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Así resiste Puente Nayero, un oasis en medio de la guerra en Buenaventura
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Así resiste Puente Nayero, un oasis en medio de la guerra en Buenaventura

Juan José Toro - julio 15, 2016

Una comunidad que hace dos años le cerró la puerta a la violencia vive en medio de rupturas internas y abandono del Estado.

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Todas las fotos por Giulio Cirri.

Bordeando la zona insular de Buenaventura, apenas a diez minutos del centro de la ciudad, aparece La Playita, uno de los barrios más violentos de una de las ciudades más peligrosas del país. Entre casas que se dividen en comercios y hogares, justo enseguida de un gran terminal pesquero, se abre una calle de piedras llamada Puente Nayero. Para caminarla hay que atravesar un control donde la policía requisa y pide explicaciones. La calle está cerrada con puertas de madera. Arriba del puesto donde día y noche permanecen cuatro uniformados se lee, en una valla grande y blanca, “Zona humanitaria. Espacios de vida exclusivos de población civil”. A esa pequeña burbuja de cristal, en teoría, no tendría por qué entrar la violencia.

Buenaventura, además de ser el municipio más grande del Valle del Cauca, es el puerto más importante de Colombia. Por allí pasa cerca del 60% de la mercancía que entra al país. En el borde opuesto al de las comunas y las casas palafíticas, donde se encuentra La Playita, están los tres terminales marítimos, de muros grandes y alambres de púa en la cima. Desde un edificio alto en el centro de la ciudad se alcanzan a ver los barcos arribando al muelle cargados de enormes contenedores de colores. Varios alcaldes bonaverenses y políticos del resto del país pasan con frecuencia por ese puerto prometiendo prosperidad para la región, diciendo que no es justo que una ciudad con ese potencial lidere las tasas de pobreza y violencia en Colombia.

—¿A usted le parece justo?— me pregunta Isabel Castillo, sentada en una silla de plástico afuera de su casa. —Aquí todos somos negros. Y mire cómo vive la gente. Sin servicios básicos, sin agua. Aquí mucha gente a veces no tiene ni con qué comer.

Isabel, una negra rolliza que habla fuerte y destemplado, es desde hace años una de las caras más visibles de La Playita. Todos los Castillo lo son: su padre, Pompilio, y sus dos hermanos, José Pompilio y Orlando. Isabel vive en una casa pequeña y oscura en la mitad de Puente Nayero. Su familia es una de las 302 que habitan esa calle.

Minutos antes de hablar con ella, una lujosa camioneta negra la había dejado en la puerta de su hogar. Un rato después, unas casas más adelante, Orlando Castillo se bajó de otra camioneta similar. Los carros no son suyos. Desde hace casi un año ambos tienen que andar con el esquema de seguridad que les dio la Unidad Nacional de Protección.

“Hace unos años el conflicto aquí no nos tocaba —me dice Orlando, un sociólogo bajito de aspecto más urbano que el resto de habitantes de La Playita—, pero de un tiempo hacia acá, con el crecimiento del puerto y el aprovechamiento de la geografía por parte de actores ilegales, nos ha tocado ver la cara más dura de la violencia”.

Antes del 2000, a través del frente 30 y el Manuel Cepeda Vargas, las Farc decidieron ampliar su poder en la región del Pacífico, que les resultaba estratégica para el tráfico de drogas y armas. La respuesta a la presión por parte de las Farc fue la llegada, en mayo del 2000, del Bloque Calima de las Autodefensas.

Alias Don Diego fue quien, según información de la Fiscalía, financió la entrada de esa organización criminal a la región. Años más tarde, alias HH dijo a Justicia y Paz que fueron apoyados por empresarios locales que respaldaron económicamente el proyecto paramilitar. Con los aportes por parte de estos sectores sociales, los paramilitares llegaron a pisar la economía local con la fachada de una lucha contra la guerrilla.

Orlando me explica cómo el Bloque Calima se regó por Buenaventura: por medio del Frente Pacífico, los grupos de las AUC se distribuyeron por comunas. El primer grupo, de cinco en total, se metió a las comunas 1, 3 y 4, todas ubicadas en la isla Cascajal. En la 4 queda La Playita. Esa arremetida, que se alargó entre 2000 y 2004, se recuerda en la ciudad como “la época de las mil muertes”. Los registros hablan de dieciocho masacres, miles de desplazamientos, sobre todo intraurbanos, y cientos de asesinatos y desapariciones forzadas en apenas cuatro años.

—Eso no es nada— me dice Jasmani Grueso, otro líder del barrio, con un gesto frío que anticipa que lo que va a contar es mucho peor.

El 18 de diciembre de 2004, en Bugalagrande, Valle del Cauca, firmaron su desmovilización 557 paramilitares del Bloque Calima. Pero ese evento, que ocurrió en una gran finca del corregimiento de Galicia, fue incompleto: por un lado, el número de combatientes que entregó las armas no coincidía con el total de ese bloque, y, por otro lado, el Frente Pacífico, que era el que más fuerza tenía en la zona urbana, no participó en la desmovilización.

—La violencia no se redujo después de la desmovilización, no, antes llegó con más fuerza porque se concentraron en las comunas— me explica Jasmani. —Ahí comenzó la peor época: vacunaban a los comerciantes, reclutaban a los muchachos, se empezó a hablar de desmembramientos, aumentaron los asesinatos selectivos contra líderes. Los autores eran los mismos. Eran los mismos paramilitares que acá ya conocíamos. ¿Cómo nos van a decir que se desmovilizaron si los seguimos viendo armados?

El horror penetró las comunidades y se mantuvo constante por varios años. Pero la violencia llegó con más fuerza a unas comunas que a otras. Isabel Castillo recuerda que, casi hasta 2013, la guerra dejó su peor huella en la comuna 5. Allí fue, por ejemplo, la emblemática masacre de Punta del Este, cuando paramilitares engañaron a 12 jóvenes con un supuesto partido de fútbol para luego torturarlos, asesinarlos y deshacerse de ellos en un estero conocido como Las Vegas.

En la segunda década de este siglo, explica Isabel, el crecimiento desbordado de las tasas de violencia en las comunas coincidió con el anuncio de un megaproyecto que se solapaba con gran parte de su territorio. “De ahí los quisieron sacar como fuera —dice—, y lo intentaron sin hacer consulta previa, porque hay que recordar que todas estas comunidades son negras”. Entre la presión paramilitar y la de la empresa que lideraba el megaproyecto, la comuna 5 se vio menguada tras cientos de desplazamientos.

—En 2012 la violencia tuvo un gran bajón en la 5. En 2013 se vino para la 4— sentencia Isabel.

La memoria de la comunidad de La Playita, para esa época, está teñida de sangre. Los asesinatos, recuerdan, eran cosa de casi todos los días. Todas los sectores aportaban muertos: Alfonso López, Piedras Cantan, San José, Muro Yusti, Puente Nayero.

Una mañana de noviembre de 2013, mientras los niños jugaban en la calle principal de Puente Nayero, veinte jóvenes armados, pertenecientes, según el recuerdo popular, a la organización criminal La Empresa, se tomaron el espacio. Dijeron que a partir de ese momento la comunidad debía entenderse con ellos. Para sembrar terror, delante de las miradas pavorosas de las madres, le pegaron un tiro en la cabeza a un muchacho.

Días más tarde, al dueño de una casa al final de la calle principal lo despojaron, lo amenazaron y donde estaba su hogar instalaron una casa de pique. Ahí desmembraban gente a diario. Desde las casas vecinas se alcanzaban a escuchar los gritos de dolor. Asomados tímidamente por sus ventanas, los habitantes de Puente Nayero veían, sin poder decir nada, cómo los paramilitares llevaban nuevas víctimas hacia la casa del final de la calle.

En esa época desapareció cualquier vestigio de tranquilidad. Se acostaban a las seis de la tarde, prohibían a los niños jugar por fuera, le bajaban el volumen a la música que antes retumbaba con fuerza por todo el barrio.

—Nosotros nos empezamos a preguntar qué íbamos a hacer— me explica Isabel, y parece ansiosa por contar lo que vino después. —No podíamos continuar en esa situación donde nos tocaba mirar todos los días cómo entraban a nuestras casas y mataban a nuestra gente. Nuestros niños estaban aprendiendo eso. Jugaban a imitar lo que veían y hacían pistolitas de madera.

La primera idea fue de Orlando. Él, que había trabajado de cerca con la comunidad de El Naya, conocía el trabajo de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz. Desesperado por la crisis que atravesaba su barrio, Orlando pidió ayuda a la Comisión para que revisara las violaciones de derechos humanos. Junto a William Mena, un joven que en ese momento tenía apenas 18 años, se ocupó de registrar cada hecho violento ocurrido en Puente Nayero durante los meses anteriores. La Comisión revisó, visitó extraoficialmente el espacio y aceptó el acompañamiento. Toda la operación se fraguó con sigilo.

El 13 de abril de 2014 fue Domingo de Ramos. El obispo de Buenaventura, monseñor Héctor Epalza, que estaba enterado de la movida con la Comisión, ofició una misa en el muelle de Puente Nayero, enseguida de una de las casas de pique. Camuflados entre el gentío que llegaba a la misa, los miembros de la Comisión entraron al espacio. La ceremonia no tuvo reveses. Cuando acabó, los visitantes de otras calles y otros barrios se fueron, pero los miembros de la Comisión, junto con otras organizaciones que los apoyaban, se quedaron ahí.

—Con la presencia de esas organizaciones fue que nos armamos de valor para sacarlos —me cuenta Isabel. —Vinieron y capturaron a algunos. Otros se fueron por la presión de que hubiera una lupa nacional e internacional para vigilar los derechos humanos. A otros los confrontamos nosotros mismos y con mucha rabia les tocó irse. La mayoría se fueron lanzando amenazas, diciéndonos “sapos”, prometiendo volver. Muchos solo se desplazaron a las calles vecinas, a Piedras Cantan y a Punta Icaco, donde siguieron delinquiendo.

La comunidad expulsó a los criminales y, con sus propias manos, destruyó los palafitos que funcionaban como casas de pique. En su lugar quedaron espacios vacíos, entre casa y casa, en medio del mar. Pero las amenazas y los hostigamientos no se detuvieron: aunque desde ese 13 de abril la calle Puente Nayero se autodenominó “Espacio humanitario exclusivo para la población civil”, contando con el respaldo de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, el peligro siguió en el aire.

Para consolidar el Espacio Humanitario, los líderes y la Comisión pidieron al Estado garantizar presencia de la Fuerza Pública en cinco puntos: a la entrada, donde instalaron la puerta; al fondo, junto al muelle; en los dos puentes que van paralelos a la calle principal, y en una de las casas, donde se reunían habitualmente. Policías e infantes de marina, unos días sí y otros no, atendieron la solicitud.

Pero la presión de los miembros de la organización criminal que habían sacado los agarraba del cuello cada vez más fuerte. Isabel, Orlando, Jasmani, William y otros líderes recibieron amenazas presenciales y telefónicas. Les advirtieron que los picarían. A pocos metros de su calle asesinaron por esos días a varios muchachos. La comunidad registró varias entradas y salidas repentinas de los paramilitares en el Espacio.

Aunque no se concretó ninguna de las amenazas, decidieron pedir medidas cautelares a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En septiembre de 2014, la CIDH expidió una resolución donde, uno a uno, evaluaba los hechos que habían ocurrido desde la declaración del Espacio Humanitario, y a partir de ahí instó al Estado colombiano a asegurar la vida de las 302 familias que viven en esa calle bonaverense. Desde entonces se convirtieron en un oasis, con sus pro y sus contra.

Es un alivio innegable para la comunidad llevar más de dos años sin un solo muerto. Los niños, bullosos y alegres, volvieron a tomarse las calles. La música otra vez suena duro y hace vibrar las casas de madera. Las mujeres salen a pianguar y los hombres se embarcan en faenas sin que nadie les cobre vacunas por su trabajo. Pero la tranquilidad y las garantías solo duran unos 300 metros de largo, que es lo que mide la calle.

—De aquí hacia afuera nadie nos protege— me explica Orlando, señalando la puerta de madera junto al control de la Policía.

Varios miembros de la comunidad usan la palabra “confinados” para describir su situación. De la puerta hacia afuera, del muelle hacia el mar, de los puentes hacia las calles vecinas, no hay medidas cautelares que los amparen. Sin embargo, constantemente tienen que cruzar el límite: los colegios están afuera, el terminal pesquero está afuera, el comercio está afuera.

El confinamiento, me explican Marling Angulo y Martha Montaño, dos mujeres que tras la conformación del Espacio Humanitario emergieron como líderes, ha llevado a que se creen núcleos muy fuertes adentro. Para bien y para mal. La comunidad, por un lado, se empoderó y se organizó como nunca antes: dieciséis líderes fueron designados coordinadores y se crearon comités específicos para varios temas. Pero, a causa del alto número de líderes, que sobre el papel tienen el mismo poder, también han surgido divisiones y roces.

“Nosotros somos los de acá, ellos los de allá”, dicen una y otra vez muchos de los líderes. Y, en verdad, no hay, entre los distintos comités, cincuenta metros de distancia. Ellos mismos aseguran que el problema no es que haya dos comités. Dicen que uno es más político y el otro se ocupa más del orden interno. Lo que está en el fondo de la división es quién se toma el protagonismo, quiénes hablan para los medios, quiénes tienen un esquema de seguridad. Esa ruptura los afecta a todos, porque son líderes que se exponen y dan la cara.

La inseguridad, responde Isabel Castillo, es general. Aunque tiene una camioneta que la recoge y la deja de vuelta siempre que lo requiere, tampoco se siente blindada. Y ese miedo lo comparten todos los demás líderes. La Comisión Intereclesial, que diariamente visita Puente Nayero, publica y envía los reportes de alerta de los peligros que acechan. Este año han reportado nuevos hostigamientos contra los habitantes. Sus informes denuncian que en varias ocasiones los paramilitares que antes controlaban la calle han entrado al Espacio Humanitario, han husmeado, han preguntado y han salido sin ser detenidos por la Policía, que tiene la obligación de evaluar el ingreso de todas las personas ajenas a las 302 familias.

Cuando se pone el tema sobre la mesa saltan las denuncias y las preocupaciones: que ya han entrado en moto, que lo han hecho en grupo, que podrían meterse por debajo de las casas, que están muy cerca. Y no sería difícil que pasara. La Policía, aunque tiene que estar en los cinco puntos, solo se concentra en la entrada y ocasionalmente hace rondas por la calle principal. Pero Piedras Cantan y Punta Icaco, dos de las calles aledañas, que según la comunidad de Puente Nayero todavía están sitiadas por los paramilitares, quedan apenas a unos metros. La distancia que los separa se podría atravesar nadando en menos de un minuto.

La comunidad siente el abandono del Estado en distintos niveles. La seguridad es lo que más les angustia, pero también hacen énfasis en la falta de garantías sociales. El agua la recogen del mismo mar lleno de la basura que usan para rellenar. La educación de sus hijos no los satisface. No tienen siquiera un puesto de salud. La mayoría de ellos, por tradición, viven de la pesca pero no les alcanza. Los puentes paralelos a la calle principal, que sirven de acceso a las casas traseras, están casi destruidos y se tambalean al caminar.

Los bonaverenses de Puente Nayero no contemplan otra opción que seguir resistiendo. Los coordinadores, al tanto de las atrocidades que siguen ocurriendo en las calles, los barrios y las comunas vecinas, buscan nuevas formas de blindar el Espacio. Aún con las divisiones internas y los liderazgos rotos, la comunidad piensa formas de hacer su vida más llevadera. Jasmani cuenta que están ideando un piloto de reparación colectiva. Mientras las élites políticas posan su mirada sobre la Buenaventura de los grandes terminales marítimos y los megaproyectos, la ciudad de las casas palafíticas y la guerra urbana continúa, a ritmo lento y frágil, construyendo formas de sobrevivir.