GALERÍA Los periódicos de la época cuentan el caos que vivió Bogotá.
Faltaban pocos minutos para la medianoche del 13 de septiembre de 1977. Desde las azoteas de diez edificios y de varias casas salieron disparados voladores que anunciaban que se le había acabado el tiempo al gobierno de López Michelsen para hacer las reformas que las centrales obreras pedían. El estruendo fue la señal para que miles de personas salieran a la calle y protagonizaran el paro cívico más grande de la historia reciente del país.

El Frente Nacional recién había terminado. Alfonso López Michelsen le ganó las elecciones de 1974 al conservador Álvaro Gómez Hurtado por una amplia mayoría. Mucha gente trataba de sacudirse del malestar que les había producido el vaivén en la Presidencia entre liberales y conservadores. Todo apuntaba a que con la llegada de López Michelsen, otro liberal, la política nacional tomara un carácter reformista y de apertura política. No fue así. Al contrario, hubo crisis.

Entre finales de los sesenta y principios de los setenta, dicen algunos académicos, empezó en Colombia la primera fase del neoliberalismo. Entre el final del Frente Nacional y los inicios de la presidencia de López Michelsen, los grandes monopolios económicos tuvieron su proceso de consolidación. El lema del entonces presidente era “convertir a Colombia en el Japón de Sudamérica”: es decir, desarrollar la economía exportadora y beneficiar los monopolios locales y extranjeros.

En 1974, para corregir el déficit fiscal, López Michelsen decretó emergencia económica. La inflación subió, se eliminaron subsidios y se incrementaron las tarifas de servicios públicos. Buena parte de las mayorías que lo habían elegido estaban decepcionadas e inconformes con esas medidas. El periodo presidencial que el mismo López había bautizado “el mandato claro” empezó a llamarse popularmente “el mandato caro”.

Durante una marcha de sectores sindicales, en mayo de 1977, la Central Sindical de Trabajadores de Colombia (CSTC), comandada por el sector obrero del Partido Comunista, convocó un gran paro cívico para septiembre. El clima de angustia e inconformidad de muchos sectores de distintas orillas políticas hizo que una propuesta de sindicalistas de filiación comunista, que normalmente solo la habrían acogido ellos mismos, se empezara a cuajar con fuerza. En agosto se anunció la realización de una huelga general, pero el entonces ministro de Trabajo, Rafael Pardo Buelvas, la tachó de subversiva.

A la vez que se fraguaba la logística del Paro, el comité de sindicalistas le pasó la pelota a López Michelsen para evitarlo. Redactaron un pliego con ocho exigencias, que iban desde fijar la jornada laboral en ocho horas hasta quitar el impuesto a las ganancias ocasionales y a las cesantías, y se lo dieron advirtiéndole que de no tomar medidas se vendría una gran movilización. Las medidas no se tomaron.

Por el contrario, la respuesta del Gobierno fue seguir tachando el Paro de subversivo. Con el apoyo de la Fuerza Pública y de los medios de comunicación, se condenó toda la iniciativa de protesta y se exigió respetar la ley y el orden. En agosto se expidió un decreto que imponía arresto entre uno y seis meses a quienes organizaran o participaran de cualquier manifestación popular. A principios de septiembre se prohibieron las concentraciones públicas. El 13 de ese mes se restringió hasta el tránsito de motos “para evitar que se cometan delitos o se rieguen tachuelas”.

El intento de amedrentar a los inconformes surtió el efecto contrario: se enardecieron más. Cuando sonaron los voladores en la víspera del 14 de septiembre, Bogotá era un cóctel de intereses y desacuerdos esperando manifestarse. El Paro lo lideraba un comité conformado por el CSTC, la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), la Unión de Trabajadores de Colombia (UTC) y la Confederación General del Trabajo (CGT). A la convocatoria netamente obrera se sumaron docentes y estudiantes, empleados independientes y amas de casa, milicianos de varias guerrillas y conservadores de la oposición.

El comité que convocó el Paro presentó un pliego de ocho puntos. 1) aumento de los salarios, 2) congelación de los precios de los artículos de primera necesidad y de las tarifas de servicios públicos, 3) suspensión del Estado de Sitio, 4) derogación del Estatuto Docente, 5) que los trabajadores de servicios del Estado puedan disfrutar del derecho de asociación, contratación colectiva y huelga, 6) entrega inmediata a los campesinos de las haciendas afectadas por el INCORA, 7) jornada de 8 horas y salario básico para los trabajadores del transporte y 8) suspensión de los decretos de reorganización del ICSS.

Lo que inicialmente fue concebido como una huelga nacional de trabajadores, que eventualmente podía contar con el apoyo de barrios populares, se convirtió en un estallido de toda la inconformidad del país. La organización se le salió de las manos al comité sindicalista que había orquestado todo. Desde la noche anterior al Paro, algunos barrios populares se preparaban amontonando llantas, consiguiendo botellas de alcohol y alistando mechas. El primer objetivo era paralizar el transporte.

A la madrugada del 14 de septiembre, cientos de personas bloquearon las grandes arterias viales de la capital: la Caracas, la Avenida 68 con Autopista Sur, el tramo de Soacha a Bosa, la Avenida Primero de Mayo. Muchos manifestantes sembraron clavos y vidrios y regaron aceite en las calles. La Revista Alternativa escribió: “los vivas enardecidos y espontáneos del pueblo pauperizado expresaron su rechazo a la explotación del capital; las mujeres, los niños y los adolescentes sentaron su protesta especialmente energúmena contra la miseria creciente; los choferes y taxistas se sumaron a la paralización del transporte. Los comités de barrios organizaron barricadas y brigadas que bloquearon efectivamente el tránsito de buses y de automóviles, garantizando el éxito del paro”.

En la mañana empezó la confrontación con la Fuerza Pública. Los blancos de quienes agitaban la protesta eran el transporte, los policías, los grandes almacenes y los bancos. Los enfrentamientos se recrudecían. Grupos de manifestantes se tomaron varias fábricas y las saquearon. Incendiaron más de 19 carros, según el balance de la Policía. Se ensañaron contra los almacenes Only y los almacenes Yep. Asaltaron la Alcaldía de Tunjuelito y cortaron los circuitos eléctricos en Kennedy y el Quiroga.

Hacia las cuatro de la tarde, ya desbordado por el tamaño de la protesta, el alcalde de Bogotá, Bernardo Gaitán Mahecha, decretó toque de queda. Como era de esperarse, el furor no bajó con las medidas represivas. Los bloqueos continuaron y las confrontaciones se hicieron más fuertes en la noche. Había más de quinientos heridos. Los detenidos, que permanecían recluidos improvisadamente en el estadio El Campín y en la Plaza de Toros, ya se contaban por miles. Los manifestantes y la Fuerza Pública lucharon hasta el día siguiente.

Solo hasta la noche del 15 de septiembre desalojaron los que quedaban protestando todavía. Para esa hora el balance era aterrador. La ciudad tenía un tono postapocalíptico: los incendios recién apagados, los esqueletos rostizados de carros, vidrios rotos y tachuelas regadas por las avenidas principales. La ciudad se había salido de control. Entre veinte y treinta personas murieron, la mayoría jóvenes menores de 25.

Cuando acabó el Paro, las consecuencias para los trabajadores fueron una ‘victoria’. Aunque algunos lo calificaron como demagogia, el salario mínimo subió tres veces en los ocho meses siguientes, a la vez que el salario en la industria subió 16 puntos. La unidad sindical se mantuvo y otras movilizaciones más pequeñas tuvieron lugar en regiones. Durante el año siguiente se hicieron al menos veinte paros cívicos más, todos de menor escala.

Aparte de la concesión con el alza del salario, el balance del Paro fue adaptado a los intereses de distintas orillas políticas. Medófilo Medina, uno de los historiadores que más sabe de protestas sociales en el país, recordó en una entrevista que “el establecimiento asumió que había sido un ensayo general de derribamiento del Sistema”. Es decir: el Gobierno interpretó lo que había pasado como la posibilidad de una revolución. Entonces dedujo que había que adoptar una política represiva.

En diciembre de ese mismo año, 33 mandos de las Fuerzas Militares visitaron al Presidente. Fueron a proponerle, en vista de las circunstancias, la adopción de una legislación de emergencia para dar facultades extraordinarias a las Fuerzas en el marco de las protestas sociales. López no aceptó, pero el año siguiente, cuando entregó el cargo a Julio César Turbay, el que entró como ministro de Guerra fue el general Luis Carlos Camacho, uno de los 33 que había llevado la propuesta. Esa propuesta, dicen, fue la base del Estatuto de Seguridad de Turbay.

La extrema izquierda, desde la otra orilla, no tuvo una interpretación tan lejana de los hechos. También lo entendieron en clave de insurrección. El M-19, dice Medófilo Medina, derivó de esa lectura el robo de cinco mil armas del Cantón Norte. La idea, según él, no era más que darle esas armas al pueblo, que estaba listo para la revolución. Las Farc estaban en la misma línea. En la VII Conferencia, de 1982, plasmaron una nueva estrategia. Alguno de sus dirigentes llegó a decir que al Paro de 1977 solo le faltaron los fusiles. Por esa época agregaron a su nombre el “EP (Ejército del Pueblo)” y fortalecieron su brazo urbano, que eventualmente se vincularía a las fuerzas sociales que tomaron fuerza a raíz del paro y que terminaron fundando la Unión Patriótica en el marco del proceso de paz de Belisario Betancur.

Casi cuarenta años después, varios síntomas se repiten. Este jueves habrá paro. La Confederación General del Trabajo (CGT), la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) y la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), agrupadas en el Comando Nacional Unitario, convocaron una gran manifestación nacional. Aunque, por medio de un comunicado, respaldaron el proceso de paz, dijeron también que están inconformes con muchas de las otras medidas que ha tomado el gobierno de Santos.

La movilización, como en los setenta, pretende trascender los intereses de las centrales obreras. Hay un clima de crítica frente a varias decisiones que ha tomado el Gobierno en el último año y algunas de las medidas que ha tomado el nuevo alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa. Por las exigencias del Comando Nacional Unitario, parece que no hubieran pasado casi 40 años: la revisión del salario mínimo, la reducción del 12% al 4% de los aportes de los pensionados a salud, la reducción y congelación de los precios de los combustibles, la congelación de precios de los productos de la canasta familiar y el cumplimiento de los acuerdos firmados por el Gobierno con las organizaciones campesinas y con los camioneros.