OPINIÓN Con los acuerdos de La Habana y la Declaración de UNGASS, el Gobierno no tiene pretextos para cambiar su política contra las drogas.
Columnista: Pedro José Arenas García*
Del 18 al 22 de Abril en Nueva York se llevará a cabo la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre drogas –UNGASS-. Se trata de una reunión en la que presidentes de casi todos los países hablarán sobre las dificultades y avances de las actuales políticas en esta materia. Desde hace mas de 100 años los gobiernos persiguen acabar el opio y desde 1961 prohibieron la coca y la marihuana mediante unos tratados que luego fueron la base de la llamada “guerra contra las drogas”, que desató el gobierno de Estados Unidos en 1961 para perseguir a los hippies.
Esos tratados de los cuales forma parte Colombia incubaron un dogma prohibicionista. La ONU y su agencia antidrogas, la Comisión de Narcóticos en Viena y la Junta de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), creen que es posible lograr un “mundo libre de drogas” y que se pueden eliminar “los cultivos ilícitos de la faz de la tierra”. Muchas veces ellos señalan, como narcotraficantes, a todas las personas que participan de este mercado desde la producción rural de plantas hasta el consumo de sustancias. Existen países que han sufrido graves daños causados por la expansión de las drogas, pero las políticas contra ellas han sido mucho peor.
Colombia ha sido un fiel cumplidor de la prohibición y de esa guerra. Desde los años 70 empezó a contar con unidades de policía para perseguir los cultivos de cannabis en los llanos orientales, en la Sierra Nevada de Santa Marta y en la Guajira. Para 1978 ya se ejecutaban operaciones con helicópteros de fumigación que regaban un veneno llamado “Paraquat” en zonas indígenas. A mediados de los años 80 ya existían varias bases antinarcóticos en el país y todavía la Policía podía cortar con machetes las plantas que encontraba. En los años 90, el gobierno ordenó acabar “todos los cultivos de coca” usando el glifosato desde aviones de guerra sobre las fincas de los campesinos. Ahora nuestro país gasta miles de millones de dólares en sostener todo ese aparato dedicado a “librar a la humanidad del peligro de las drogas”.
En un país en el que los grupos insurgentes se ubicaban en las mismas zonas donde estaban los cultivos, rápidamente se registró una mezcla de la pretendida lucha oficial contra el narcotráfico con el conflicto armado interno. Estados Unidos se metió de lleno en esa estrategia y patrocinó las fumigaciones, la erradicación manual, los aviones, helicópteros y bases antidrogas, los cuales también se usaron contra las guerrillas. Las operaciones antinarcóticos buscaron quitarle finanzas a estas organizaciones y de paso presionar a los campesinos a abandonar sus parcelas. Los desplazados aumentaron por la quiebra de su base económica, la pérdida de la seguridad alimentaria y por otras graves violaciones de derechos humanos.
Las guerrillas asumieron la coca, la amapola y la marihuana como una actividad económica que les brindaba finanzas y se resistieron a los programas de erradicación. Su base social aumentó entre los cocaleros, especialmente en las zonas de colonización, y atacaron aeronaves de fumigación y grupos de erradicación manual. Incluso se opusieron a proyectos institucionales en sus zonas de influencia. El gobierno terminó metiendo en la misma bolsa a los campesinos con las guerrillas, estigmatizando y persiguiendo no solo a las plantas, sino también a los labriegos que las producen.
En los diálogos de La Habana, el Gobierno y las FARC aceptaron el vínculo entre políticas antidrogas y conflicto armado. Ellos lograron un acuerdo que, aunque tiene muchas limitaciones, reconoce que estos cultivos existen debido a la pobreza, la marginalidad rural, la falta de infraestructuras, el poco acceso a mercados lícitos, el derecho a la tierra y los problemas de ingresos en el campo. El enfoque que ellos acordaron es el del llamado “desarrollo rural integral”, que debe conllevar mejores programas de sustitución de cultivos que le brinden oportunidades de transformación a los territorios donde se producen estas plantas de uso ilícito y a las familias que han estado envueltas en esa actividad.
La UNGASS no logrará las grandes reformas que la evidencia reclama desde hace años. La descriminalización mundial de los usuarios y de los productores, la eliminación de la pena de muerte en aquellos países donde se aplica por delitos de drogas, el enfoque de salud pública para atender a los dependientes de estas sustancias, el derecho a usar drogas como una decisión de la persona que lo quiere, la libre circulación de estas plantas y varios productos derivados lícitos que ya son parte de iniciativas indígenas y campesinas, la persecución en serio de los dineros de grandes mafias que se han lucrado de la prohibición y la posible regulación del mercado para evitar que aumente la criminalidad, entre otras reformas, no serán aprobadas en esa reunión.
Sin embargo, la Declaración de UNGASS admite que los países pueden interpretar los tratados según sus realidades y con base en su autonomía producir las políticas que necesite, advierte que los derechos humanos no pueden soslayarse en las acciones contra drogas, que los cultivos y el consumo son fenómenos asociados a causas sociales, que los usuarios requieren programas de salud y que los Estados deben tener mejores proyectos de desarrollo alternativo rural.
Por eso, algunos estimamos que el gobierno de Colombia no tiene excusas para producir mayores cambios en sus políticas, pasando de buenos discursos internacionales a reformas que ayuden a cerrar el conflicto armado y a lograr mejores condiciones para la construcción de paz.
*Observatorio de cultivos y cultivadores declarados ilícitos. INDEPAZ.