Julio 11, 2021
De la mano de Caribe Afirmativo reconstruimos cuatro historias de personas con orientaciones sexuales y expresiones de género diversas en Cauca y Valle del Cauca, para seguir contando cómo ocurrió, y no ha cesado, la violencia contra la población LGBTI en medio del conflicto armado en Colombia.
Mucho se ha escrito sobre cómo la guerra en Colombia ha dejado una dolorosa huella en la vida de millones de personas y en la historia del país. En medio de este relato, todavía tenemos uno que contar con mayor profundidad: el de la población LGBTI y las violencias que afrontan, todavía, en el marco del conflicto.
Ningún actor armado, legal o ilegal, sale bien librado de este cuento. Durante décadas han cometido todo tipo de barbaridades contra cuerpos y vidas de gais, lesbianas, bisexuales y trans. Su propósito, según han denunciado organizaciones de la población civil, ha sido castigar y eliminar cualquier expresión o identidad de género diversa, así como las orientaciones sexuales que no responden a la heteronorma.
Es cierto que esta forma de violencia no es producto del conflicto armado en Colombia. Se trata de un fenómeno sistémico, estructural y global. En todo caso, según la documentación que ha hecho Caribe Afirmativo, una organización que trabaja por los derechos de las personas LGBTI en escenarios del posconflicto, la guerra sí fue el escenario en el que se recrudecieron y exacerbaron las agresiones contra la población LGBTI.
De ahí que sea indispensable revisarlas a la luz de esta realidad y además, bajo un enfoque de género. “Hay una guerra contra estos cuerpos transgresores y por eso es importante incluir también a quienes se salen de las normativas de género, que no son solo mujeres sino que pueden ser hombres o personas no binarias”, le explicó a PACIFISTA! Laura Osorio, psicóloga y parte del equipo de Caribe Afirmativo.
Para Alfredo Bula, abogado y subdirector de esta corporación, ese tipo de agresiones también están relacionadas con la necesidad de ganar beneficio militar, pues al ejercer control social, los actores armados logran consolidan su dominio territorial.
“Estas violencias ocurren en todo el territorio nacional y los grupos armados ilegales comparten una misma forma de ejercerlas. Es decir, seleccionan a la víctima y buscan que esta violencia sea vista como una forma de escarmiento para que otras personas no se acerquen ese tipo de conductas”, sostuvo el abogado.
Los efectos en las vidas de las y los sobrevivientes son devastadores: “la libertad de expresión, el pleno desarrollo identitario y la realización del proyecto de vida. La participación en espacios de decisión y espacios públicos y privados, al igual que el cuidado de su salud física y mental les fueron arrebatados a las personas con orientaciones e identidades de género no normativas y diversas”, agregó Osorio.
Sumado a esto, el tejido social de un territorio también se fragmenta cuando hay agresiones particulares contra la población LGBTI, pues se han documentado múltiples casos en los que no solo los actores armados ejercieron violencias, sino que la población civil llegó a pedir que se atacara a estas personas.
“A las víctimas, estos marcados patrones de criminalidad les impedían visibilizarse y con ello, poder organizarse colectivamente”, argumentó el subdirector de Caribe Afirmativo. Es un asunto que, a su juicio, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) tendría que reconocer.
Precisamente, el pasado 16 de abril la JEP acreditó a cinco personas LGTBI en el caso 05 sobre la situación en el Norte del Cauca y sur de Valle del Cauca. El tribunal deberá estudiar si las agresiones que sufrieron ellas y ellos pueden considerarse crímenes de persecución, anclados en prejuicios y discriminación contra esta población.
PACIFISTA! reconstruyó cuatro de estas historias con base en el informe ‘Aquí nadie pidió la guerra’, que Caribe Afirmativo presentó en marzo. En este se relatan las amenazas, violencia sexual, hostigamientos, torturas y todo tipo de agresiones que tuvieron que afrontar estas personas en medio de la guerra, a manos de la antigua guerrilla de las Farc, paramilitares y Fuerza Pública.
Se trata de las voces de solo cuatro de miles de sobrevivientes del conflicto armado, cuyos relatos nos recuerdan la crueldad de la violencia. También, la responsabilidad que como sociedad tenemos frente a estos crímenes de odio, porque al silenciarlos le fallamos a la verdad que las personas LGBTI merecen.
La revictimización estatal, la falta de justicia, verdad y reparación para las y los sobrevivientes aumenta su desconfianza y sufrimiento, de acuerdo con Laura Osorio. Por esta y otras razones, hay que escucharles, amplificar sus voces y permitirles, si así lo quieren, contar sus historias. Esta es una deuda que toda la sociedad tiene con la población LGBTI.
Hoy les compartimos cuatro relatos de sobrevivientes que siguen resistiendo con resiliencia a estas violencias
Carlos es un hombre de 43 años con expresión de género diversa. Ahora se reconoce a sí mismo como gay y durante años lo hizo como una persona con experiencia de vida trans. Decidió no hacerlo más pues, solo así, afirma, puede proteger su vida.
“En Cali fue que ya me di la libertad de cambiar, de dejar la ropa de mujer y de cortarme el pelo. De tantos sufrimientos, violaciones, maltratos y golpes, dije: no, voy a portarme un poquitico más seriecito’‘.
Ese es parte del relato de Carlos*, un hombre de 43 años con expresión de género diversa, quien se reconoce a sí mismo como gay y que durante una década lo hizo como trans. La violencia y discriminación que ha afrontado toda su vida afectaron directamente el autoreconocimiento de su identidad. Tomó esa difícil decisión, una que nadie debería hacer, para poder sobrevivir: se trataba de defender quién era o seguir siendo blanco de violencias, incluida la muerte.
Ahora trabaja en una peluquería en un municipio al nororiente de Cauca, a donde volvió luego de años de haber sido desplazado forzosamente tras las amenazas de la guerrilla, así como de las agresiones que recibía de la Fuerza Pública y de la misma comunidad.
Regresar no ha sido sencillo. Se trata del lugar en el que tuvo que soportar todo tipo de vejámenes por su identidad, pero él sigue resistiendo.
A sus 15 años, al inicio de la década de los 90 “era la única persona que había salido del closet. -cuenta- Me maquillaba, tenía el pelo largo, sabía bailar”. Por eso empezó a recibir amenazas de la antigua guerrilla de las Farc.
Temía por su vida y se encerraba en su casa durante días. Allí llegaban integrantes del grupo armado a pedirle que saliera o si no lo mataban. A su familia también la amenazaban y le decían que si Carlos no dejaba el pueblo, lo asesinarían.
Carlos huía, pero cuando estos hombres lo encontraban, lo insultaban y lo golpeaban. Si estaba en la calle lo perseguían y él debía esconderse de nuevo. «En ese momento yo me hacía llamar Sandra*. Entonces me decían: “Sandra, salí, salí… que te esperamos acá afuerita”. Y a veces cuando me iba para el desarme militar, eso me sacaban corriendo con otro muchacho. Parece que me tenían espiado cada movimiento», narra.
En su casa tampoco lo apoyaban. Solo su abuelo lo defendía. “El resto decía: no le den comida a ese hijueputa, porque ese de pronto tiene un sida y nos contagia. Me trataban feo, feo, horrible”, recuerda Carlos. Y como no tenía trabajo y nadie le daba una oportunidad, tuvo que robar para poder comer.
Con el tiempo, el Ejército, la Policía y la gente del municipio también lo empezaron a agredir. Sabían que la guerrilla organizaba reuniones militares y tenían órdenes de matarlo, por lo que la comunidad lo veía como una amenaza. Lo llamaban “loca, maldito, desgraciado”. Le decían “que ojalá lo mataran rapidito”, que tenía VIH y que incluso, era un “violador de niños”.
Las agresiones verbales y físicas se volvieron frecuentes y la razón era que Carlos, en ese momento Sandra, era la única persona abiertamente trans. Las violencias iban desde los insultos, pegarle chicle en su pelo largo hasta agredirlo sexualmente.
Se cansó de las agresiones y el riesgo que corría constantemente, entonces se fue para Santander de Quilichao, al norte de Cauca, donde tuvo que ejercer la prostitución para poder sobrevivir. La violencia no cesó. Ahora eran los paramilitares los que querían matarlo.
Una vez más, víctima de desplazamiento forzado, terminó en Cali, luego en Popayán y finalmente en el municipio de La Sierra. En ese momento ya había decidido dejar de identificarse como persona trans, porque la violencia de la guerra y la discriminación que vívía día a día no le dejaron otra opción.
“La vida del travesti es muy dura. Igual que la del gay, es muy dura. Pero más dura es la del travesti. Eso lo cogen del pelo, lo arrastran, lo cascan, lo violan; me salvé como unas cuatro veces de que me mataran. Me salvé de la guerrilla y de la Fuerza Pública”, relata Carlos.
Tras años de estar lejos, quiso volver al municipio en donde creció. Ahora vive allí, pero sigue afrontando violencia por parte de actores armados. Cada día resiste estas agresiones, cuya única razón es su identidad y expresión de género. “De tantos problemas quería era como suicidarme (…) pero algo me dijo que no, que no. Y me aguanté, aguanté muchísimo”, dice con resiliencia.
Marcela es una mujer lesbiana quien, junto a su expareja, construyó su hogar en un municipio en Cauca. Tuvo que abandonarlo luego de que un grupo paramilitar las amenazara y agrediera. Después de haber afrontado violencia sexual, sigue sobreviviendo día a día.
En la década de los 90, Marcela* conoció a Antonia*, su expareja sentimental. Se mudaron desde Popayán a un municipio en el centro de Cauca, donde construyeron su finca, ladrillo a ladrillo. En ese entonces, en el territorio se encontraban las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) que amenazaban de muerte a los habitantes del lugar para que lo abandonaran.
Marcela no creyó que estas amenazas, que llegaron a través de un panfleto en 1999, se iban a materializar. Pensó que se trataba de una manera de sembrar miedo en la comunidad. Entonces, en mayo del 2000, ella y su pareja recibieron un panfleto en el que se referían explícitamente a las dos y a su relación sentimental. Al ser lesbianas, decía el mensaje, eran un mal ejemplo.
Cinco meses después, seis hombres armados entraron a la finca en donde vivían. Agredieron a uno de los trabajadores y a ella la golpearon con un revólver; Antonia no estaba en la vivienda, por lo que solo atacaron a Marcela. Los sujetos la llevaron a una habitación, la amarraron, la torturaron y la violentaron sexualmente.
“Aquí no venimos a arreglar a esta gonorrea”, le dijo uno de los hombres a otro. La golpearon brutalmente, causándole heridas graves en su cuerpo y en el rostro. “Me tiraron gargajos en la cara y me decían lesbiana hijueputa, esto te pasa por lesbiana hijueputa y aquí vamos a esperar a que llegue tu mujer porque sabemos que ya viene en la camioneta”, recuerda Marcela. Luego le dieron un cachazo que le hizo perder el conocimiento.
No era la primera vez que Marcela sufría una agresión violenta relacionada con su orientación sexual. La mujer, que ahora tiene 48 años, creció en un municipio al norte de Cauca, en donde la Policía Nacional ejercía “prácticas de corrección” contra las personas que no eran “socialmente aceptables”.
El comandante de la estación era quien más promovía este tipo de tortura y Marcela fue una de las víctimas. “Me encerró en la estación durante cuatro horas. Me amarró en un palo y había un hormiguero, que era una forma que tenían ellos como de castigo a todos los maricas del pueblo para que se nos quitara la maricada”, relata.
Marcela y su familia fueron víctimas de desplazamiento forzado por la guerrilla de las Farc en el municipio. Ella tenía 15 años cuando se fueron del pueblo, bajo el miedo de su padre de que terminara reclutada por el grupo armado, como ya había pasado con varios de sus compañeros de colegio. Para su familia, la razón por la cual abandonaban su hogar era el temor de un reclutamiento. Pero para Marcela, irse estaba relacionado con “el escarnio de la orientación sexual”.
Llegaron a Cali, donde ella siguió estudiando el bachillerato y fue a la universidad. Se graduó como comunicadora social y periodista. Después se mudó a Popayán y allá conoció a Antonia.
Luego de este brutal ataque a manos de paramilitares, Marcela y su familia sufrieron afectaciones graves. “Creo que es la primera vez que veo llorar a mi tío por parte de mi papá. Mi mamá casi se enloquece y como en Medicina (Legal) le toman a uno foto, cuando vieron la foto, para ella era muy duro verme así”, narra.
Marcela se quedó en la finca un par de días más, pero decidió irse del municipio luego de recibir otras amenazas. Se fue para Popayán, en donde ha intentado volver a empezar, porque tras lo que afrontó ese día, sintió que le arrebataron su vida. Su caso lo conoce la Unidad para las Víctimas y es una de las más de 33 mil personas que han tenido que afrontar violencia sexual en el marco del conflicto armado.
Han pasado dos décadas desde lo que vivió y las secuelas siguen ahí. “Arruinaron mi puto proyecto de vida. No pude seguir con mi pareja -dice- porque no me encontraba ya reflejada en ella. No pude volver a mi casa”, sostiene. Hoy sigue resistiendo.
Juan Camilo es un hombre gay afrodescendiente, oriundo de Padilla. Ha sido violentado sexualmente en varias ocasiones. Sus agresores, dice, siempre mencionaron su orientación sexual. Por ahora le sigue haciendo frente a la depresión que estos hechos le han causado.
Juan Camilo cumple 30 años este 2021. Es un hombre gay afrodescendiente, oriundo de un municipio en Cauca, a casi 40 kilómetros de Popayán. Sus primeros años los vivió en Padilla, de donde se fue por las amenazas y agresiones que recibía por su orientación sexual.
Conoció lo que era la discriminación y la homofobia desde muy pequeño. En el 2002, cuando tenía apenas 11 años, circularon varias amenazas de muerte contra la población LGBTI en el municipio, pero Juan Camilo no sabe de qué personas o grupos provenían. “Decían que los iban a asesinar, a matar y pues fue allí cuando fue creándose ese daño psicológico, como esa depresión” relata.
Ha sido víctima de violencia sexual en varias ocasiones. La primera vez que lo intentaron agredir tenía solo siete años. “Era un señor que tenía unas botas. Lo recuerdo tanto porque ellos mantenían mucho en las fincas y más alrededor de mi casa, pues porque todo eso por allá era así: era monte, todo ese tipo de cosas”, recuerda Juan Camilo. No fue violentado porque pudo gritar y pedir ayuda, pero siete años después no contó con esa suerte.
“Cuando tenía como 14 años volvieron y me intentaron violar y ahí sí me violaron”, cuenta. De las agresiones sexuales recuerda que los victimarios siempre hacían mención a su orientación sexual. Lo llamaban maricón e incluso, que “estaba hecho una uvita”.
En Padilla fue agredido sexualmente en tres ocasiones. Todas, según dice, posiblemente a manos de integrantes de la antigua guerrilla de las Farc. “Fue por ellos, porque yo me mantenía mucho en la finca de mi casa, aledaña a la montaña (…). Me acuerdo de que les vi como el uniforme. Sí, tenían un uniforme verde y sí era como verdoso y botas pantaneras, porque no eran botas de policía, no, eran unas botas pantaneras”, recalca.
Mientras vivía en Padilla veía a esos hombres andar en filas, subiendo hacia la montaña. El terror se apoderaba de su cuerpo, porque creció escuchando que a los homosexuales los mataban, “que una cosa y que lo otro, porque mi pueblo ha sido muy machista”, dice.
Entonces terminó de estudiar el bachillerato y cuando se graduó decidió irse a Villa Rica junto a su mamá, que había vuelto a ese pueblo cuando él tenía 10 años. Era 2008, tenía 17 años y el maltrato, amenazas y violencias que afrontaba lo obligaron a irse. Víctima de desplazamiento forzado, posiblemente por la ex Farc, tuvo que salir de Padilla. La Gobernación de Cauca conoció su caso y está inscrito en el Registro Único de Víctimas por ese hecho victimizante.
Luego se fue para Popayán, de donde viajó hasta Cajibío (Cauca) porque no tenía con quién vivir en la capital del departamento.
Hace cuatro años sufrió la más reciente agresión sexual. Estaba en Caloto, Cauca, en un evento sobre lideresas y líderes. Conoció a un par de hombres y tomó un par de copas con ellos, sin sospechar que algo le pasaría. “No les vi ninguna malicia ni nada”, recuerda. No había bebido mucho pero perdió el conocimiento.
Despertó en una finca, sin zapatos y con la camisa desabotonada. No sabe exactamente qué fue lo que le hicieron, pero quedó con una cicatriz en la parte de atrás de su cuerpo. “Ahí fue que me di cuenta que me habían violado, porque me dejaron en ese sector de allá. -narra- Estas personas estaban de civil, pero imagino yo eran actores civiles armados, porque pues para llevarme hasta por allá, un sector en el que también hay pues ese tipo de actores, debe haber sido así”.
La violencia ha dejado huella en todas las esferas de su vida. “Tu vida no es igual y pasa sin rumbo, como sin ilusión, sin nada, sin tu familia al lado; sin tus compañeros de estudio al lado, sin nadie que tú conozcas para empezar de cero. Todas esas cosas lo afectan a uno y a mí eso me afectó demasiado”, narra Juan Camilo. No pudo terminar de estudiar como hubiera querido, tampoco ha podido comprar su propia casa porque no tiene estabilidad económica.
Sí ha contado con apoyo psicológico y psiquiátrico para tratar la depresión desencadenada por todos estos hechos. Aún no tiene certeza de que ha logrado superarla del todo, pero sigue intentándolo. Es un sobreviviente.
Ramiro lleva años liderando a la población campesina en su municipio. También ha procurado reivindicar los derechos y experiencias de vida de personas LGBTI campesinas en el norte del Cauca. Pero hacerlo le ha traído varias amenazas.
Cuando volvió a Caloto, un municipio al norte de Cauca, Ramiro* se convirtió en un líder. Con solo 15 años y a través de un movimiento juvenil campesino, logró que 20 familias pudieran regresar a sus hogares, en uno de los corregimientos del pueblo. Al igual que él, habían sido desplazadas forzosamente.
Ahora Ramiro tiene más del doble de la edad que tenía cuando volvió a su pueblo. A finales de la década de los 90, él y su familia vivían en medio de la más cruda pobreza y violencia que azotaba su corregimiento. Dormían debajo de las alcantarillas y los acueductos y debían repartirse turnos de vigilancia para garantizar su seguridad. Así estuvieron durante dos años, protegiéndose de la antigua guerrilla de las Farc, hasta que llegaron los paramilitares a la zona.
Entonces, a sus 12 años, Ramiro no solo sobrevivió a una masacre perpetrada por las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) en el lugar en donde vivía, sino que debió huir. El grupo paramilitar amenazó a su familia y les dieron la orden de irse, bajo el pretexto de que eran colaboradores de las Farc. En medio del terror, asesinaron a tiros a varias personas delante de él, golpearon a su mamá y secuestraron a su papá.
“Tuvimos que dejar de estudiar tanto tiempo, desplazarnos de las casas, irnos, dejarlo todo abandonado… Uno pierde muchas cosas”, recuerda él sobre estos eventos.
Afortunadamente, su padre pudo escaparse de los paramilitares, pero Ramiro tuvo que irse para Bogotá. Vivió en la calle durante dos años. Luego se fue a Tuluá (Valle del Cauca) en donde un par de conocidos le dieron casa y cuando cumplió 15 años, decidió volver a Caloto.
Una vez allí, además de lograr que 20 familias como la suya pudieran regresar a su territorio, Ramiro consiguió que otros dos corregimientos y seis veredas se unieran al movimiento campesino que se estaba gestando, lo que les permitió convertirse en una asociación campesina en el municipio.
Ramiro es un hombre gay que en medio de su liderazgo reconoce abiertamente su orientación sexual. También busca representar a la población LGBTI campesina en contextos rurales del norte de Cauca. Hacerlo le ha costado mucho, porque además de los señalamientos y acusaciones que afronta contra su labor, en él recae el estigma de una sociedad que violenta a las personas gais, lesbianas, bisexuales y trans.
Todo lo que le ha pasado en la vida le ha dejado secuelas psicosociales, a pesar de que él las ha verbalizado. “Uno nunca va a olvidar. Créame que yo tengo química a veces de lo que pasó en el 2001, horrible, como si fuera ayer. Y yo he ido al psicólogo y he hablado con el mundo para sacarme esta vaina pero ah ah –relata Ramiro, mientras hace un sonido de negación- Y me acuerdo de todito, todito, de cómo empecé…”
En el 2005 el pie de Fuerza Pública se intensificó en el corregimiento. Fue entonces cuando la Policía y el Ejército empezaron a señalarlo a él y la asociación campesina, tildándolos de guerrilleros de las Farc. A él lo agredían física y verbalmente por su orientación sexual.
Dos años después, mientras se encontraba en un corregimiento de Santander de Quilichao, fue víctima de un intento de asesinato por parte de la Fuerza Pública, según denuncia Ramiro. Le dispararon y luego lo insultaron. “Llegó cantidad de Fuerza Pública a señalarme, a criticarme, a decirme cosas. Que yo era el marica, que yo era el gay”, cuenta él sobre ese día. El hecho lo conoce la Unidad para las Víctimas y está inscrito en el Registro Único de Víctimas.
Nada impidió que Ramiro siguiera haciendo su trabajo, a pesar de las dificultades. Cumplió 18 años y fue elegido presidente de la Junta de Acción Comunal.
Cinco años después de ese intento de asesinato y de nuevo en Santander de Quilichao, tuvo lugar una operación conjunta entre Ejército y Policía. Ramiro fue detenido de manera arbitraria durante cuatro meses, bajo las acusaciones de que era un integrante de las Farc.
Estaba en su propia casa cuando fue detenido. Escuchó llegar a los oficiales pero no sabía quiénes eran. Con el temor de que se trataran de paramilitares, guardó todos los documentos que tenía sobre campesinos y campesinas. Cerró las puertas y se negó a abrir, pero los hombres intentaron tirar la puerta.
Se identificaron como Policía Nacional y le informaron que se trataba de un allanamiento con una orden de captura en su contra, pues al parecer, alegaban, él había hecho parte del plan para asesinar a un comandante del Ejército. Se lo llevaron en el helicóptero rumbo a Popayán y advirtieron a la comunidad que se trataba de un guerrillero.
No solo recibía ataques de la Fuerza Pública, sino que grupos armados ilegales seguían señalándolo. “Ramiro tiene 12 horas para salir del territorio, marica hijueputa”, decía uno de los panfletos que recibió, tal vez de las Farc, relata él.
“(Se leía) una cantidad de cosas que hasta me da pena decirlas. Que yo era gay, que yo era marica, que yo era un hijueputa, malparido… Un poco de groserías y que si yo no me iba le entregaban la cabeza a mi mamá”, dice.
Luego las Auc lo amenazaron; lo seguían llamando guerrillero a través de panfletos entregados a sus amigos y conocidos. También se referían a su orientación sexual de forma peyorativa. Luego le enviaron un mensaje de texto en el que le decían que debía colaborarles o lo mataban. “‘Vengan, que estoy solo. Aquí los espero’ -les respondió- Les di hasta la dirección y me bloquearon”.
Ahora Ramiro no puede viajar por todo el departamento, porque el riesgo de ser asesinado está latente, pues sigue recibiendo amenazas de los actores armados. A él llegan panfletos pero no están firmados, por lo que no sabe de dónde provienen.
“Para andar, hay que saber andar, dónde uno meterse. Hay municipios donde yo voy y no puedo estar, pero voy. (…) Me dicen que me van a matar, que me van a levantar con todo el esquema del carro. Entonces ese es el riesgo – dice entre risas Ramiro-, ese es el riesgo no más”. Aún así, sigue ejerciendo su liderazgo con convicción.
*Todos los nombres fueron cambiados por cuestiones de seguridad.
Edición
Andrés G. Borges
Reportería
Laura A. Torres Martínez, con el apoyo de Caribe Afirmativo
Portadas
Sebastián Torres
Montaje web
Laura. A Torres Martínez
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