parte de sus maletas y 7.000 pesos, Jonathan y sus compañeros llegaron con dos teléfonos, una Tablet, una pistola para tatuar y dos keratinas, todas a la venta por motivos de supervivencia. También les habían dado el teléfono de otro venezolano, un conocido de un conocido que, según habían acordado, vendría a recogerlos al terminal a las 2 p.m. para llevarlos hasta un lugar dónde podrían alquilar una habitación barata.

El conocido  nunca llegó y luego de pasar tanto tiempo en sala de espera un desconocido, “un señor cachaco” cómo lo describió Jonathan, se ofreció a llevarlos hasta su casa para que descargaran sus maletas y pudieran buscar su propio lugar. Naturalmente, Jonathan y sus compañeros desconfiaron de esta excesiva generosidad, pero, en vista de las pocas opciones que tenían a la mano, aceptaron la ayuda.

Mientras abordaban un bus junto al  cachaco, los venezolanos tuvieron una discusión con el conductor, quien quería cobrarles un pasaje adicional por cada maleta. Gracias a la discusión, una pasajera los reconoció como paisanos y se ofreció a llevarlos hasta La Fiscala, el barrio de Usme donde ella vivía y en el cuál, según ella, ya estaban viviendo varios venezolanos.

La oferta de la compatriota convenció a Jonathan y sus compañeros, quienes agradecieron al cachaco desconocido mientras se bajaba del bus y continuaron su camino hacia la Fiscala. Con la ayuda de la paisana, Jonathan y sus compañeros dieron con una casa de ladrillo de tres pisos de esas en las que cada piso está un poquito más salido que el anterior.  Allí un espacio de una habitación amplia con baño y cocina  se arrienda por 350.000 pesos mensuales.

La compatriota también los puso en contacto con un prestamista que les dio el dinero para pagar primer mes, tomó la mercancía como garantía de pago y fijó cinco cuotas semanales de 75.000 pesos para saldar la deuda.

La noche del viernes, mientras la llovizna comenzaba a caer en Bogotá, Jonathan y sus compañeros ya se encontraban bajo techo en una ciudad más grande y más fría que cualquier otra en la que hubieran estado antes. Los siete, en la misma habitación.

Sábado

Por la mañana, el cachaco que los había montado al bus se puso en contacto con Jonathan y fue hasta La Fiscala para entregarles un bulto de papa, otro de arroz y uno de fríjoles. Luego de almorzar propiamente por primera vez en casi tres días, Jonathan y sus compañeros de viaje salieron a conocer el barrio y a buscar trabajo puerta por puerta.

A pesar del viento frio que pasa por las lomas que separan a las localidades de Usme y San Cristobal, el barrio La Fiscala representa para Jonathan y los demás una mejora significativa frente a las condiciones en las que vivían en Baranoa, Atlántico, dónde habitaban en un cambuche hecho de plástico negro.

“Antes de salir hacía Bogotá mucha gente nos decía que aquí la gente no iba a ser amable”

Mientras volvían, aún desempleados,  de su primera expedición por el barrio, Jonathan y sus compañeros fueron abordados por un grupo de cristianos que oraban en un parque cercano. Los cristianos se habían enterado de su llegada al barrio esa mañana y querían darles, a manera de  bienvenida, unas cobijas, una colchoneta y varias chaquetas.

También los invitaron a orar con ellos.

“Antes de salir hacía Bogotá mucha gente nos decía que aquí la gente no iba a ser amable”, me contaba Jonathan al recordar su primer sábado en la capital, “pero aquí los desconocidos nos  han ayudado incluso más que algunos familiares que teníamos  en Barranquilla”.

Domingo

En lugar de buscar trabajo, Jonathan y sus compañeros decidieron pasar el domingo arreglando un poco la habitación en obra gris que los siete comparten.

La intimidad de cada uno ha sido sacrificada para obtener seguridad. Todos están de acuerdo en que estar los siete juntos casi todo el tiempo los ha ayudado a sobrevivir durante los 15 meses que llevan lejos de casa. En todo este tiempo nunca han sido robados ni han sido detenidos por la Policía.

En vista de que, hasta el momento, ninguno tenía trabajo y aún tenían que reunir 75.000 pesos antes del sábado, esa noche los siete comieron papas cocidas con sal.

Lunes               

La mañana del lunes Jonathan y sus compañeros salieron caminando a buscar trabajo de nuevo. Dieron con una barbería administrada por un venezolano en el mismo barrio. En vista de que uno de los peluqueros del lugar no había llegado ese día—y había adqurido la costumbre de desparecer periódicamente—el administrador decidió ofrecerle su silla a uno de los compañeros de Jonathan que afirmaba tener experiencia previa en peluquería. El trato ofrecido fue de 5.000 pesos por corte.

“En Venecia hubo lugares dónde nos escucharon hablar y dijeron: aquí no contratamos venezolanos”

Entusiasmados, el resto de los venezolanos invirtieron algo del dinero que les quedaba en varios formatos de hoja de vida y un pasaje de bus para ir hasta el barrio Venecia, una de los sectores más comerciales del sur de Bogotá.

“En Venecia hubo lugares dónde nos escucharon hablar y dijeron: aquí no contratamos venezolanos” me decía una de las compañeras de viaje de Jonathan. “En otros nos decían que antes contrataban pero ya no lo hacen. Seguramente por aquí ya han pasado otros venezolanos que dañaron nuestra reputación”, agregó.

Martes

Por la mañana uno de los compañeros de Jonathan fue llamado a trabajar en una de los restaurantes dónde habían entregado hojas de vida el día anterior. Sin embargo, volvió a casa derrotado: “la paga era de 15.000 pesos por día y otros 500 pesos por cada domicilio que entregara”, me decía el compañero de Jonathan, “en todo el día hice 7 domicilios y si le quitaba lo de los pasajes…

Mientras tanto, Jonathan y los otros cuatro seguían caminando por el sur de Bogotá buscando algún trabajo, esta vez por el vecino barrio Danubio.  Al ser venezolanos de “bachillerato nada más”, Jonathan y sus compañeros ofrecen sus servicios en restaurantes, panaderías y toda clase de comercios dónde se requieran ayudantes de cocina, cocineros, meseros o vendedores, la clase de trabajos que hacían en su natal Maracaibo.

Ese día no tuvieron suerte tampoco.

Miércoles

En lugar de volver al restaurante que pagaba 15.000 pesos diarios, el mesero venezolano prefirió invertir la paga de su único día de trabajo en formatos de hoja de vida y pasajes de bus para él y sus 5 compañeros desempleados. Aconsejados por sus vecinos de La Fiscala, se dirigieron a buscar trabajo  en el barrio San Victorino.

“Pero en una ciudad así, en la que ir de un lado al centro es un viaje de más de una hora, nunca había estado” me decía Jonathan acerca del día en que conoció el centro de Bogotá.

“Como nuestro dinero no vale nada aquí, es mucho lo que hay que ahorrar antes de salir”

Luego de pasar toda la mañana repartiendo hojas de vida en tiendas de ropa, bodegas, restaurantes y todo lo que estuviera abierto en San Victorino, invité a Jonathan y a sus compañeros a comerse un pollo asado. Entramos al restaurante y antes de sentarnos el administrador del lugar se acercó a los venezolanos para preguntarles si estaban allí para una entrevista de trabajo.

Durante el almuerzo, una de las mujeres del grupo me explicaba que se fue de Venezuela porque ya a finales de 2015 la sensación de que el dinero cada vez valía menos era preocupante y le obligó a cerrar el restaurante de comida rápida que tenía con su marido, el hermano de Jonathan. Ni ella ni los demás se arrepienten del viaje. “Los venezolanos que no se han venido es porque no les alcanza la plata. Como nuestro dinero no vale nada aquí, es mucho lo que hay que ahorrar antes de salir ” explicó la otra mujer, una morena y pequeña y flaca que pareciera haber nacido para ir de un sitio a otro.

A pesar de encontrarse a pocas cuadras de la Plaza de Bolivar, La Candelaria y todas las demás cosas que aparecen en las guías de los turistas, las única inquietud del grupo era saber si estábamos cerca del Bronx. Si, efectivamente, ese que se veía allá desde la estación de Transmilenio era el Bronx y qué exactamente era lo que sucedía allá.

— ¿Y cómo hace la gente para colarse en el Transmilenio—me preguntó frente a la estación de la Avenida Jimenez uno de los tipos, que en Maracaibo trabajaba limpiando el producto para una planta exportadora de cangrejo en jornadas de 10 horas al día.

La gente siempre llega a otra parte queriendo portarse bien sinceramente, por eso a los venezolanos la idea de colarse en una estación de Transmilenio les parecía atrevidísima.

Jueves

El conocido que no los recogió al llegar apareció después de todo y citó a Jonathan en un restaurante en el barrio Alamos Norte, casi al extremo opuesto de la ciudad. Acompañado de otro del grupo tomó una de las tres rutas de bus que conocían hasta el momento, la que iba al terminal.

“Pero desde el terminal igual era lejos, caminamos por ahí una hora y veinte minutos”, me explicó Jonathan. Llegaron muy cerca de la dirección indicada, la cual incluye una transversal, pero no dieron con el lugar y decidieron regresar.

Trataron de tomar un bus, pero las protestas del paro de maestros habían bloqueado el tráfico y tuvieron que caminar de vuelta hasta la terminal.

Para entonces, al menos del viaje al centro había salido trabajo para uno de los hombres del grupo, quien logró un puesto en una ferretería que pagaba 40.000 pesos al día, comida incluida.

Viernes

La prioridad el grupo era completar para el final del día los 75.000 pesos que el prestamista esperaba para el día siguiente. La jornada del día anterior dejó a Jonathan y a su compañero agotados y sin dinero para más excursiones. Para el final del día una de las mujeres había sido llamada para trabajar en un restaurante y otro de los hombres en una peluquería. Jonathan, su compañero y la otra mujer eran los únicos que permanecían sin ocupación. Los que no estaban trabajando pasaron la tarde del viernes juntos en la barbería del señor venezolano que les dió el primer trabajo.

Entre las comisiones del que ya estaba trabajando en la barbería desde el lunes y la paga del que entró a trabajar a la ferretería el jueves reunieron los 75.000 pesos de la primera cuota para pagarle al prestamista.

“Ahora solo faltan tres cuotas”, dijo Jonathan.