Una noche de patrullaje con la Guardia Campesina | ¡PACIFISTA!
Una noche de patrullaje con la Guardia Campesina
Leer

Una noche de patrullaje con la Guardia Campesina

Mario Zamudio Palma - noviembre 22, 2016

Diez horas de recorrido en medio del miedo, los cultivos ilícitos y las trochas con la más reciente modalidad de resistencia no violenta en el norte del Cauca.

Compartir
Tres voluntarios cuidan el punto de la vereda El Progreso. Hacen parte del nuevo mecanismo de control territorial en el norte del Cauca: la Guardia Campesina. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

7:00 p.m. Grafitis paramilitares

Juan me mandó un mensaje de chat con un número de teléfono a las 6:00 de la tarde. Yo lo había contactado hace días para que me ayudara a conocer cómo funcionaba la Guardia Campesina en el norte del Cauca, un modelo organizativo que apenas comienza a ver la luz en Colombia, en el que grupos de hombres y mujeres asumen la vigilancia no armada de sus territorios.

Me dijo que hablara con el Negro, la persona que nos iba a llevar a “uno de los puntos”.

Marqué el teléfono y una voz del otro lado me dijo que lo esperara en una de las sillas de cemento que hay en el parque de Miranda, un municipio que a esa hora de la noche estaba bañado en una luz amarilla y oscura. El Negro apareció a los 20 minutos vestido con unos tennis negros, un jean, una chaqueta negra, un chaleco café y una gorra azul.

La cachucha era del movimiento político Marcha Patriótica, la misma que tienen casi todos los líderes sociales en esta región. Su chaleco, que le forraba la barriga y escondía el canguro que llevaba puesto, tenía un logo en la parte izquierda del pecho. Alcancé a ver un círculo blanco, pintado con dos líneas que simulaban los ríos que pasan por Miranda y un triángulo verde que hacía las veces de montaña.

—¿Cómo está la cosa?—, le pregunté.

—Pues hermano, tranquila—. Y torció la boca.

Veinte días atrás, el Negro y otros cincuenta campesinos de Miranda habían comenzado a patrullar las tres vías que conectan a las veredas más altas con el caso urbano de este municipio. Me habló de Monteredondo, de Caraqueño y del cerro de Calandaima. Recordé que durante años, ese cerro fue un escenario de guerra constante entre las Farc y el Ejército, que terminó construyendo base en el filo del monte.

Eran las 7:00 de la noche cuando agarramos un camino de trocha en búsqueda de la vereda Guatemala, de la que salen buses para lugares clave del occidente del país como Santander de Quilichao o Cali. Hace un años, nadie habría podido hacer este recorrido sin sentir que iba a ser la última noche de su vida. Por estos días, aunque el cese al fuego bilateral entre la Estado y las Farc ha aliviado la cotidianidad de sus habitantes, el miedo aún imperaba. Sobretodo durante estas semanas de incertidumbre frente a la implementación de los acuerdo de paz. De hecho, cuando llegamos a Guatemala, el Negro bajó la velocidad y me contó que una semana antes habían aparecido 13 graffitis de las Autodefensas Gaitanistas del Colombia (AGC) en varios puntos del cerro.

La Guardia, recién formada, estaba alerta.

Pintadas de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia en Miranda, Cauca. Foto: Cortesía de Reddhfic.

Las organizaciones criminales que muchos acá acusan de paramilitares, son por estos lugares una gran y temida sombra que amenaza la implementación de lo pactado en La Habana. Durante años, el Bloque Calima de las AUC amedrentó a poblaciones enteras, a las que señaló de ser auxiliadoras de la guerrilla. Luego de su desmovilización entre 2003 y 2004, surgieron grupos disidentes como las Águilas Negras, facciones de Los Rastrojos y las propias Gaitanistas, que hacen presencia en Miranda con panfletos amenazantes y pintadas. En las últimas dos décadas, en la medida en que los narcos han buscado abrir corredores y rutas de exportación de cocaína e importación de insumos y armas por el Pacífico, el accionar de los grupos en esta zona del país se ha incrementado.

El Negro me dijo que las pintadas de las Autodefensas Gaitanistas aparecieron luego de que el Sexto Frente de las Farc llegara a Monteredondo, una de las veredas que ahora patrulla la Guardia Campesina, para organizar la Vigilia por la Paz. La presencia de la policía en este territorio es mínima, y los casi 20 soldados de la base de Calandaima ya no bajan a combatir. La seguridad corre, ahora, por cuenta de gente como el Negro.

9:00 p.m. La Guardia

Divisé el primer punto de control a 500 metros de la entrada de Guatemala, en un lugar llamado El Progreso. Desde lejos, las luces y el ruido delataban la presencia de algo extraño: más o menos 20 personas, niños y niñas, hombres y mujeres, sentadas a lado y lado de la carretera.

Unos cuidaban un palo de guadua atravesado en la vía, que levantaban cada vez que venía un vehículo y bajaban cuando pasaba. Otros requisaban a los pasajeros y conductores, les preguntaban para dónde iban e informaban si había alguna irregularidad (la irregularidad en estas zonas es bien clara: si no te conocen, devuélvete y regresa en la mañana).

La Guardia Campesina patrulla cada noche las trochas de Miranda, en el norte del Cauca. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

El puesto de control estaba justo frente a una tienda. La dueña hablaba con dos señoras mientras un hombre viejo le ayudaba a repartir gaseosas, papas, dulces y productos de aseo. Cuando llegamos, todos saludaron. La mayoría lucía el mismo chaleco del Negro, que en la parte de atrás llevaba bordado con letras blancas y grandes “SEGURIDAD CAMPESINA”.

Me bajé del domicilio, como llaman por esa zona a los mototaxis, y enseguida me presentaron a Fercho, un campesino originario de Miranda, quien hace poco ingresó a la junta de acción comunal de la vereda que hoy hace parte de la Guardia. “Queremos autonomía”, sentenció luego de saludarme. “Estamos aquí para cuidar nuestro territorio”. Su seguridad al hablar evidenciaba que era el líder, hecho que me confirmó minutos después cuando me contó que no sólo había ayudado a fundar la Guardia, sino que lideraba un proceso para convertir esta parte de Miranda en una Zona de Reserva Campesina, una figura constitucional que entrega tierra del Estado a poblaciones rurales para fomentar y estabilizar la economía campesina.

Fercho me ofreció un tinto cuando le dije que quería una entrevista. Estaba tibio, como casi toda la comida que sirven acá. Venía en un termo blanco y grande, que reposaba en una mesa de madera que daba hacia los terrenos de la dueña de la tienda. El Cauca es una tierra basta, con montañas de varios colores y llanos inmensos. Sin embargo, en esta vereda nadie tiene más de una hectárea.

Los puntos de control llevan poco tiempo, así que primero le pregunté por detalles sobre su organización: todos son voluntarios, y sólo pueden venir a trabajar los mayores del 15. El control del palo de guadua —el que permite o impide el paso— es para los adultos. Los menores de edad, entre tanto, se encargan de mandar mensajes, traer café y acompañar a los que hacen guardia.

Los voluntarios de la Guardia lucen orgullosos el chaleco que los identifica como seguridad campesina. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

Fercho tiene cara de campesino cansado, de labriego de finca que se levanta temprano y se acuesta tarde. No parece un hombre de formación política. Por eso me sorprendió su discurso, la manera en la que articuló las respuestas y controló el miedo que tiene —el de él y el de todos— a que lo maten por defender la tierra. No sería el primero.

“Este es nuestro plan de vida”, me dijo este campesino mestizo, utilizando un concepto tradicional de las comunidades nasa que tiene como vecinas. “Si entendemos las palabras autonomía y territorio, vamos a saber el trasfondo de las cosas. Esto va para adelante y no lo para nadie, vamos a reforzar los tres puntos de control en Miranda y no vamos a dejar que ningún actor armado, cuando se vaya la guerrilla, venga a imponernos nada”, me dijo.

Fercho, sin duda, se sentía respaldado por el punto de control, la guadua, el chaleco y sus compañeros.

La mención al “plan de vida” no pareciera casual. Los miembros de la Guardia Campesina están tan convencidos de que esta es la manera de protegerse, que han empezado a articularse con la comunidad indígena. Históricamente han peleado por tierras y autonomía, pero ahora quieren unirse para no dejar meter de nuevo a los violentos. “La pelea ya no es con ellos”, concluyó Fercho.

10:00 p.m. Los primeros pasos

Cuando había transcurrido una hora de conversación con Fercho me presentaron a Efraín, un hombre bajito, de bigote escaso y ruana café, que no tenía chaleco y se tapaba la cabeza con un gorro azul clarito. Efraín me contó que era su primera noche en el punto de control, pero que tenía mucho conocimiento sobre estos mecanismos de seguridad.

“Estuve en unas talleres en Tibú, donde los compañeros nos contaron la experiencia de la Guardia Campesina en el Catatumbo. Ellos allá se han protegido de los paramilitares, que son los que funcionan en esa zona”, me dijo. Los compañeros a los que se refiere son miembros del movimiento Marcha Patriótica, una organización de izquierda que desde hace seis años viene trabajando con líderes sociales en varios departamentos del país.

Efraín descansa mientras sus compañeros cuidan El Progreso, una de las veredas donde patrulla la Guardia Campesina. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

De hecho, algunos miembros de Marcha en el Catatumbo van a visitar en estos días los puntos de control de Miranda “para ver cómo avanza nuestro proceso y qué podemos mejorar”, me dijo Efraín.

Estaba asustado, de verdad. Llegó a Miranda hace un par de días y la noticia de las pintadas de las AGC le cayó mal. Casi no acepta que prendiera la grabadora, y sus frases fueron definitivamente más cortas que las de Fercho.

“Nos vamos a defender con la organización, juntos. Los comités de seguridad y estos puntos son para controlar a toda la gente rara que se mueve por aquí y por allá. Para controlar incluso a los de Calandaima —se refiere a los soldados de la base— que se mueven como Pedro por su casa”, continuó.

La experiencia de Tibú ha sido ejemplar para los campesinos de esta zona del Cauca. Allá, se han reunido con la Fuerza Pública y han comenzado a ganarse el respeto de los actores armados en el territorio. “Eso queremos hacer en estas veredas”, dijo mientras salíamos de la casa en la que estábamos hablando. Él tenía las mismas ganas que yo de conocer cómo operaba exactamente el punto de control.

Por la carretera casi no pasaban carros y solo se asomaban, de vez en cuando, algunas motos. Resultaba curioso: a pesar de llevar sólo 20 días en el puesto, todo el que pasaba sabía que los guardias estaban allí, y ya parecían entender que los iban a hacer bajar de sus vehículos para preguntarles hacia dónde iban y a quién conocían en las veredas. “Es el trabajo de las juntas de acción comunal”, me dijo Efraín cuando le transmití mi sorpresa.

 

11:00 p.m. Los dueños invisibles de la marihuana

Efraín se devolvió por café, luego de darme la mano y despedirse. Yo busqué al Negro para ir a ver otro de los puntos de control territorial, el que quedaba en la vereda La Unión. Eran más de las diez de la noche y teníamos que darle la vuelta al cerro para poder llegar allá y hablar con el resto de líderes.

El Negro quería llevarme a los tres puntos donde opera la Guardia Campesina: el que ya habíamos visitado, que controlaba la subida desde Guatemala hasta el cerro. Otro en la vereda La Unión, un asentamiento indígena que estaba controlado de manera conjunta entre los nasa y los campesinos; y el tercero, en Calandaima, muy cerca de la base militar y del camino donde aparecieron los graffitis.

La relación entre los campesinos y los indígenas ha sido difícil siempre. Se han peleado toda la vida y hasta ahora empiezan a recomponer tejidos para enfrentarse a los violentos. Por eso cuando llegamos a La Unión el Negro dejó de acelerar, se bajó despacio de la moto y saludó cordial a los cuatro jóvenes nasa que hacían guardia.

Los pelados apenas escucharon, estaban aburridos y con frío. Uno de ellos fue a llamar al jefe. De entre el monte apareció un indígena, arropado con una chaqueta gruesa y una pañoleta verde y roja colgada en el cuello. En su mano, llevaba el bastón de mando de la guardia nasa, adornado con manillas e hilos de los mismos colores. “En qué puedo ayudarles”, dijo serio. Le expliqué la idea del reportaje y, a las malas, aceptó que fotografiáramos el puesto, la vara de guadua y a los guardias.

Miembros de la Guardia Indígena, que también cuidan las carreteras del norte del Cauca. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

El punto de control quedaba en una lomita, desde ahí se podían ver cientos de lucecitas pequeñas, metidas entre las montañas. Eran todas blancas, halógenas, y cubrían como un tapete la figura oscura de los montes de norte del Cauca. Debajo de las luces, cientos de matas de marihuana son cosechadas por los campesinos de la región. La cercanía a los cultivos era, según me dijo el Negro, proporcional a la peligrosidad del camino.

No es un secreto que en esta zona del país, los campesinos viven de los cultivos de uso ilícito: Corinto ha sido el productor de marihuana más grande de Colombia, y en regiones como Miranda, Suárez y Buenos Aires, la coca es la base de la economía. Los cultivadores hacen su trabajo y lo venden a “gente que pasa”, como me dijeron muchos productores. Esas personas se entienden directamente con el narco.

Durante años, las Farc impusieron a través del gramaje un impuesto al narcotráfico. Desde julio, la guerrilla dejó de cobrar ese tributo y es posible que el negocio de la droga en el norte del Cauca ahora esté solo en manos de las bandas criminales. Ese es otro de los grandes retos del eventual postconflicto. De hecho, muchos pobladores han dicho que votaron por el No en el plebiscito porque tienen miedo de que el negocio se acabe.

Ni la pedagogía del Gobierno y las Farc ni la promesa de un plan de sustitución de cultivos digno y responsable hicieron cambiar de opinión a los productores. Votaron por el No con sus razones, hechas dinero, en la mano.

La implementación del nuevo acuerdo tiene un componente que hace énfasis en los procesos de sustitución de cultivos y en la transformación de la economía campesina en regiones como el Cauca. Esa es la gran apuesta de La Habana para acabar con las miles de hectáreas de coca y marihuana sembradas en el país.

Mientras los guardias posaban para las fotos, el Negro y el líder indígena conversaron: cuadraron una reunión para ese jueves, dieron parte de tranquilidad sobre la actividad de la noche y hasta bromearon con un par de chistes. Salimos del puesto y seguimos trepando una trocha que parecía infinita. La mayoría de estas carreteras las hicieron las Farc, en la época en que eran un ejército fuerte e influían en las decisiones políticas de la región.

—Pare Negro— le grité —¿Se puede entrar?—. Estábamos al frente de un cultivo gigante de marihuana, lleno de maticas de todos los tamaños y tonos del color verde que nunca había visto.

—Claro, venga— me respondió.

Cruzamos una cerca de alambre de púas y entramos al cultivo. Había casi 200 bombillos, puestos minuciosamente como un pesebre de navidad gigante. Debajo de ellos no había vírgenes ni burros, sino cientos de hojitas que parecían moverse por el efecto de la luz.

Viajamos horas para ver de frente los cultivos de marihuana en los cerros de Miranda. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

El Negro se quedó atrás mientras yo me acerqué a las matas. Un fuerte aroma dulce flotaba en el ambiente. El lugar parecía abandonado porque en la casa junto al cultivo no había nadie; sin embargo, las plantas se veían sanas. Sentía que no paraban de crecer. “Los cultivadores le maman gallo a la marihuana, haciéndole pensar que todo el tiempo es de día para que los moños salgan en la mitad del tiempo”, dijo el Negro.

En medio de la nada, a la media noche, el Negro se sintió en confianza. “Es muy duro hermano, piense que hace dos años no podíamos estar acá parados charlando. Después de las 5:00 p.m. nadie subía por este cerro: o le daba bala el Ejército o le daban bala los paras, o le daba bala la guerrilla”, me confesó. El Negro miraba la montaña emocionado, se notaba que está enamorado de esa tierra.

Nos quedamos en silencio. La corriente eléctrica emitía un sonido leve, apenas perceptible, que sólo se interrumpió con el paso de una moto. Por primera vez en la noche vi al Negro decididamente tranquilo, estaba relajado mirando el paisaje y sintiendo la misma paz que el resto de nosotros. De vez en cuando me hacía algún comentario sobre las plantas o sobre la guerra, pero sus palabras no estaban cargadas con zozobra.

 

1:00 a.m. ¿Quién será el próximo?

Era casi la una de la mañana cuando salimos del cultivo. Había que llegar a Calandaima, donde nos esperaba otra veintena de voluntarios que esa noche habían optado por ir al puesto de control más peligroso. Atravesamos la vereda de Monteredondo —conocida antes como ‘Monte Plomo’, por la cantidad de confrontaciones armadas ocurridas allí—, y luego bajamos por un sitio conocido como Caraqueño hasta que llegamos al punto.

Al comienzo, no entendí por qué estaban tan de mal genio. Casi no nos saludaron y, al contrario, respondieron de mala gana las pocas preguntas que pude hacer. Estaban medio dormidos, unos afuera de la casa y otros en un patio cubierto por una especie de cortina de baño. Un par de personas asomaron la cabeza y apenas hablaron. ¿Estaban bravos o llenos de miedo?

La amenaza de los paras es más latente en esta zona del cerro. Las pintadas son una muestra innegable de eso. Además, las Farc están cerca porque Monteredondo será uno de los 25 puntos de preagrupamiento de esa guerrilla antes de que comience la implementación de los acuerdos de paz. Para colmo, la mayoría de los hombres y mujeres que me acompañaban eran militantes de Marcha Patriótica, una organización que ha puesto 16 muertos en lo que va del año en la región: todos líderes sociales.

Algunos miembros de la Guardia tienen miedo, saben que son objetivo de grupos que se hacen llamar paramilitares. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

El miedo es real. A los defensores de derechos humanos en Colombia los están matando. Los movimientos sociales, la sociedad civil y la comunidad internacional piden a gritos que el Estado proteja la vida de estas personas. Que cuide al Negro, a Fercho, a Efraín, a los que están sentados en este puesto de Calandaima, haciendo mala cara, pero defendiendo a su comunidad.

Casi todos ellos aparecen en los panfletos mal escritos de las Autodefensas Gaitanistas, los acusan de auxiliadores de la guerrilla y no los bajan de hijueputas. Estas personas saben, también, que es más difícil que los maten si están juntos, por eso bajan religiosamente a hacer guardia todas las noches, de cinco de la tarde a seis de la mañana, con su jarra de tinto en la mano.

Quizás por eso al final no me molesta que estén de mal genio. Trato de conversarles, pero en un momento me doy cuenta de que no hay caso. Iván, el reportero gráfico, hace las fotos mientras el Negro, con cara de sueño y cansancio, me dice al oído que nos vayamos. Nos va a dejar en el primer punto, para volver a Miranda a descansar.

2:00 a.m. “El futuro de mis hijos”

A pocos metros del Progreso, nuestro punto de inicio en este patrullaje con la Guardia Campesina, estaba Horacio. Tenía una pierna lesionada por un accidente de tránsito, “iba borracho y me caí de la moto”, dijo, y luego me invitó a su casa.

Subió en una moto, porque está cojo, mientras su hija nos acompañó caminando. Se llama Shelsy, tiene 15 años y llevaba en la mano un cuaderno lleno de nombres. “Es la lista de las personas que han venido a hacer guardia cada día”, me explicó. Esa noche aparecían anotados nueve hombres y seis mujeres, que llegaron de las veredas Caraqueño, El Progreso, Campoalegre, La Esmeralda y Miranda. Shelsy no tenía sueño, quería trabajar toda la noche anotando nombres y llevando tinto.

El cuaderno de Shelly, la encargada de llevar la cuenta de quiénes patrullan las veredas de Miranda cada noche. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

“Esta casa la hice yo mismo”, me dijo Horacio. Estaba orgulloso. Me contó que primero hizo un andamio, luego un caballete en el que plantó las diagonales de la estructura, organizó unos palos de forma horizontal y llenó los espacios con enchacla, una especie de greda café mezclada con barro y agua.

Me ofreció gaseosa y me dijo que pasara. A pesar de las condiciones, cada “cuarto” tenía un televisor, aparecían niños de todas partes y se sentía un ambiente familiar y tranquilo. Horacio no tiene trabajo, fue raspachín durante un tiempo, pero un día sintió que se puso viejo y perdió la fuerza. “Por una libra de hoja de coca están pagando 500 pesos, y yo ya no alcanzo a recoger ni 20 en el día”, se quejó.

“A mí no me pagan nada por estar acá, haciendo guardia. Pero es el futuro de mis hijos. Yo no quiero una tierra llena de muertos, como me tocó vivirla a mí”, me dijo cuando le pregunté por qué se trasnocha todos los días. Su esposa lo miraba, llena de amor, y su hija le consentía la cabeza y le traía agua de panela. Ese es el espíritu que durante horas he podido descubrir en cada uno de los voluntarios.

Vista del primer punto de control territorial de la Guardia Campesina en el Cauca. Foto: Iván Valencia/@aivanvalencia.

Abajo, en el puesto de control, casi todos estaban dormidos. Sólo quedaban nueve guardias, que esperaban a que se acabara la jornada. No quedaban sillas libres, así que me tocó sentarme en el piso y esperar a que amaneciera. El tiempo se hacía eterno. No volvieron a pasar ni una moto ni un carro, ni una persona.

A las 4:30 a.m., cuando ya me dormía, todos se pararon para irse. La señora de la tienda se levantó para arreglar la casa, lavar la ropa y empezar el día. Le pregunté por una moto para salir a Guatemala, y me dijo que a esta hora estaba difícil. Tendríamos que caminar.

5:00 a.m. Un susto final

Ya de regreso, y cuando aún no amanecía, decidimos andar las cuadras que nos separaban del bus a Santander de Quilichao. En medio del camino, de las casas que parecen abandonadas y los cultivos fantasma, sonaron varios estruendos que nos obligaron a detener el paso.

—¿Son tiros?— le pregunté a Iván, el fotógrafo —¿Nos devolvemos?—.

Avanzamos un poco más, muertos del miedo. Pronto, el cielo se iluminó de colores: eran juegos pirotécnicos que alumbraban el amanecer caucano. Iván y yo nos miramos y, nerviosos, nos cagamos de la risa.

Llegamos a Guatemala, justo donde comenzó el recorrido. Saqué la mano para parar un bus y en ese instante vi que, a nuestro lado, dos jóvenes hacían lo mismo. Eran miembros de la Guardia Campesina, habían estado con nosotros toda la noche, pero no nos cruzamos palabra. Nos saludamos con la mirada. Ellos bajaron la mano, pues la ruta no les servía. El bus paró y el ayudante gritó: “¡Santander, Cali, Santander!”. Nos montamos y nos fuimos.

El resto se quedan allí, en sus veredas: Juan, Horacio, Efraín, Fercho y el resto de voluntarios que noche a noche se plantan frente a un palo de guadua a cuidar la carretera. Se quedan esperando a que no pase nada, a que no vengan las Gaitanistas con sus panfletos y amenazas y a que no sean ellos, ni nadie, los que sigan engrosando la lista de líderes asesinados.

* Todos los nombres fueron cambiados por seguridad.

Este artículo hace parte de la Caravana Pacifista.